Sábado, 00. 30 h, Manhattan
Will se hallaba en su oficina. pulsó en el teclado «Enviar», se echó hacia atrás en la silla y se estiró mientras miraba a su alrededor. Era pasada la medianoche, y la mayoría de las mesas estaban vacías. Tan solo quedaba el personal de la sección nocturna, que cortaba, montaba, reescribía y terminaba el producto que unas horas después se desplegaría en miles de mesas de todo Manhattan a la hora del desayuno.
Se levantó y dio una vuelta por la redacción, estimulado por la combinación de adrenalina y alivio que experimentaba cada vez que terminaba un artículo. Paseó mientras lanzaba miradas de curiosidad hacia las mesas de sus colegas, iluminadas por el resplandor de los monitores que emitían sin sonido las noticias de la CNN.
La redacción era una planta diáfana; el sistema de particiones distribuía las mesas en grupos de cuatro. Como recién llegado que era, la suya se encontraba en un rincón. La ventana más próxima daba a un muro de ladrillo: la parte trasera de uno de los teatros de Broadway, donde colgaba el descolorido cartel de uno de los musicales que llevaba más tiempo representándose en la ciudad. Al lado tenía a Terry Walton, el antiguo director de la oficina de Delhi, que había regresado a Nueva York envuelto en una especie de oscura bruma. Will todavía no había averiguado la naturaleza de la falta. Sobre la mesa de Walton solo había unos pulcros montones de hojas alrededor de una solitaria libreta de notas. Su caligrafía era tan densa y pequeña que resultaba ilegible a no ser que se estuviera muy cerca. Will sospechaba que se trataba de algún mecanismo de seguridad ideado por su colega para que los fisgones no metieran las narices en su trabajo. No obstante, Will todavía tenía que averiguar por qué alguien cuyo destierro a la sección de Local significaba que difícilmente trabajaría en historias que pudieran afectar a la seguridad nacional se preocupaba por tomar tantas precauciones.
El siguiente era Dan Schwartz, cuya mesa estaba abarrotada. Era periodista de investigación, y apenas tenía espacio para la silla, puesto que el suelo estaba ocupado por montones de cajas de cartón. Los papeles caían unos sobre otros. Incluso la pantalla de su ordenador resultaba casi invisible por culpa de la cantidad de Post-it que había pegados alrededor.
La mesa de Amy Woodstein no era ni tan pulcra como la de Walton ni tan caótica como la de Schwartz, pero estaba desordenada como correspondía a una mujer que trabajaba ajustándose a sus muy particulares fechas límite: siempre corriendo para relevar a la niñera, o dejar o recoger a cualquiera de sus niños en la guardería. Amy utilizaba el panel divisorio para clavar en él no papeles, como Schwartz, ni viejas postales, como Walton, sino fotos de su familia. Sus hijos tenían el pelo rizado y mostraban amplias sonrisas. Aparecían casi siempre cubiertos de pintura.
Will regresó a su escritorio. Todavía no había encontrado la valentía necesaria para personalizarlo. En el tablero seguían pinchadas las notas de la empresa que encontró al llegar. Vio que la luz de su teléfono parpadeaba. Tenía un mensaje:
«Hola, cariño. Ya sé que es tarde, pero todavía no tengo sueño. Se me ha ocurrido una idea divertida, de modo que llámame cuando acabes. Es casi la una. No tardes».
Will se animó al instante. Hasta ese momento pensaba que lo único que lo aguardaba era entrar de puntillas en su apartamento y comer un triste cuenco de cereales antes de meterse en la cama. ¿Qué se le habría ocurrido a Beth?
La llamó.
– ¿Cómo es que sigues levantada?
– No lo sé. ¿Quizá porque es el primer asesinato del que se encarga mi marido? Puede que se deba a todo lo que está ocurriendo. Sea lo que sea, no puedo dormir. ¿Te apetece que nos tomemos unos bagels [1]?
– ¿Cómo? ¿Ahora?
– Sí. En la cafetería del Carnegie.
– ¿Ahora?
– Cogeré un taxi.
A Will, la idea del Carnegie le gustaba más incluso que su realidad. Una cafetería que nunca dormía, donde los comediantes más veteranos de Broadway y las chicas del coro recién llegadas se reunían para comer un último sándwich tras el espectáculo, mientras leían las primeras ediciones de los diarios de la mañana, buscaban entre sus páginas las noticias de sus últimos éxitos o fracasos, y les llenaban una y otra vez las tazas con humeante líquido negro, ¡le parecía que resumía la esencia de Nueva York! Le gustaba que las camareras parecieran hastiadas y que la gente se amontonara y tuviera que hacer cola. Aquello confirmaba lo que él sabía que solo era una fantasía de los turistas. De todas maneras, sospechaba que aquello se acababa: al fin y al cabo, llevaba cinco años viviendo en Estados Unidos. Aunque tampoco podía pretender considerarse un nativo.
