Lunes, 3. 06 h, Manhattan
Señor Monroe -dijo Fitzwalter-, tengo buenas y malas noticias para usted. ¿Por cuál prefiere que empiece? Will alzó los ojos lentamente. Solo llevaba cuarenta minutos en aquella celda, pero le parecían cuarenta noches. Su padre le había dicho que se acogiera al primero de los derechos que le habían leído y que no dijera palabra. Cuando Fitzwalter se hubo convencido de que Will no iba a ceder y que el interrogatorio había llegado a su fin, lo encerró.
En esos momentos, la voz de su padre flotaba en su cabeza, tan audible como cuando había hecho la llamada: primero, adormecida; luego, sorprendida; a continuación, severa, y por último, decepcionada. Dado que Will había pasado su adolescencia a tres mil kilómetros de su padre, nunca había experimentado uno de los ritos propios de esa edad: el de tener que anunciarle que había metido la pata. «Papá, he abollado el coche» o «Papá, me han pillado fumando hierba». Aquellas eran frases que Will nunca había tenido que pronunciar, y tampoco había tenido que oír a su padre diciéndole: «Hijo, me has decepcionado». Por lo tanto, el hecho de haberlo escuchado, no las palabras, pero sí el tono, no era sino otra losa que añadir a su carga.
– Señor Monroe, ¿me está usted escuchando?
– ¿Cómo dice?
– Acabo de comunicarle las buenas noticias. ¿No quiere saber las malas?
– No. La verdad es que no.
– La mala noticia es que acabo de hablar por teléfono con el abogado de The New York Times y ¿sabe qué? Pues que asegura que no le han encargado ninguna tarea. De hecho, dice que está usted unos días de baja para descansar por orden del director en persona. Amigo, parece que se ha metido en un montón de problemas.
Will se cubrió los ojos con las manos. Qué error de principiante, dar una excusa que podía ser fácilmente desmentida. Su defensa legal había quedado comprometida. Había cometido la misma pifia que todos los culpables: cambiar su historia. En cuanto a su carrera en el periódico, probablemente había acabado. Lo suspenderían para que pudiera defenderse de aquellas graves acusaciones y después, discretamente, lo despedirían.
La puerta se cerró de golpe, y Will casi se sintió aliviado por hallarse en esa celda. Desde aquel fatídico viernes no había dejado de ir de un lado para otro, pasando febrilmente de un plan al siguiente. Había cruzado la ciudad en todas direcciones, de Brooklyn a Long Island, intentando pensar, concentrarse y actuar; incluso cuando había tenido la oportunidad de sentarse había deseado que el tren o el taxi fuera más deprisa, que lo llevara sin demora a su destino.
Sin embargo, en esos momentos no tenía nada que hacer ni ningún sitio al que ir. Los planes, romperse la cabeza, todo eso se había acabado. Sus carceleros ni siquiera le habían dejado lápiz y papel.
La pausa hizo que se diera cuenta de que llevaba días resistiendo, pero cada vez que aquella idea había aparecido en las últimas setenta y dos horas, él la había rechazado. Sin embargo, ya no le quedaban fuerzas para resistir.
Todo se desmoronaba. Esa era la conclusión a la que no quería enfrentarse, pero a la que resultaba imposible no hacerlo. Su esposa seguía cautiva y en manos de unos hombres de un fanatismo radical; a él iban a acusarlo de asesinato basándose en una serie de pruebas circunstanciales que no podía rebatir; y lo peor de todo era que había caído de lleno en la trampa.
Al fin y al cabo, ¿quién lo había enviado a esa dirección en plena noche? ¿Tenía que creer que haberse tropezado con un brutal asesinato nada más aparecer él era una coincidencia? ¿Y no era extraño que el asesino hubiera buscado refugio precisamente en una sinagoga de los hasidim?
¡Y toda aquella historia del fin del mundo! ¡Seguro que se la habían inventado! TC y él habían descubierto la trama, de modo que Freilich había salido con aquella estupidez de «Quien sea que esté detrás de todo esto, bla, bla, bla». La primera corazonada de Will era acertada: no había ningún «quien». Los hasidim habían descubierto la identidad de aquellos hombres justos y por alguna perversa razón los querían liquidar, pero él se había entrometido. Qué mejor modo de quitárselo de en medio que hacer que la policía lo detuviera. No tenía más remedio que admitirlo: había sido un golpe maestro.
