Sábado, 21.50 h, Manhattan
Había una larga hilera de ascensores, puede que diez, y ni una sola alma que quisiera subir. Seguramente todas las grandes oficinas se parecían a aquella durante los fines de semana; seguían funcionando, seguían teniendo sus guardias de seguridad en la entrada, pero no eran más que versiones reducidas de sí mismas en días laborables.
El vestíbulo de The New York Times estaba particularmente desierto. Cualquier lunes a las diez de la mañana habría estado abarrotado, mientras los directores de distribución se mezclaban con los diseñadores gráficos en los ascensores, la mitad de ellos llevando su taza de café. Pero en esos momentos el lugar estaba desierto y en silencio, y solo un esporádico «ping» avisaba de que un ascensor había subido algunos pisos y vuelto a bajar hasta la planta baja.
Will saludó con un gesto de cabeza al vigilante que estaba de guardia, que se limitó a devolverle la mirada. El hombre miraba un partido en un monitor que Will supuso que debería estar sintonizado con el circuito cerrado de cámaras de seguridad. Will se guardó su tarjeta y se dirigió hacia la sala de redacción.
Se alegraba de estar allí. Hacía poco que trabajaba para el periódico, pero ya se sentía a gusto en su mesa de trabajo. Además, no podía ni pensar en regresar a casa. El solo hecho de imaginarse cerrando la puerta y topándose con el silencio hacía que se estremeciera. Las fotos de las paredes, la ropa de Beth en los armarios, su perfume en el cuarto de baño… Le daba miedo solo pensar en ello.
Por otra parte, ¿no era eso lo que Yosef Yitzhok le había dicho que hiciera antes de que empezara a comunicarse mediante mensajes de texto? «Fíjese en su trabajo.» Y mediante Proverbios 10 había sido aún más concreto.
Will aceleró el paso cuando entró en la sala de redacción evitando deliberadamente cruzar la mirada con cualquiera que lo estuviera observando. A esas horas de la noche, principalmente era personal del departamento de producción, ninguno de los cuales era amigo suyo. Will desconectó su visión periférica y se concentró en alcanzar su mesa.
Al acercarse y distinguir algo por encima de la mampara divisoria, su corazón se desbocó: le habían dejado una caja en su asiento. ¿Podía ser eso lo que Yosef le había dicho? ¿Había pretendido ser literal?: «Vaya a su oficina. Le espera allí». ¿Sería esa la caja que contenía todas las respuestas?
Will sabía que aquello no eran más que fantasías, pero no pudo evitarlo. Corrió los últimos dos metros, cogió la caja y la sopesó mientras la abría sin contemplaciones. Era mucho más ligera de lo que su tamaño hacía prever y también más difícil de abrir. Al final, las dos tapas superiores se abrieron. Will metió la mano y notó algo blando y carnoso, como una fruta. ¿Qué demonios era aquello? Hundió la mano aún más. Estaba húmedo. Deslizó los dedos por una especie de abertura y tiró hacia fuera el objeto entero.
Era una calabaza de Halloween vacía. Acaba de meterle los dedos por los ojos.
Llevaba una tarjeta pegada.
La compañía Good Relations lo invita a una velada especial…
¡Aquello era cosa de algún imbécil de relaciones públicas! Las invitaciones promocionales para los espectáculos que tenían lugar en Nueva York se estaban volviendo cada vez más frecuentes y absurdas. Llegaba un paquete con gran gasto a través de FedEx y resultaba que contenía una pequeña llave cromada que al final no era más que la entrada para el acto de lanzamiento del último modelo de móvil de Ericsson. El puritano inglés que había en Will reprobaba ese tipo de derroches. Cogió la calabaza y la lanzó al otro lado de la sala. El fruto se estrelló y se abrió contra la mesa de Schwarz. «Ni se dará cuenta», pensó Will.
