Capítulo 14

Viernes, 15. 16 h, Brooklyn

El primer amigo de Will en estados unidos había sido Tom Fontaine. Mejor dicho, había sido la primera amistad que había hecho tras volver al país siendo ya adulto; se habían conocido en el Departamento de Inscripciones de Columbia, donde Tom hacía cola justo delante de él.

Su sentimiento inicial hacia Tom había sido de desagrado. La cola avanzaba con suma lentitud, pero cuando vio a aquel desgarbado joven vestido con un viejo impermeable supo que iba a tardar más que nadie. Todo el mundo llevaba los formularios preparados, la mayoría pulcramente impresos; pero el de la gabardina los rellenaba mientras hacía cola, y, por si fuera poco, con una estilográfica que goteaba. Will se volvió hacia la chica que tenía detrás y alzó las cejas como queriendo decir: «¿Has visto a este tío?». Al final acabaron hablando en voz alta de lo molesto que resultaba ir detrás de semejante inútil. Se sentían envalentonados porque el inútil en cuestión llevaba unos auriculares en los oídos.

Tom rebuscó varias veces en el fondo de su mochila hasta encontrar un arrugado permiso de conducir, que incluso había perdido el plastificado, y una carta de la universidad. Aquellos documentos consiguieron convencer al bedel de que Tom Fontaine tenía derecho a ser estudiante de la Universidad de Columbia. Estudiante de filosofía.

Cuando se volvió para marcharse, Tom sonrió a Will y le dijo:

– Lo siento. Sé lo molesto que puede resultar verse bloqueado por el inútil del curso.

Will se ruborizó. Era evidente que el otro lo había oído todo. (Más adelante, Will descubrió que los auriculares de Tom no estaban conectados a un walkman ni a ningún otro aparato, sino que los llevaba porque había descubierto que así los desconocidos no lo molestaban.)

Se volvieron a encontrar tres días después, en la cafetería. Tom estaba encorvado ante un ordenador portátil, con los auriculares puestos. Will le dio un golpecito en el hombro para disculparse; luego empezaron a charlar y desde ese día se hicieron amigos.

Tom no se parecía a nadie que Will hubiera conocido. Oficialmente era apolítico, pero Will lo consideraba un verdadero revolucionario. Sí, era un obseso de los ordenadores, pero también era un joven con un propósito. Formaba parte de una comunidad de genios repartidos por todo el mundo que pensaban como él y estaban decididos a emprenderla contra los gigantes del software que dominaban el mundo de la informática. Su principal reproche a Microsoft y a otras empresas similares era que habían infringido el principio básico de internet: que debía ser una herramienta para el intercambio abierto de ideas e información. La palabra clave era «abierto». En los primeros días de la red -según le gustaba explicar, pacientemente y con palabras sencillas, a Will, que al igual que muchos periodistas dependía de los ordenadores pero no tenía ni idea de cómo funcionaban-, todo estaba abierto y disponible gratuitamente para todo el mundo, y eso se hacía extensivo al software, llamado de «código abierto», cuyo funcionamiento estaba a la vista de quien deseara examinarlo. Todos podían utilizarlo y, lo que era aún más importante, adaptarlo a sus necesidades según creyeran conveniente. Entonces aparecieron los de Microsoft y sus amigos, que, impulsados por el afán de ganar beneficios, echaron el cierre. Sus productos se volvieron «software de código no compartido», y las largas series de códigos que los hacían funcionar pasaron a ser secretas. Del mismo modo que Coca-Cola había erigido un imperio basándose en su fórmula secreta, Microsoft había convertido sus productos en un misterio.

Eso apenas molestaba a Will, pero para los idealistas como Tom se trataba de una forma de profanación. Ellos creían en internet con un celo que para Will rayaba en lo religioso -lo cual no dejaba de ser una ironía teniendo en cuenta el ateísmo de Tom-, y estaban decididos a crear un software alternativo -motores de búsqueda o programas de procesamiento de textos- que estaría disponible gratuitamente para cualquiera que lo deseara. Si alguien descubría un fallo en él, podría entrar directamente y corregirlo. Al fin y al cabo, pertenecería a la gente que lo usara.

Esto significaba que Tom ganaba una ínfima parte del dinero que podría haber conseguido, pero le bastaba vender sus conocimientos lo justo para poder pagar el alquiler. No le importaba: los principios eran lo primero.

– Tom, soy Will. ¿Estás en casa?

Había respondido desde el móvil, de modo que podía hallarse en cualquier parte.

– No.

– ¿Qué es esa música? -Will oía lo que parecía la voz de una mujer.

– Eso, amigo mío, es el oratorio Himmelfahrts de Johann Sebastian Bach, el Oratorio de la Ascensión, y ella es la soprano Barbara Schlick.

– ¿Dónde estás? ¿En un concierto?

– En una tienda de discos.

– ¿La que está cerca de tu apartamento?