Tenía gracia pensar que hacía apenas unos días el motor principal de su vida era su carrera profesional. En esos instantes, su carrera estaba hecha añicos. Primero, el director en persona lo había pillado cometiendo una falta grave; y después había perdido la consideración del hombre que más le importaba: su padre. Empezaba a verlo con claridad. Resultaba evidente que el haber crecido sin un padre pasaba factura. Lo había notado día tras día: en los partidos de cricket, cuando a los demás chicos sus padres los animaban desde las gradas; en los juegos en que participaban las familias… La gente había llegado a preguntarle si su padre había muerto.
Había pasado por todas las fases: por el enfado hacia él, por el rencor; incluso se había unido a su madre para odiarlo un poco más. Sin embargo, la realidad era que lo había echado de menos. Había echado de menos lo que los demás chicos recibían diariamente de sus padres: una mano en el hombro, que les despeinaran el cabello, los gestos de camaradería que denotaban una masculina aprobación.
Encerrado en aquella celda, libre de ambigüedades y matices, vio más claramente que nunca la razón que lo empujó a cruzar el Atlántico y le cambió la vida: había ido en busca de la aprobación paterna que no podía encontrar quedándose en Londres, una aprobación que tenía que conquistar yendo a Estados Unidos.
Y también lo había planeado: se presentaría como un brillante joven con prisa por triunfar, Will Monroe, la estrella de Oxford que causaría sensación en Nueva York. Había imaginado que llegaría un día en que, vestido con traje y corbata, se inclinaría sobre un micrófono situado demasiado bajo para un hombre de su estatura y daría las gracias a los jueces del premio Pulitzer por entregarle el premio a él. Se trataba de una imagen que aquella misma semana -dos veces en primera plana- parecía haber estado a su alcance. Sin embargo, ya no era más de un desecho: la mujer a la que amaba y el futuro con el que había soñado se habían desvanecido.
Pero mientras realizaba aquella especie de auditoría personal, no dejaba de notar una incómoda intrusión, la de un pensamiento que exigía salir a la superficie. Will lo había hundido en las profundidades con la esperanza de que se quedara allí. No obstante, volvía a la carga.
«¿Y si resulta que los hasidim tienen razón?»
¿Qué pasaría si, una vez asesinados los treinta y seis hombres justos, el mundo se venía abajo? Hasta el momento, las piezas de esa descabellada teoría habían encajado. El ministro Curtis había realizado un acto de inusitada bondad, lo mismo que Baxter, y ambos se habían mantenido en la sombra, tal como Mandelbaum había comentado. ¿Cabía la posibilidad de que aquellos datos fueran ciertos pero la idea en sí estuviera equivocada?
Esa noche había sido testigo, o casi, del asesinato de un hombre que bien podía haber sido un tzaddik, uno de los treinta y seis hombres justos. Si aquel hombre lo era, entonces sería una confirmación más de que los hasidim decían la verdad, o al menos parte de ella. También significaría que los asesinos de los lamad vav estaban acercándose a su objetivo. Miró la hora en su reloj. Según lo que TC le había dicho, el Yom Kippur finalizaría dentro de dieciséis horas. Les quedaba muy poco tiempo.
Debía averiguarlo: ¿era el hombre del edificio el tzaddik que los hasidim habían predicho? Por primera vez en bastantes horas, a Will se le ocurrió una idea.
Al cabo de un rato, la puerta de la celda se abrió, y Will se preparó para recibir a su padre; pero se trataba de Fitzwalter.
– Venga conmigo.
– ¿Adónde vamos?
– Ya lo verá.
Fue conducido abajo, a una habitación iluminada por brillantes fluorescentes. Había siete u ocho hombres en ella; al menos tres parecían estar colgados. A Will le pareció que varios de ellos eran indigentes. La puerta se cerró a su espalda.
– Bien, señores -dijo alguien a través de un altavoz-, ya pueden ocupar sus posiciones contra la pared.
Dos de ellos parecían saber exactamente lo que tenían que hacer y fueron hasta donde les decían. Se dieron la vuelta y miraron al frente. Fue entonces cuando Will vio las marcas en la pared que indicaban la altura. Era una rueda de reconocimiento.
Al otro lado del espejo, la señorita Pérez, del edificio de apartamentos de Greenstreet Mansions, miró a los individuos alineados ante ella.
– Ha sido una noche muy larga, señorita Pérez -dijo Fitzwalter-. Tómese el tiempo que quiera. Cuando esté lista me gustaría hacerle un par de preguntas.