Echó una ojeada al resto del correo: circulares y comunicados de prensa. Algunos parecían recientes: una invitación para una fiesta en el consulado británico de Nueva York; el folleto de la convención de cierta congregación evangélica, la Iglesia de Jesús Renacido; una hoja informativa sobre el seguro sanitario del periódico. Sus papeles estaban tal como los había dejado el lunes, el último día que había estado en la oficina.
De eso hacía apenas una semana, pero le parecía toda una vida, como si perteneciera a un feliz tiempo pasado, un tiempo anterior al secuestro. ¡Qué afortunado había sido al salir de Nueva York para dejarse caer en las tierras de Montana sin otra preocupación en su mente que los caprichos de la sección de Nacional! Desde luego no le había hecho ninguna gracia, e incluso había sido lo bastante idiota para preocuparse por su papel en la noticia de las inundaciones. ¡Como si algo de todo aquello tuviera importancia! Una de las canciones favoritas de Beth acudió a su memoria: «You don't know what you've got till it's gone…».Al cabo de unos segundos ya no oía la voz de Joni Mitchell, sino la de Beth. A ella le encantaba cantar, y a él escucharla. Una vieja guitarra acumulaba el polvo en un rincón del salón, un recuerdo de sus días de estudiantes, cuando ella solía cantar para sí viejas canciones de amor y desamor. Últimamente lo hacía cada vez menos, y él tenía que animarla; pero cuando lo hacía, su corazón se elevaba.
Will notó que los ojos le escocían. Tenía ganas de llorar, de rendirse a los recuerdos de su mujer, que lo habían cogido desprevenido. Tenía ganas de dejarse caer en su silla, apoyar la cabeza en los brazos para prolongar la memoria, para aferrarse a ella igual que lo haría un niño que deseara atrapar una burbuja de jabón y evitar que estallara.
Pero, en lugar de eso, buscó la libreta de notas que había dejado allí cinco días atrás, la que había utilizado para anotar los datos de su reportaje de Brownsville y cuyas páginas estaban llenas por ambas caras.
No estaba bajo el montón de los comunicados de prensa ni tampoco bajo las revistas o los diarios que ya había empezado a acumular mientras esperaban a ser recortados y archivados, tarea que le gustaba pero que nunca llegaba a realizar. Miró en los cajones, donde había dejado unas cuantas tarjetas de visita, pilas y una vieja grabadora por si el mini-disc se estropeaba. Allí tampoco estaba. Volvió a mirar en la mesa, en el suelo y después revisó de nuevo sus papeles.
Miró también alrededor, y sus ojos se entretuvieron en una foto del hijo de Amy Woodstein, donde aparecía luchando en broma con su madre, empujándola a un lado. Ambos sonreían, y Amy mostraba una expresión de relajada alegría que nunca -ni ella ni nadie- mostraba en la redacción. De repente, oyó de nuevo sus palabras: «Mi consejo es que, si tienes a Terry cerca, cierres bajo llave tus cuadernos de notas y hables en voz baja cuando utilices el teléfono».
Se dio la vuelta lentamente. Tan ordenada como de costumbre, en la mesa de Walton no parecía que hubiera un papel de más: solo una libreta.
Will se acercó lentamente, mirando a un lado y a otro para asegurarse de que no hubiera nadie por los alrededores. Recorrió la mesa con las manos, como si pretendiera confirmar mediante el tacto que realmente estaba tan limpio y despejado como parecía. No encontró nada. Levantó la libreta para ver sí su colega había deslizado otra debajo. Tampoco.
Su mano se dirigió hacia el cajón de la mesa. Sin dejar de mirar a un lado y a otro, tiró de él. Estaba cerrado.
Se sentó en la silla de Walton, dispuesto a buscar la llave. Estaba seguro de que se hallaba en alguna parte. Nadie la llevaría en el llavero, ¿no? Deslizó los dedos bajo la mesa esperando encontrarla sujeta con cinta adhesiva. Nada.