Llegó antes que ella y consiguió una mesa tras un ruidoso grupo compuesto por parejas de mediana edad. Escuchó fragmentos de su conversación, los suficientes para deducir que no eran de Manhattan, sino que habían llegado de Jersey. Supuso que habrían asistido a alguna función de noche, probablemente a uno de los musicales de más éxito, y que en esos momentos completaban su experiencia de Nueva York con un tentempié de última hora.
Entonces la vio, pero se contuvo un segundo antes de saludarla con la mano. Se conocieron durante las últimas semanas de su estancia en Columbia, y se enamoró de ella hasta el tuétano. Su belleza seguía produciéndole palpitaciones. El negro cabello que enmarcaba su rostro de blanca piel y sus ojos verdes… Una sola mirada bastaba para no poder desengancharse de ellos. Eran como profundos y frescos lagos en los que solo deseaba zambullirse.
Se puso en pie para recibirla y percibió al instante su aroma. Empezaba en su pelo, con un olor a sol y a arándanos que podía provenir de algún champú, pero que, combinado con su piel, producía un perfume totalmente nuevo y exclusivo de ella. Su epicentro se hallaba justo detrás de su oreja. Will no tenía más que acercar allí la nariz para llenarse de Beth.
De todas maneras, era la boca lo que lo atraía en ese instante. Beth tenía unos labios generosos y bien dibujados. Will notó su carnosidad al besarlos. Sin previo aviso se abrieron, justo lo suficiente para que la lengua de Beth rozara los suyos. En voz baja, muy baja, para que nadie la oyera, dejó escapar un leve gemido de placer que excitó a Will al instante. Se le puso dura. Beth lo notó y soltó una exclamación de sorpresa y aprobación.
– Parece que te alegras de verme -dijo sentándose frente a él y quitándose el abrigo con un sugestivo contoneo. Entonces, vio que Will la examinaba-. ¿Estás haciéndome un repaso? -preguntó.
– Podría decirse que sí.
Beth sonrió traviesamente.
– ¿Qué vas a tomar? Yo había pensado en pastel de queso y chocolate caliente, aunque puede que un té sea mejor…
Will seguía admirando a su mujer, deleitándose con la manera en que el top se pegaba a sus pechos. Se preguntó si no sería mejor que se olvidaran del Carnegie y corrieran directamente a su grande y cálida cama.
– ¡Oye! -exclamó ella fingiendo indignación-. ¡De vez en cuando también me gusta que me mires a los ojos!
El sándwich de pastrami de Will, debidamente condimentado con mostaza, llegó justo cuando él le contaba el trato que le habían dispensado sus colegas más veteranos en la escena del crimen.
– … entonces, Carl como se llame…
– ¿El tipo de la tele?
– Sí, ese. Empezó a soltarle el rollo a la mujer policía en plan Raymond Chandler, ya sabes.
– ¿Algo como: «Mira, muñeca, no te quedes conmigo, que tengo un amigo abogado»?
– Exacto. Y yo, entretanto, no era más que el señor Don Novato, del caduco The New York Times.
– A juzgar por lo que he visto hace un momento, yo diría que no tan caduco -repuso Beth enarcando las cejas.
– ¿Puedo seguir?
– Lo siento. -Beth volvió a comer su pastel de queso, no picando trozos pequeños, como Will había visto que hacían la mayoría de las mujeres de Nueva York, sino a grandes bocados.
– En fin, como te decía, estaba claro que él se iba a llevar la información y que yo no; así que se me ocurrió que quizá sería buena idea que empezara a trabajarme algún contacto dentro de la policía.
– ¿Por ejemplo, beber con el capitán O'Rourke hasta que pierdas el conocimiento? La verdad es que no te veo. Además, no creo que te quedes mucho tiempo donde estás ahora. Carl como se llame seguirá cubriendo los atascos de tráfico en Staten Island, pero tú ya estarás ocupándote de algo más importante en… No sé, en París o en la Casa Blanca.
Will sonrió.
– Tu fe en mí resulta conmovedora.
– No bromeo, Will. Sé que puede parecerlo porque tengo la cara llena de pastel, pero lo digo en serio. Creo en ti. -Él le tomó la mano, y ella prosiguió-: ¿Sabes qué canción he oído hoy en el trabajo? Ha tenido gracia porque no suelen poner ese tipo de canciones en la radio, pero es muy bonita.
– ¿Cuál?
– Una canción de John Lennon. No recuerdo el título, pero hablaba de las cosas en las que cree la gente y decía: «No creo en Jesucristo, no creo en la Biblia, no creo en Buda» y cosas así, Hitler, Elvis, ya sabes. Y al final concluía: «No creo en los Beatles, solo creo en mí, en Yoko y en mí». Me dejó de piedra, justo en la sala de espera del hospital, porque… Bueno, pensarás que es una bobada, pero me parece que eso es exactamente en lo que yo creo.
– ¿En Yoko Ono?
– No. Will. No en Yoko Ono. Creo en nosotros, en ti y en mí. En eso sí creo.
El instinto de Will le decía que tenía que bromear en momentos como ese. Era demasiado británico para demostraciones abiertas de sentimentalismo. Además, tenía tan poca experiencia en expresar amor que difícilmente sabía qué hacer cuando se lo demostraban. Aun así, resistió la tentación de seguir bromeando o de cambiar de tema.