– Estoy lista.
– Quiero que mire atentamente y me diga si ha visto antes a alguno de estos hombres y, de ser así, dónde lo ha visto. ¿Lo ha entendido?
– La respuesta es que no. No he visto a ninguno de estos hombres antes. El hombre que yo vi tenía unos ojos que no se olvidan.
– ¿Está usted totalmente segura, señorita Pérez?
– Completamente. Ese hombre tenía las manos alrededor del cuello del pobre señor Bitensky. Entonces me miró con esos terribles ojos.
– De acuerdo, señorita Pérez. No se altere. Jeannie, ¿puedes acompañar a la señorita Pérez a su casa? Gracias.
– De acuerdo, que pase el señor Abdulla.
Will pudo ahorrarse el temido encuentro con su padre. Veinte minutos después de la rueda de reconocimiento, Fitzwalter se presentó en su celda.
– Tengo más noticias buenas que malas. Para mí, las malas noticias son que hay dos testigos que aseguran que usted no es el hombre que vieron en el apartamento del señor Bitensky. Uno de ellos lo ha reconocido a usted en la rueda y lo sitúa fuera del edificio en el momento del crimen. Así pues, para usted la buena noticia es que voy a dejar que se vaya, por el momento.
Will tuvo que rellenar diversos impresos para que le devolvieran sus cosas. Cuando las tuvo, lo primero que hizo fue conectar el móvil. El aparato empezó a vibrar al instante; era un mensaje de voz de TC:
«Hola, ¿a que no lo adivinas? Tal como te avisé, estoy detenida por la policía. Me están interrogando sobre el asesinato del señor Pugachov. Según parece, lo mataron de un disparo a quemarropa. ¿Te lo puedes creer? ¡En mi apartamento! ¡Pobre hombre…! Me cuesta creer que todo esto se deba a… ¡Oh, lo siento, lo siento! Espera un momento. Está aquí Joel Brookstein. ¿Te acuerdas de él? Estaba en Columbia. El caso es que ha aceptado ser mi abogado y me está diciendo que cierre la boca. Llámame para decirme dónde te has metido y qué está pasando. No estoy segura de que me permitan conservar este teléfono. -Su voz se desvaneció, como si estuviera hablando con otra persona-. Ya voy. ¡Will, tengo que marcharme! Llámame cuando puedas. No nos queda mucho tiempo.»
Mientras escuchaba la voz de su amiga, cuyo tono le parecía que oscilaba entre el de TC y el de Tova Chaya, Will oyó un doble pitido: un mensaje de texto:
¡PABLO, ORDENA LAS CARTAS DE LOS NO CRISTIANOS! (I, 7, 29)
Con el ajetreo de las últimas horas, Will se había olvidado de su informador fantasma. A pesar de que sabía que desde un punto de vista racional resultaba imposible, en su mente seguía asociando los mensajes con Yosef Yitzhok. Aquel texto era la prueba definitiva: alguien más le había estado enviando los mensajes, pero ¿quién?
El significado de aquel último texto parecía indescifrable, pero las cuarenta y ocho horas que Will había pasado comunicándose con su informador le habían dado cierta idea de cómo funcionaba la mente de aquel sujeto.
«Así es como deben de hacerlo los especialistas en resolver crucigramas -pensó Will-: metiéndose en la mente de la persona que los hace.»
Y ese mensaje parecía realmente la clave de un crucigrama. Estaba claro que el significado literal carecía de importancia. Will sabía cómo funcionaban aquellas pistas: en un lado había instrucciones que se referían a la otra parte. Pero ¿quién era Pablo y por qué la solución incluía una palabra de veintinueve letras?
Decidió empezar por lo más fácil: ordenar las letras de «no Christian». Con la audacia de quien se sabe libre, cogió un lápiz del mostrador y empezó a escribir en el dorso del recibo que acababan de entregarle.
«On Ian Christ.» Aquello no tenía sentido. «Con this rain.» Tampoco.
Entonces lo vio claro y sonrió por primera vez desde hacía horas. ¡Qué bien que aquel mensaje le hubiera llegado justo cuando estaba solo, sin TC! Era el único campo que él dominaba más que ella.
Cogió el teléfono para llamar a su padre y darle la buena noticia de que lo habían puesto en libertad sin cargos y pedirle que de camino cogiera lo único que le hacía falta: una Biblia.