Se recostó en la silla. ¿Dónde podía estar? Encima de la mesa solo había la libreta y unos cuantos recordatorios de los días de gloria de Walton como corresponsal extranjero: un busto de Lenin y, lo más raro de todo, una esfera de cristal donde no aparecían niños en trineo sino un paternal Sadam Husein que abría los brazos hacia una niña y un niño que corrían hacia él. El típico recuerdo kitsch del partido Baaz que Walton conservaba del tiempo en que había cubierto la primera guerra del Golfo. Will lo cogió para darle un meneo, para ver cómo la nieve caía sobre el gran tirano iraquí. Entonces la vio, junto a los primeros copos, pegada a la base de la esfera: una pequeña llave cromada.
– Buenas noches, William.
Will notó que sus músculos se contraían. Lo habían descubierto. Dio la vuelta en la silla.
El hombre que estaba de pie en la penumbra apenas era visible, pero Will reconoció el perfil antes de distinguir sus facciones. Era Townsend McDougal, el director ejecutivo de The New York Times.
– Ah, hola. Buenas noches. -Will se dio cuenta de que su voz delataba nervios, fatiga y miedo.
– He oído hablar del entusiasmo y la dedicación al trabajo, pero esto de pasar el sábado por la noche esforzándose no solo en la mesa propia sino también en la de un colega va más allá de la simple llamada del deber.
– Ah, sí. Lo siento, estaba… Estaba buscando una cosa. Creo que debo de haber dejado mi libreta de notas en alguna parte de por aquí. En la mesa de Terry, me refiero.
McDougal hizo un exagerado ademán de estirar el cuello y asomarse al escritorio, como si buscar fuera una ardua tarea, cuando en realidad se veía limpio y despejado.
– No parece que esté ahí, ¿verdad, William?
– No, señor. No lo parece. -Will se sintió molesto por lo de «señor» y también se dio cuenta de que estaba tan echado hacia atrás en la silla de Walton que corría el riesgo de caer de espaldas, igual que alguien a quien apuntaran con una pistola.
– No le vimos por la oficina ayer, William. Harden se preguntaba si había sido usted secuestrado.
Will notó que un febril escalofrío le recorría la nuca, como si estuviera enfrentándose a una terrible gripe. ¡Se sentía tan cansado!
– No. Es que he estado trabajando en algo, en un reportaje.
– ¿Qué clase de reportaje, William? ¿Tiene un nuevo y desconocido héroe para nosotros? ¿Otro diamante en bruto como su bondadoso traficante de crack, otro caritativo fanático de las armas?
A Will se le ocurrió una idea aterradora: o bien el editor jefe se estaba burlando de él o, lo que era peor, manifestaba un claro escepticismo. El periódico ya se había visto otras veces en serios apuros por culpa de jóvenes profesionales que, más que escribir historias reales, lo que habían hecho era inventárselas; historias que The New York Times se había tragado y publicado en primera página. La gente aún seguía hablando del escándalo de Jayson Blair, que provocó la caída de uno de los predecesores de McDougal.
Will se dio cuenta de su aspecto: despeinado y sin afeitar.
Y, por si eso fuera poco, estaba en la sala de redacción, en pleno sábado por la noche, sentado a la mesa de un compañero.
– No es lo que usted piensa, señor -se oyó decir con voz fatigada. Tenía la boca seca-. Solo pretendía comprobar algunos aspectos del reportaje de Brownsville. Estaba buscando mi libreta de notas y pensé que quizá Walton…
– ¿Y por qué iba a querer Walton su libreta, William? Tenga cuidado y no haga caso a todo lo que se dice en la redacción. Recuerde que los periodistas no siempre dicen la verdad.
Ahí estaba otra vez, una nueva indirecta hacia Will y sus reportajes. ¿Acaso estaba acusándolo con sus suaves modales de Nueva Inglaterra de haberse inventado las historias de Baxter y Macrae? Su postura tiesa era un rasgo propio de la aristocracia de Massachusetts, pero la fija expresión de sus ojos correspondía con la cara de póquer de un consumado político.
– No. No creo nada en particular. Solo pretendo revisar mis notas.
– ¿Hay algo en ese reportaje de lo que no esté seguro. William?
