Domingo, 18.46 h, Brooklyn
A Will le habría gustado seguir interrogando a TC durante horas acerca de su vida y de los secretos que durante tanto tiempo había ocultado. Entre los judíos se daban muchos casos de gente que se hacía ortodoxa; se conocían como chozer b'tshuva, literalmente «el que vuelve al arrepentimiento». Ella, en cambio, había recorrido el camino contrario: chozer b'she'ela; ella había vuelto a la pregunta.
Sin embargo, por mucho que lo deseara no tenían tiempo para ese tipo de conversaciones. Debían ir a Crown Heights. Yosef Yitzhok había sido asesinado, aunque ninguno de los dos sabía por qué. El último mensaje que Will había recibido, el que lo había conducido a la estatua de Atlas en el Rockefeller Center, había sido enviado después de la muerte de Yosef, lo que demostraba que él no había sido la persona que lo había mantenido informado desde el primer momento. Y si eso era así, ¿por qué habían querido matarlo? Will estaba perplejo. Lo único que tenía claro era que las cosas se estaban poniendo cada vez más violentas. El rabino no había exagerado: el tiempo se acababa.
Igualmente apremiante resultaba la promesa de TC. Había dicho que todo se aclararía cuando fueran a Crown Heights.
No había querido decirle más, pero según ella la explicación estaba allí. Solo tenían que encontrarla.
– Voy a tener que utilizar tu baño, y también necesitaré tomar prestada alguna ropa de Beth.
– Desde luego -repuso Will intentando no reparar en el simbolismo de semejante petición.
Acompañó a TC hasta el vestidor de Beth y, armándose de valor, abrió las puertas correderas. Su nariz se llenó al instante con el perfume de su esposa. Le pareció que podía distinguir el olor de sus cabellos y de su piel. Aspiró profundamente.
TC sacó una sencilla blusa blanca, una que Beth reservaba para las reuniones más formales y que solía llevar con un traje chaqueta negro. Will vio que era de cuello cerrado. «Por respeto al Rebbe y a su comunidad pedimos que todas las mujeres y las jóvenes, ya vivan aquí o vengan de visita, hagan suyas en todo momento las leyes de la modestia…»
TC se volvió.
– ¿Beth no tiene ninguna falda larga?
Will lo pensó. Tenía un par de vestidos largos, incluido uno particularmente bonito que él le regaló para su primer aniversario juntos, pero eran todos vestidos de noche.
– Espera un momento. Deja que mire al fondo.
Se preguntó si Beth la habría tirado finalmente. Sabía que pensaba hacerlo. Era una falda larga de terciopelo oscuro de la que él se burlaba diciendo que con ella parecía una violonchelista solterona. Ella se defendía, aunque en el fondo estaba de acuerdo: la falda le daba el aspecto de una de esas severas damas que hay en todas las orquestas; pero le tenía cariño y no se había decidido a deshacerse de ella. Will se alegró.
– De acuerdo. Ahora tengo que quitarme esto -dijo TC dirigiéndose hacia el cuarto de baño mientras ladeaba la cabeza para quitarse los pendientes. Luego, se acercó al espejo y empezó la complicada maniobra de quitarse el piercing de la nariz. Por último, se miró el ombligo y también desenroscó el adorno que se lo perforaba. Cuando terminó, dejó todos esos pequeños objetos de metal cerca del lavabo-.Y ahora viene lo más duro -anunció metiendo la mano en el bolso y extrayendo una botella de un champú adecuado para lo que iba a hacer. Abrió el grifo, se envolvió en una toalla y, como si se dispusiera a enfrentarse a una tortura, se inclinó y metió la cabeza bajo el chorro.
Bajo la mirada de Will, TC se enjabonó y aclaró el pelo varias veces. Tuvo que frotar vigorosamente, pero sus esfuerzos no tardaron en dar resultado, y el agua de aclarado empezó a teñirse de un tono azulado. El tinte del cabello de TC se estaba disolviendo en un torbellino que desaparecía por el desagüe del lavabo.
Will estaba fascinado: no solo estaba desapareciendo el color de los cabellos de TC, sino toda una etapa de su vida. Al cabo de un momento salió para recoger algunas cosas. ¿Qué le había dicho el rabino? «Todo se resolverá dentro de unos días.» De eso ya hacía dos. ¿Y si por fin se estaba acercando a la verdad? ¿Cuál sería? ¿Cuál sería esa historia antigua en la que Beth se había visto metida? Una vez lo supiera, ¿podría regresar con Beth, volvería a estrecharla, sería aquella misma noche?
– Bueno, ¿qué te parece?
Will se dio la vuelta y se encontró frente a una mujer distinta. El cabello de TC se había vuelto castaño oscuro, y lo llevaba peinado y recogido en un moño al estilo de los años noventa. Se había puesto unos zapatos cómodos, la falda oscura y la blusa. Además, había tomado prestada una gruesa americana de Beth, una prenda que en otras circunstancias estaría de moda, pero que con aquel conjunto simplemente parecía práctica. Allí, de pie en el apartamento, había una mujer que habría podido pasar por cualquiera de las madres y esposas que él había visto en Crown Heights hacía un par de días. TC se había convertido en Tova Chaya Lieberman.
– Me alegro por los zapatos -dijo ella-. Gracias a Dios me van bien, y eso es lo que cuenta.
Will tardó unos instantes en comprender qué estaba haciendo TC. Estaba ensayando el acento cantarín de las mujeres hasidim de Nueva York. Le salía de forma tan natural que Will quedó convencido al instante.
– Caramba, hasta suenas distinta.
