Martes, 10. 21 h, estado de Washington
Como os he mostrado, Jesucristo es la luz y el camino. Hoy hemos asistido a un milagro…» Las emisoras de radio cristianas junto con las de música country eran de las pocas cosas con las que siempre se podía contar. Hasta en los rincones más alejados, donde no había apenas emisoras, uno podía beneficiarse de la palabra del Señor radiada a través de las ondas. Los puertos de montaña del estado de Washington no eran una excepción.
Se dio cuenta de que se estaba acercando al lugar de la inundación. Las carreteras empezaban a llenarse de coches, y no tardó en divisar las destellantes luces de los equipos de emergencia. Enseguida vio algo tranquilizador: diversas furgonetas blancas de las emisoras de televisión locales, la confirmación de que había llegado al lugar de la noticia.
Se unió a un fotógrafo que parecía saber lo que se hacía, entre otras cosas porque llevaba el equipo adecuado; no solo la clásica cazadora de piloto con los bolsillos necesarios para guardar todas las pertenencias de una pequeña familia, sino también botas de goma por encima de la rodilla, pantalón impermeable, calcetines térmicos y unos guantes que parecían diseñados por la NASA.
Will se metió en el agua tras él y notó el frío que subía por sus perneras. No tardaron en subir a una lancha de la policía e ir de casa sumergida en casa sumergida. Vio a una mujer a la que rescataban y que se aferraba a lo único de valor que tenía en su hogar: su gato. Otro hombre estaba de pie, sollozando ante la entrada de su comercio, viendo cómo el agua se llevaba el trabajo de toda una vida.
Tras unas horas, Will, empapado, volvió a su vehículo y se inclinó sobre el teclado.
«La gente del noroeste está acostumbrada a los cambios de humor de la madre naturaleza, pero el último los ha dejado anonadados», escribió, y acto seguido detalló algunos de los casos más desgraciados. Añadió unas cuantas frases citadas por las autoridades y una última línea, a modo de conclusión, con un comentario, realizado por el propietario de la tienda que había perdido su comercio, sobre lo impredecible del clima.
De vuelta a la habitación de su hotel, llamó a Beth, que le dijo que ya se había acostado. Ella le contó rápidamente cómo le había ido el día, y él le explicó con todo detalle su rápido viaje a la zona de las inundaciones. Ambos estaban demasiado cansados para reanudar la conversación que habían dejado sin terminar.
Luego encendió el televisor y sintonizó las noticias locales. Aparecieron imágenes de las inundaciones en Snohomish, y Will reconoció algunos de los rostros mientras se apiadaba del reportero que se encargaba de retransmitir en directo: eso significaba que seguía allí.
«Y tras unos mensajes publicitarios, más información sobre el asesinato de Pat Baxter.»
Will volvió a su ordenador; escuchaba solo a medias las palabras que salían del televisor.
«La víctima, de cincuenta y cinco años, fue hallada muerta en su cabaña, sola… La policía sospecha de un intento frustrado de robo… Se encontraron muchos desperfectos, pero no faltaba nada… Baxter llevaba años siendo vigilado… Durante un tiempo fue considerado el sospechoso principal en el caso Unabomber… No se le conocen parientes cercanos ni familia…»
Will se giró. Una palabra había captado su atención. Tecleó «Unabomber» en Google y refrescó su memoria acerca del extraño caso que había tenido en jaque al FBI durante dos décadas. Alguien envió bombas por correo a distintas direcciones de empresas de la costa Este dejando un rastro de oscuras pistas. Al final, el responsable emitió un manifiesto, un texto casi académico que parecía obra de un lunático solitario que sentía una profunda desconfianza hacia la tecnología. También parecía aborrecer al gobierno. En la página web de The Seattle Times encontró un artículo recién publicado.
Ese sentimiento puso a Unabomber en sintonía con todo un movimiento que se produjo en 1990, movimiento en el que había participado activamente el difunto Pat Baxter. Fue la época de las milicias armadas, norteamericanos que se armaban en previsión de lo que ellos creían que iba a ser un asalto inminente por parte del gobierno de Estados Unidos. Empezaron en el noroeste del Pacífico y después se extendieron por todo el país.
Will empezó a buscar en los archivos on-line de The New York Times y se sorprendió por los primeros artículos que encontró, que describían a los integrantes de aquellas milicias como gente bastante inofensiva, soldados de fin de semana, tipos gordos y mayores que se dedicaban a sudar y a jadear con sus juegos de guerra. Pero de repente el tono cambiaba.
El caso de Ruby Ridge, en 1992, en el que un defensor de la supremacía blanca perdió a su mujer y a sus hijos en un tiroteo con agentes federales -al igual que sucedería en el asalto de Waco, en Texas, un año más tarde-, puso al descubierto un mundo del que casi nadie, particularmente en los medios de comunicación, había oído hablar. Un mundo que veía Washington como el centro de un oscuro nuevo orden mundial, personificado en las odiadas Naciones Unidas, cuya intención era esclavizar a la gente. ¿Qué otra explicación podía haber para los misteriosos helicópteros negros que se veían por toda la Norteamérica rural? ¿Qué otro significado tenían los números que aparecían en el dorso de las señales de tráfico si no eran coordenadas que algún día ayudarían al ejército de Estados Unidos a meter en campos de concentración a sus conciudadanos?