«¡Maldición!», se dijo Will.
– No. Al contrario, me estaba preguntando si no habría algo más en esa historia, algo que se me escapó en un primer momento.
– Ah, eso no me extrañaría.
Otra pulla.
– Debe usted tener mucho cuidado, William. Mucho cuidado. El periodismo puede ser un asunto peligroso. No hay nada más importante que una historia. Eso es lo que siempre decimos. Y suele ser cierto, pero no del todo. Siempre hay algo mucho más importante que las historias, William. ¿Sabe usted qué es?
– No, señor. -Se sentía como si hubiera regresado al despacho del director del colegio.
– Su vida, William. Eso es de lo que debe preocuparse. Recuerde mis palabras. Tenga mucho cuidado. -Townsend hizo una larga pausa antes de volver a hablar-: Le diré a Harden que está descansando.
Dicho aquello, el editor jefe se retiró en la semioscuridad y se dirigió hacia la sección de Nacional. Will se derrumbó en la silla de Walton y dejó escapar un sonoro suspiro. McDougal opinaba de él que era un colgado que estaba a punto de perder el control y de arrastrar al periódico en su caída.
Y encima lo mandaba a descansar. Sonaba como el clásico eufemismo de empresa para indicar una suspensión mientras investigaban la veracidad de los reportajes sobre Baxter y Macrae. ¿Por eso su libreta no aparecía por ninguna parte? ¿La habría cogido Townsend como prueba?
Los dedos de Will seguían rodeando la bola de cristal, que estaba empañada por el sudor de su mano. La había estado sujetando con fuerza durante la conversación con Townsend. Seguro que su aspecto había sido inmejorable: despeinado, con los ojos desorbitados y la mano convertida en un puño. Cuando soltó la bola, volvió a ver la llave que sin duda abría el cajón de la mesa de Walton. Era consciente de la locura que suponía intentarlo tras haber recibido una advertencia en toda regla por parte del editor más importante del periodismo norteamericano, pero no le quedaba otra opción. Su mujer seguía secuestrada, y seguramente aquella libreta contenía el secreto para que la soltaran.
Will miró a derecha e izquierda nuevamente para asegurarse de que no había nadie cerca y dio una vuelta completa para que Townsend no pudiera sorprenderlo por la espalda. Luego, con un único y fluido movimiento, desprendió la llave, se agachó y la metió en la cerradura. Giró sin esfuerzo.
Dentro había varias carpetas de color beis pulcramente ordenadas. Entre ellas, apenas disimulado, se veía el espiral metálico de la típica libreta de notas. Will la sacó y vio la palabra garabateada en la gruesa cubierta: BROWNSVILLE.
¡Demonios! Woodstein no había mentido: Walton le había robado sus notas. Solo Dios sabía por qué. La historia ya se había publicado, de modo que no estaba en juego ninguna exclusiva. ¿De qué podía servirle? Will apartó aquella pregunta de su mente. Por el momento ya tenía bastantes rompecabezas por resolver para tener que añadir el extraño arranque de cleptomanía periodística de su colega.
Will hubiera querido revisar su libreta allí mismo, pero sabía que antes debía cerrar el cajón con llave, dejar esta en su lugar y volver a su mesa, todo sin que nadie lo viera. Contra qué se estaba protegiendo era algo que no sabía. En cualquier caso, el daño estaba hecho desde el momento en que el editor jefe lo había sorprendido.
A pesar de todo, se aseguró de volver a su puesto y trazar un plan de acción antes de abrir la libreta. Primero haría una busca rápida a ver si encontraba cualquier cosa fuera de lo normal, una nota que hubiera deslizado entre las páginas y que se le hubiera pasado por alto o un mensaje escrito por una mano distinta a la suya. Cabía la posibilidad de que Yosef, de algún modo misterioso que no alcanzaba a definir, le hubiera dejado algún mensaje entre aquellas páginas. «Fíjese en su trabajo.»
