Capítulo 13

Viernes, 14. 14 h, Brooklyn

Sin duda tiene que ser un farol.

– Papá, ya es la tercera vez que lo repites. Dime, ¿qué crees que deberíamos hacer? ¿Les ofrecemos dinero a pesar de todo? ¿Qué coño hacemos?

– Will, no te culpo, pero debes calmarte. Si queremos conseguir que nos devuelvan a Beth, debemos pensar con claridad.

Aquel «si» hizo que Will callara de golpe.

Se hallaban en el apartamento de él y de Beth; la entrada no presentaba señales de haber sido forzada. Todo estaba como la última vez que él lo había visto, todo salvo una gélida sensación que parecía desprenderse del techo y las paredes: la ausencia de su esposa.

– Repasemos lo que sabemos. Sabemos que su principal prioridad es que la policía no intervenga. Lo dijeron en su primer mensaje. También sabemos que no se trata de dinero. Pero, si no hay un rescate de por medio, ¿por qué tienen tanto interés en que la policía se mantenga al margen? Tienen que estar marcándose un farol. Pensemos en tu dirección de correo electrónico, ¿quién la tiene?

– ¡Todo el mundo la tiene! Ocurre como con el resto de la plantilla de The New York Times, ¡cualquiera podría conseguirla!

Sonó un teléfono. Will cogió el móvil y pulsó frenéticamente los botones, pero la llamada siguió sonando. Con absoluta calma, su padre conectó el suyo.

– No tiene nada que ver con esto -le susurró a su hijo antes de desaparecer en la habitación contigua para mantener una discreta conversación.

Will pensó que su padre no estaba siendo de ninguna ayuda. La colaboración que le ofrecía era demasiado masculina -más práctica que emocional- y tampoco les estaba llevando a ninguna parte. De repente se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos a su madre. Era un sentimiento que había ido desapareciendo a medida que se había afianzado su relación con Beth. En esos momentos su mujer era su principal confidente, pero durante mucho tiempo ese papel lo había desempeñado su madre.

En Inglaterra eran uña y carne; estaban unidos por lo que de repente él comprendió que era la soledad de ambos. Al menos según la versión de su madre, ella y él habían sido abandonados por su padre, que los había dejado sin importarle que tuvieran que arreglárselas por su cuenta. De todos modos, Will sabía que había otras interpretaciones, a pesar de que su padre no estuviera particularmente dispuesto a compartir la suya. Para Will Monroe, la historia del matrimonio de sus padres era un misterio que venía de lejos y que nunca había logrado desentrañar.

Una versión decía que Monroe padre había antepuesto su carrera profesional a su familia y que un exceso de trabajo había acabado con el joven matrimonio. Otra teoría se basaba en la geografía: la esposa deseaba regresar a Inglaterra, mientras que el marido estaba decidido a abrirse paso en el sistema judicial norteamericano y se había negado a abandonar Estados Unidos. La abuela materna de Will, una mujer de plateados cabellos que vivía en Hampshire y cuya severa expresión impresionó al muchacho la primera vez que la vio y durante bastante tiempo después, le habló un día siniestramente de «la otra gran pasión» en la vida de su padre. Sin embargo, cuando Will fue lo bastante mayor para preguntarle a qué se refería, ella se limitó a encogerse de hombros. En aquellos momentos, Will seguía sin saber si la «gran pasión» de su padre era la ley u otra mujer.

Sus propios recuerdos le eran de poca ayuda. Apenas tenía siete años cuando sus padres empezaron a distanciarse. Recordaba el ambiente, los tensos silencios que seguían tras el portazo que daba su padre cuando salía tormentosamente; o la sorpresa de hallar a su madre con el rostro enrojecido y la voz ronca tras una de sus terribles discusiones a gritos. En una ocasión se despertó en plena noche y oyó que su padre suplicaba: «Solo quiero hacer lo que es correcto». Will bajó de la cama de puntillas y se escondió en un lugar desde donde podía ver a sus padres sin ser descubierto. No pudo entender el significado de las palabras, pero sí apreció su fuerza. Fue entonces, escuchando los gritos de su madre inglesa y su padre norteamericano a todo volumen, cuando aquel niño de siete años elaboró su propia teoría: su madre y su padre no podían vivir juntos porque tenían voces distintas.

Cuando regresaron a Inglaterra, su madre le dio escasas pistas de lo que los había llevado de vuelta allí. A Will le bastaba con plantear la cuestión para que ella se convirtiera en una mujer quejosa y amargada a la que apenas reconocía y que no le gustaba en absoluto, una mujer que no dejaba de murmurar acerca de cómo su marido se había convertido en un hombre completamente diferente. Will recordada una Navidad, cuando apenas tenía trece años, en que la forma de hablar de ella lo asustó. Los detalles se le habían olvidado, pero una palabra seguía viva en su mente. Todo había sido culpa «de él», «él» lo había cambiado todo. Por el tono resultaba evidente que «él» era una tercera persona, que no se trataba de su padre; de todos modos, Will nunca consiguió averiguar quién era. Su madre se comportó como una paranoica, gritando en medio de la calle.