– Esa fue la música de mi infancia, Will -dijo TC de nuevo con el acento de TC, salvo por una nota de sabiduría que él nunca había advertido antes. Luego, preguntó-: Bueno, ¿y tú?
– ¿Yo?
– Sí, tú. Vamos a ir juntos. Tova Chaya no puede entrar con un shaygets cualquiera. Tú también debes dar la talla. Vamos, traje negro, camisa blanca, ya sabes de qué va.
Will obedeció y se puso el traje más normal que tenía; descartó uno a rayas y una camisa con el logotipo de Ralph Lauren en la pechera. Tenía que ser anodino, muy anodino.
Luego, se miró en el espejo confiando en que su transformación resultara tan convincente como la de TC, pero el rostro lo delataba. Sin duda podía pasar por norteamericano, pero ¿por judío? No. Tenía la tez y la estructura ósea de un anglosajón cuyas raíces se hundían en cualquier aldea de Gran Bretaña antes que en las estepas de Rusia. A pesar de todo, no tenía por qué ser un problema. ¿Acaso no vio facciones asiáticas o del norte de Europa aquel viernes por la noche? Se haría pasar por un converso. Solo necesitaba una cosa más.
– Pero, dime, TC, ¿de dónde voy a sacar una kipá a estas horas?
– Ya he pensado en eso. -Haciendo un gesto grandilocuente, TC le mostró una pieza redonda de tela-. Se la pedí prestada a tu amigo Sandy cuando nos encontramos en el parque.
– ¿Prestada?
– Bueno, sé que siempre llevan alguna de repuesto, y dio la casualidad de que yo estaba mirando en sus bolsillos. Te la voy a poner.
Como si de una ceremonia se tratara, TC se puso de puntillas y le colocó la kipá en la coronilla. A continuación fue al baño y regresó con un imperdible.
– Ya está -dijo tras sujetársela-. Rabino William Monroe, es un placer conocerlo.
Una vez en el taxi, Will empezó a agitarse por la emoción y también por los nervios. Nunca había llevado a cabo ninguna misión encubierta, y eso es a lo que se disponía precisamente. Se había disfrazado para hacerse pasar por otra persona, y ya no llevaba su coraza protectora: sus pantalones caqui, su camisa azul y su libreta de notas. Se sentía desnudo.
En un intento de tranquilizarse, cogió su móvil, un recuerdo de su verdadera vida, y vio que tenía otro mensaje del mismo desconocido remitente al que, en su momento, había confundido con Yosef Yitzhok:
SOLO HOMBRES SOMOS, Y EN NÚMERO ESCASO
DESCRIPTIBLES EN DÍGITOS DE DOS;
NOS DIVIDIMOS SI ESTOS MULTIPLICAMOS,
SI PERECEMOS, ENTONCES TODO LO DEMÁS DEBE MORIR.
Will no tenía ni idea de qué podía significar, pero en esos momentos carecía de importancia. Según TC, todo tendría su explicación. La fuerza de la costumbre hizo que a continuación comprobara su Blackberry. La luz roja parpadeaba. Una alerta de noticias de The Guardian. La nostalgia lo había llevado a suscribirse al diario que leía en Inglaterra. Normalmente solía borrar aquellos mensajes porque ya tenía suficiente con mantenerse al día de las noticias en Nueva York; sin embargo, aquel aviso lo intrigó y lo abrió.
EL ROBÍN HOOD DE DOWNING STREET
El escándalo más reciente de la política británica ha tomado un giro inesperado.
Gavin Curtis, el ex ministro de Economía, de quien la policía sospecha que se suicidó la semana pasada, parece destinado, de la noche a la mañana, a dejar de ser un personaje odiado y caído en desgracia para convertirse en un héroe nacional.
Los funcionarios del Tesoro que inicialmente desvelaron que el señor Curtis había desviado considerables sumas del presupuesto nacional a una cuenta particular de un banco suizo han revelado esta mañana dónde ha acabado realmente ese dinero: en las manos de la gente más pobre del mundo.
Instantáneamente aclamado por la prensa sensacionalista, parece que el señor Curtis pasó la mayor parte del tiempo que estuvo al frente de las finanzas del país robando a los ricos para dárselo a los pobres.
«Durante el mandato del señor Curtis, las subvenciones estatales se duplicaron, incluso se triplicaron -afirmó Rebecca Morris, portavoz de Action and Hunger, una destacada ONG-. Nosotros creíamos que era simplemente la política del gobierno.»
Pero no se trataba de eso, sino que la generosidad hacia los que luchan contra el hambre, la pobreza y el sida fue una decisión personal del señor Curtis, que hizo posible sacando sumas de cuentas inactivas que llevaban años sin ser utilizadas ni reclamadas por nadie, y después ocultando esas transacciones en el complicado laberinto de los datos del Tesoro.
Algunos observadores especulan que el ministro pudo incluso haber llegado más lejos en los últimos meses, ya que parece que desvió hacia subsidios fondos destinados a los exportadores de armas. «Ellos se llevaron menos para que los que mueren de hambre en África y en el océano Indico puedan tener más», explicó anoche un colaborador del ministerio. Algunos informes señalan que este movimiento fue el que dejó al descubierto al ministro.
«Sin duda conocía los riesgos que corría -declaró la señorita Morris a este diario-, pero estaba dispuesto a afrontarlos para que los desfavorecidos tuvieran más oportunidades. Podría decirle cuántas vidas Gavin Curtis ha salvado. Algunos dirán que se trata de un escándalo, pero yo creo que ha sido el acto de un hombre verdaderamente justo.»