Will hojeó las páginas en busca de cualquier cosa inusual, pero no vio nada, solo sus garabatos. La redacción estaba tan silenciosa -hasta el televisor que siempre estaba sintonizado en la CNN estaba en silencio- que oía el susurro al pasar las hojas. Casi podía oír sus pensamientos.
Por un breve instante su interés se centró en unas pocas líneas que destacaban por haber sido escritas por otra persona; sin embargo, se trataba solo de los detalles de Rosa, la mujer que había encontrado el cuerpo de Macrae, y que ella misma había anotado. Will se acordó entonces de que le había prometido enviarle un ejemplar del periódico con la historia si esta llegaba a publicarse. No encontró ningún misterioso número de teléfono ni ningún mensaje disimulado, aunque difícilmente podría haber habido alguno si la libreta llevaba guardada en el cajón de Walton desde quién sabía cuándo.
Lo que iba a tener que hacer era fijarse en la pista que sabía que aquella libreta contenía, lo que lo había hecho volver a la redacción. Allí estaba, en una de las últimas páginas, subrayada y rodeada de asteriscos: la cita que había rematado el reportaje, la cita de Letitia, la devota esposa que había pensado en dedicarse a la prostitución antes que permitir que su marido se pudriera en la cárcel. «Puede que el hombre que asesinaron anoche hubiera pecado todos y cada uno de los días de su vida, pero para mí era la persona más justa que jamás he conocido.»
Al instante, Will regresó mentalmente a Montana, cuando habló por teléfono con Beth. Pensó que había sido su última conversación con ella antes de que la raptaran, y que él le había contado el día que había pasado haciendo el reportaje sobre la vida y muerte de Pat Baxter. Will casi pudo oír su propia voz hablando animadamente, antes de caer en la cuenta de que Beth se hallaba a miles de kilómetros de distancia.
«¿Y sabes qué fue lo más extraño, lo que me llamó la atención al instante porque es una expresión que pocos usan? Pues que la mujer que operó a Baxter dijo lo mismo que aquella tal Letitia, incluso la misma frase: "La persona más justa, el acto más justo". ¿No te parece curioso?»
Will no había seguido con ello porque enseguida se dio cuenta de que Beth no lo escuchaba, que estaba preocupada por el asunto que tendría que haberlo preocupado a él también: su incapacidad para tener hijos. Notó que su boca se secaba ante la idea de que Beth pudiera morir sin haber conocido la maternidad.
Apartó aquel pensamiento y miró fijamente su propia escritura en la hoja: «El hombre más justo que he conocido».
Cuando escribió la historia de Baxter llegó a considerar la posibilidad de resaltar aquella coincidencia, pero lo descartó enseguida porque habría parecido que se daba importancia al destacar la similitud de dos historias cuyo único común denominador era la firma que llevaban. Baxter y Macrae habían vivido en extremos opuestos del país y sus muertes no podían estar relacionadas. Establecer una conexión entre dos asesinatos solo habría tenido sentido, desde un punto de vista periodístico, si ambos sucesos hubieran sido muy conocidos, y el público hubiera tenido presentes sus respectivos detalles. Aquel no era el caso, de modo que Will lo dejó correr. No había vuelto a pensar en ello hasta esa noche, mientras se hallaba junto a TC, sentados ambos al lado del mendigo en McDonalds. En la mayoría de los proverbios que había leído había la misma palabra, una palabra que se repetía demasiado a menudo para que se tratara de una simple coincidencia: «justo».
Aun así, era imposible que los dos asesinatos estuvieran relacionados. Los proxenetas negros de Nueva York y los radicales de extrema derecha de Montana no pertenecían a los mismos círculos ni tenían los mismos enemigos. Al contrario, vivían y morían en mundos opuestos.
A pesar de todo, había algo extrañamente parecido en aquellas dos curiosas historias. Ambas se referían a personas que, si bien en un primer momento habrían podido parecer sospechosas, al final habían hecho el bien; es más, un bien notable, un bien justo. Y las dos habían sido asesinadas sin que se hubieran efectuado detenciones.