Cuanto más leía Will, más fascinado estaba. Aquellos guerreros civiles creían en disparatadas historias sobre los francmasones, la Reserva Federal, la existencia de mensajes codificados escritos en billetes de curso legal y en misteriosas conexiones con bancos europeos. Algunos estaban tan convencidos de que los funcionarios del gobierno federal los perseguían que se refugiaron en las montañas; se encerraron en remotos refugios y cabañas de los bosques de Montana o Idaho. Cortaron sus vínculos con el gobierno en todos los sentidos: carecían de permiso de conducir, se negaban a firmar cualquier papel oficial y algunos incluso se apartaban por completo del sistema y buscaban sus propias fuentes de energía eléctrica antes que depender de la red nacional.
Y no se trataba de ningún juego. Con ocasión del segundo aniversario de la matanza de Waco, el edificio federal Alfred P. Murrah, de Oklahoma City, saltó por los aires como resultado de un atentado con coche bomba en el que 169 personas murieron. Los responsables resultaron ser, no islamistas radicales, sino estadounidenses a los que habían llenado la cabeza con historias de odio hacia su gobierno.
En The Seattle Times había una foto de Baxter en una reunión en Montana, en 1994, que, a juzgar por el aspecto de los tenderetes donde se exhibían los productos, parecía una feria local. Baxter aparecía al frente de un puesto en el que se vendían platos militares, comida lista para ser consumida. Según parecía, tenía un buen negocio de venta de tiendas de campaña y artículos de supervivencia, el tipo de objetos que podían cobijar y mantener alimentado al norteamericano sediento de libertad durante el conflicto que se avecinaba. Dentro del oscuro universo del movimiento antigubernamental, quizá Baxter no fuera una celebridad, pero sí un asiduo.
«Era un gran patriota, y su muerte ha sido un golpe para todos aquellos que amamos la libertad", dijo Bob Hill, uno de los comandantes de la milicia de Montana.»
Miércoles, 9. 00 h, Seattle
Extrañamente, el teléfono no había sonado. Cuando al fin se despertó -a las doce del mediodía, según la hora de Nueva York-, vio que en su móvil no había ninguna llamada perdida. Miró en la Blackberry, pero solo vio mensajes sin importancia. Aquello no iba bien.
Cogió el ordenador de la mesa y lo llevó hasta la cama, estirando el cable todo lo posible. Comprobó la web de The New York Times: ni rastro de su historia. Fue a la sección de Nacional y encontró enlaces de noticias de Atlanta, Chicago y Washington. Siguió buscando. Vio algo señalado como «Seattle», pero no era más que una noticia de agencia escrita aquella misma mañana. Ni rastro de su artículo.
Marcó el número de Beth. En el hospital le pasaron la comunicación.
– Hola, cariño, ¿has leído el periódico esta mañana?
– Sí, estoy bien, gracias por preguntar.
– Lo siento, es solo que… ¿Lo tienes a mano?
– Un momento. -Se hizo una larga pausa-. De acuerdo, ¿qué debo buscar?
– Cualquier cosa que lleve mi firma.
– Lo miré esta mañana y no encontré nada. Pensé que quizá le darías hoy un último retoque.
Will negó para sus adentros. Por supuesto que no iba a retocar su artículo. Había sido una noticia escrita sobre la marcha acerca del tiempo. ¡Por el amor de Dios, en periodismo no había material más perecedero que las noticias del tiempo!
– ¿Has mirado en la sección de Nacional, en todas las páginas?
– Sí, Will. Lo siento. ¿Eso quiere decir que no lo han publicado?
Eso significaba exactamente: que lo habían rechazado.
Se preparó para llamar a la redacción. Si contestaba cualquiera que no fuera Jennifer, la nueva recepcionista, colgaría.
– Nacional. Habla Jennifer.
– Hola, Jennifer. Soy Will Monroe, estoy en Seattle.
– Ah, hola. ¿Quieres hablar con Susan?
– ¡No! ¡No hace falta! ¿Sabes el artículo que os envié ayer, sobre las inundaciones…? ¿Tienes idea de qué ha ocurrido?
De repente, el tono de Jennifer se hizo más grave.
– Más o menos. Les oí hablar de él. Decían que estaba muy bien, pero que tú no les habías consultado, que si lo hubieras hecho te habrían dicho que ayer no necesitaban ninguna historia.
– Pero si hablé con…
Claro, solo había hablado con Jennifer para comunicarle dónde estaba y los planes que tenía. Había dado por hecho que en el periódico querían que les enviara algo. ¿Acaso Harden no le había dicho que cogiera las chanclas?
Entonces lo comprendió: había ido a Seattle solo por si las moscas. Lo único que estaba haciendo era mantener caliente el asiento de Bates. Todos los esfuerzos de la víspera habían sido en vano. Sintió que había hecho el ridículo, igual que un adolescente impaciente que se precipita. Un error estúpido.
– No cuelgues. Susan quiere decirte algo.
A tres husos horarios de distancia, Will se preparó para una reprimenda.
– Hola, Will. Escucha: creo que la norma debería ser que no envíes nada que no hayamos acordado previamente, ¿vale? Mira por ahí a ver si encuentras algo interesante. En cuanto a las noticias calientes, no desconectes el móvil; te llamaremos si necesitamos alguna cosa.
Will se tomó un deprimente desayuno. La había pifiado, y la había pifiado bien. En esos momentos, Jennifer ya habría hecho correr la noticia en el reducido círculo del personal más joven del periódico, y todos estarían riéndose a su costa. El muchacho de oro, el del papá influyente, se había topado por fin con la cruda realidad.
Únicamente le quedaba una solución: entregarles una historia de verdad. De algún modo, desde aquel lejano territorio de nieve, bosques y patatas, iba a tener que escribir un relato que demostrara a sus gerifaltes en Nueva York que no habían cometido un error. Sabía perfectamente por dónde empezaría.