– Te quiero un montón, ya lo sabes.
– Lo sé.
Se quedaron en silencio, escuchando cómo el tenedor de Beth rozaba el plato.
– ¿Te ha ocurrido algo hoy en el trabajo que te haga estar tan… pensativa?
– Ya sabes a quién estoy tratando.
– ¿Al niño X? -bromeó Will.
Beth respetaba escrupulosamente las normas de confidencialidad entre médico y paciente, y solo en muy contadas excepciones, y siempre con la mayor discreción, hablaba de sus casos fuera del hospital. Él lo entendía y lo respetaba, pero eso le impedía apoyar a Beth en su trabajo en la misma medida que ella lo hacía con él. Solo una vez, cuando la política del hospital tomó un giro desagradable, Will llegó a familiarizarse con las distintas personalidades de la gente del centro y dio algún consejo a Beth sobre qué colegas debía conseguir como aliados y a cuáles debía evitar. En sus primeros meses de vida en común, él imaginaba que pasarían largas veladas discutiendo los casos más complicados y que ella le pediría su opinión acerca de algún paciente que se negaba a abrirse o sobre algún sueño imposible de interpretar. Se veía a sí mismo masajeando los hombros de su mujer mientras le brindaba humildemente la idea que por fin conseguiría hacer hablar al sujeto.
Sin embargo, Beth no era así. Por alguna razón parecía no necesitarlo tanto como Will a ella. Para él, algo no había ocurrido del todo hasta que no lo hablaba con ella; pero Beth funcionaba con sus propios criterios.
– Sí, al niño X. Ya sabes por qué lo estoy tratando, ¿no? Lo han acusado, y en realidad es claramente culpable, de diversos incendios intencionados, uno contra el colegio y otro contra la casa de un vecino. Llegó a quemar incluso los columpios de un parque.
»Llevo meses tratándolo y no me parece que haya mostrado el menor arrepentimiento, de modo que he tenido que volver al principio, para intentar que vea la diferencia básica entre lo que está mal y lo que está bien. Pero llega hoy y ¿a que no sabes qué ha hecho?
Beth había vuelto la cabeza y miraba hacia una mesa donde dos camareras tomaban un tentempié.
– ¿Te acuerdas de Marie, la recepcionista? El mes pasado perdió a su marido y está destrozada. Todos habíamos hablado de ello. De alguna manera el chico ha debido de enterarse, porque nunca adivinarías qué ha hecho hoy. Se ha presentado con una flor, una rosa preciosa con un tallo muy largo, y se la ha regalado a Marie. Es imposible que la haya cogido por ahí, de manera que tiene que haberla comprado. Pero aunque la hubiera sacado de por ahí, no importaría; se la ha entregado a Marie y le ha dicho: «Esto es para ti, para que recuerdes a tu marido».
»Marie se ha quedado anonadada, ha cogido la rosa, le ha dado las gracias con voz quebrada y se ha ido corriendo al cuarto de baño para llorar a moco tendido. Todos los que han visto lo que ha hecho el chico, las enfermeras y el resto del personal, se han emocionado. Entonces, yo he salido y me he encontrado con el panorama, y con ese chico que de repente parecía lo que realmente es, un niño pequeño que no sabe exactamente qué ha hecho. Y eso ha sido lo que me ha convencido de que es sincero, porque no parecía satisfecho de su acción, como alguien que lo hubiera calculado y dijera: "¡Eh, mirad lo que acabo de hacer!".
»Hasta ese momento, yo solo había visto a ese chico como un caso perdido. Ya sé, ya sé, yo antes que nadie debería ser la primera en no poner etiquetas. -Hizo un gesto dibujando unas comillas en el aire con los dedos mientras decía: "etiquetas", parodiando a la gente que hacía ese gesto-. Pero si soy sincera he de reconocer que para mí no era más que un gamberro desagradable que no me gustaba en absoluto. Y de repente va y tiene ese gesto tan auténtico. Ya sabes a qué me refiero, a un simple acto de bondad.
Beth calló, y Will no dijo nada por si ella quería añadir algo más. Al final fue Beth la que rompió el silencio.
– En fin, no sé -dijo en un tono que daba a entender que el asunto quedaba zanjado.
Charlaron un rato más de los acontecimientos del día, y Will se inclinó varias veces para besarla esperando en cada ocasión que ella repitiera su juego de antes con la lengua, pero Beth no lo complació. Cuando ella se estiraba, Will veía la curva de su espalda y el borde de la ropa interior entre la piel y los vaqueros. Le encantaba contemplar a Beth desnuda, pero verla en ropa interior lo ponía como una moto.
– La cuenta, por favor -pidió, impaciente por llevarla a casa.
Mientras salían, deslizó la mano por debajo de la camiseta y la bajó hacia el pantalón. Ella no se lo impidió. Lo que Will no sabía era que reviviría esa sensación en sus manos y en su cabeza un millar de veces antes de que la semana acabara.