Se sintió aliviado cuando la tormenta hubo pasado, y no tuvo el valor de volver a mencionarlo.

Sus amigos, y también su abuela, no tardaron en interpretar que el regreso de Will a Estados Unidos tras su paso por Oxford era una respuesta a todo aquello. Algunos dijeron que demostraba que prefería a su padre en vez de a su madre; otros, que estaba intentando reconciliar a ambos haciendo de puente entre ellos. Si Will hubiera tenido que suscribir alguna teoría, cosa que no hizo, se habría decidido por la periodística: que Will Monroe volvía a Estados Unidos para averiguar la verdad sobre la historia que había marcado su infancia.

Pero, si ese había sido el objetivo de su viaje a Norteamérica, había fracasado. En estos momentos sabía poco más que cuando llegó, a los veintidós años. Era cierto que conocía mejor a su padre y que lo respetaba. Era un jurista de prestigio, un juez importante, y parecía fundamentalmente un hombre decente; pero, en lo relativo al gran misterio, Will no había hecho grandes progresos. En un par de ocasiones, en el porche de la casa de verano que su padre tenía en Sag Harbor, hablaron del divorcio, desde luego; pero no consiguió ninguna revelación.

– Puede que esa sea la revelación -le dijo Beth una noche, después de que él volviera a casa tras una de aquellas charlas entre padre e hijo. Habían ido a pasar el fin de semana de la fiesta del Día del Trabajo con el padre de Will y su «socio», Linda. Beth estaba tumbada en la cama, leyendo y esperando que Will regresara.

– ¿Cuál?

– Pues que no hay ningún misterio. Esa es la revelación. Son dos personas cuyo matrimonio no funcionó. Es algo que ocurre, que ocurre muy a menudo. No hay que darle más vueltas.

– Pero ¿qué hay de todas esas cosas que dice mi madre? ¿Y los comentarios de mi abuela?

– Puede que ella necesitara alguna explicación grandilocuente. Puede que la ayudara de algún modo pensar que otra mujer se lo robó.

– No se trataba necesariamente de otra mujer -murmuró Will-. La frase fue «su otra gran pasión». Podría ser cualquier cosa.

– Vale. Lo que quiero decir es que comprendo que una esposa rechazada y su madre que la quiere se inventaran una historia para explicar que tu padre la hubiera abandonado. De otro modo, habría sido como una especie de repudio, ¿no te parece?

En aquella época, Beth no era su esposa todavía; solo una novia a la que había conocido en Columbia durante las últimas semanas del curso. El estaba en la escuela de periodismo; ella estaba haciendo las prácticas en el Presbyterian Hospital de Nueva York. Se conocieron en el parque, durante el partido de béisbol de la semana del Memorial Day, y él le dejó un mensaje en el contestador aquella misma tarde. En la mente de Will, las primeras semanas de su relación estaban envueltas por un permanente halo dorado. Sabía que la memoria podía jugar malas pasadas, pero aun así estaba convencido de que el halo era un fenómeno genuino y perfectamente verificable. Se conocieron en mayo, cuando Nueva York se hallaba de pleno en una gloriosa primavera. Los días parecían bañados en ámbar, y cada paseo que daban relucía bajo el sol. No era el fruto de su enamorada imaginación: tenía fotos que lo demostraban.

Will se dio cuenta de que estaba sonriendo. Aquella ensoñación había sido la primera que había tenido relacionada con Beth en lugar de con su desaparición. Esto fue lo que, con un sobresalto, pensó a continuación: igual que el hombre que se despierta de golpe y descubre que en realidad le han amputado una pierna y que no se trataba de una horrible pesadilla.

Su padre había vuelto y le estaba diciendo algo acerca de ponerse en contacto con la empresa de internet, pero Will no escuchaba. Ya había tenido suficiente. Su padre no discurría debidamente: en cuanto hicieran un movimiento como ese, se arriesgaban a alertar a la policía. Era probable que el proveedor de internet se sintiera obligado a echar un vistazo a los correos electrónicos de los secuestradores, y entonces no tendría más remedio que avisar a las autoridades.

– Escucha, papá, necesito un poco de tiempo para descansar -le dijo acompañándolo suavemente hasta la puerta-. Necesito estar solo un rato.

– Will, me parece muy bien, pero creo que descansar es un lujo que no puedes permitirte. Necesitas aprovechar cada minuto…

William Monroe se interrumpió. Se daba cuenta de que su hijo no estaba de humor para discutir. Había un destello acerado en su mirada que le ordenaba que se marchara, a pesar de lo educadas que pudieran ser las palabras que salieran de su boca.

Cuando hubo cerrado la puerta, Will exhaló un profundo suspiro, se dejó caer en una silla y se quedó con la mirada perdida en el vacío. Se permitió estar así treinta segundos; luego, respiró hondo, se enderezó y se preparó para hacer su siguiente movimiento. A pesar de lo que le había dicho a su padre, no tenía intención de descansar ni de estar solo. Sabía exactamente qué tenía que hacer.

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