Will hizo girar la silla y se situó frente a la pantalla del ordenador. Entró en la página de The New York Times y localizó su reportaje sobre Macrae. Decidió releerlo con ojos de forense y ver si había algo en lo que fijarse.
… Fuentes de la policía han hablado de una brutal agresión con arma blanca y de múltiples heridas de cuchillo en el abdomen. Los habitantes de la zona comentan que este tipo de muerte concuerda con las prácticas de las bandas. Como dijo un vecino: «Los cuchillos son las nuevas pistolas».
La forma de matar había sido completamente distinta en cada caso. Baxter había muerto por disparos; Macrae, apuñalado. Will abrió una nueva ventana en la pantalla para acceder al reportaje sobre Baxter y pasó el texto en busca de los párrafos con los datos forenses, la hora y las causas de la muerte. Al final dio con la parte que estaba buscando.
Al principio, los camaradas de milicia de Baxter sospecharon que tras el asesinato se ocultaba un macabro intento de robo de órganos. Ignorantes de su anterior gesto filantrópico, creyeron que Baxter había perdido el riñón la noche de su muerte; además, para añadir verosimilitud a dicha teoría, el cadáver presentaba señales, en forma de marca de aguja, de haber recibido anestesia.
Will siguió leyendo, buscando más, como si fuera la primera vez que leía el reportaje, y maldijo al que lo había escrito por no decir nada más de la misteriosa inyección. El asunto había quedado en el aire.
Metió la mano en su bolsa para coger su libreta de notas de ese momento, la que había llevado a Seattle, y pasó las hojas hasta que encontró la entrevista que hizo a Genevieve Huntley, la cirujana que había extirpado el riñón de Baxter. Rememoró la conversación que mantuvieron, sentados en el asiento delantero de su coche de alquiler; él la dejó hablar, temeroso de interrumpirla. Según las notas que tenía delante, no le preguntó siquiera por la reciente marca de aguja en el cuerpo de Baxter. Al recordarlo comprendió por qué: tan pronto como la doctora le contó la historia de la donación de Baxter, él descartó lo demás. La historia había pasado de ser un macabro caso de robo de órganos a convertirse en el acto de generosidad de un hombre justo. Además, Huntley le había dicho que no se había sometido a más cirugía, de modo que la idea de una inyección reciente no encajaba.
No obstante, retrocedió unas cuantas páginas para revisar su entrevista con Allan Russell, el forense que había estudiado en Oxford. Su veredicto sobre la marca de aguja había sido que eran «hechos simultáneos». Resultaba extraño pero estaba claro: los asesinos de Baxter lo habían anestesiado primero.
Volvió al reportaje de Macrae. Allí no se mencionaba inyección alguna, solo un brutal apuñalamiento. Se recostó en su asiento. Otra corazonada que se evaporaba. Había creído que podría demostrar que ambas muertes estaban relacionadas de alguna manera; no solo por la extraña coincidencia de la palabra «justo», sino por algo físico, un nexo que pudiera indicar un patrón. Pero no estaba allí. Al final, ¿qué tenía? Solo la muerte de dos hombres cuyo denominador común era que habían sido dos buenas personas. No había más. En uno de los casos, el de Baxter, se había producido un extraño acontecimiento: que Baxter había sido anestesiado antes de ser asesinado, lo cual no se daba en el caso de Macrae.
Mejor dicho. Will ignoraba si era cierto o no; la policía no lo había mencionado, y él tampoco lo había preguntado. No había visto el cuerpo de Macrae ni había hablado con el forense. La historia no parecía requerirlo. Pero si él no lo había preguntado, quería decir que nadie más lo había hecho. Al fin y al cabo, la historia de Macrae tampoco era tan importante. Aparte de los breves del día del suceso, casi ningún diario la había tratado con detenimiento, al menos hasta que su artículo apareció en The New York Times, claro.
Sacó rápidamente el móvil y abrió la agenda. Solo conocía a una persona que podría ayudarlo: pulsó la letra «J» de Jay Newell.