– La misma.

– ¿Podemos vernos en tu casa dentro de veinte minutos? Me ha sucedido algo muy importante. -Al instante se arrepintió de haberlo dicho. Estaba hablando por un móvil.

– ¿Estás bien? Pareces…, ya sabes, asustado.

– ¿Puedes quedar? ¿En veinte minutos?

– Vale.


La casa de Tom reflejaba a la perfección su persona. En la nevera no había prácticamente nada, salvo botellas de agua mineral, un homenaje a su particular opinión sobre las bebidas de cualquier tipo, frías o calientes. Nada de café, zumos o cerveza. Solamente agua. La cama se hallaba en mitad del salón: una concesión a su insomnio; cuando se despertaba a las tres de la mañana quería poder conectarse a internet y ponerse a trabajar antes de volver a dormirse cuando estuviera cansado. Normalmente, semejantes manías provocaban que Will le soltara de vez en cuando un sermón sobre la necesidad de que viviera igual que el resto de los humanos o, al menos, como los humanos de Brooklyn. Sin embargo, aquel no era día de sermones.

Will entró directamente y le hizo un gesto a Tom para que cerrara la puerta.

– ¿Tienes alguno de esos artefactos tuyos conectado al ordenador, algún micrófono, teléfono móvil o cualquier cosa que pueda hacer que lo que hablemos llegue a internet?

– Perdona, pero ¿de qué estás hablando?

– Ya sabes a qué me refiero, a uno de esos cacharros de los que no conozco ni el nombre. ¿Tienes algo que pueda estar grabando esta conversación y la guarde como un archivo de audio sin que ni siquiera tú te des cuenta?

– Pues… no. -El tono de Tom y su expresión decían a las claras: «Pues claro que no, chalado».

– Bien, porque lo que voy a decirte es algo terrible y absolutamente secreto y no puede, subrayo, no puede hablarse de ello con nadie, y menos con la policía.

Tom comprendió enseguida que su amigo estaba siendo sincero y que se hallaba desesperado. Su tez, normalmente cenicienta, palideció todavía más.

– ¿Todo eso está en marcha? -preguntó Will señalando diversos ordenadores que estaban en un banco de trabajo, y concretamente uno que se parecía mucho al suyo. Había sido una pregunta tonta; Tom no los desconectaba nunca-. ¿Se trata de un buscador? -Los conocimientos de Will llegaban hasta ahí.

Tom asintió. Parecía asustado. Will no le preguntó si sus ordenadores eran seguros. Sabía que no había otros más seguros. La encriptación era una de las especialidades de Fontaine.

Will tecleó la dirección para acceder a su correo electrónico; luego, cuando la página apareció, escribió su nombre y contraseña. Marcó la bandeja de entrada, repasó los mensajes y abrió el primero.


NO LLAME A LA POLICÍA. TENEMOS A SU MUJER. AVISE A LA POLICÍA Y LA PERDERÁ. NO LLAME A LA POLICÍA O LO LAMENTARÁ PARA SIEMPRE.


Tom, que estaba de pie, leyendo por encima del hombro de su amigo, dio un paso atrás y dejó escapar un gemido, como si lo hubieran golpeado. Fue entonces cuando Will recordó: Tom estaba colado por Beth. No desde un punto de vista romántico -no era rival para él- sino en un sentido infantil. Tom solía recorrer las pocas manzanas que lo separaban del apartamento de sus amigos para ir a comer algo que no fuera el habitual Sushi para llevar que consumía ante la pantalla de su ordenador y que formaba lo esencial de su dieta. En cierto modo, parecía alimentarse de las atenciones de Beth. Ella lo mimaba como lo haría una hermana mayor, y él lo aceptaba; incluso le permitió que le comprara la elegante chaqueta que llevaba en lugar de la raída gabardina que parecía tener pegada a la espalda.

Will no había previsto que Tom tuviera sus propios sentimientos sobre la desaparición de Beth.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Tom en su susurro.

Will no dijo nada y le dio un momento para que se recobrara de la sorpresa. Luego, decidió que era mejor abreviar el siguiente paso y hacerle partícipe de las conclusiones a las que había llegado junto con su padre. Le enseñó el segundo correo electrónico para demostrarle que los secuestradores estaban más interesados en el secreto y en que no intervinieran las autoridades que en un rescate. El motivo seguía siendo un completo misterio, pero estaba claro que llamar a la policía quedaba descartado.

– Tom, necesito que hagas lo imposible por averiguar de dónde proceden estos mensajes. Eso es lo que haría la policía; así que es lo que debemos hacer nosotros.

Tom asintió, pero sus manos no se movieron. Seguía perplejo.

– Tom, sé lo mucho que Beth representa para ti, y también lo mucho que le importas, pero lo que ella necesita en estos momentos es que saques el genio de la informática que llevas dentro, ¿vale? -Will intentaba sonreír igual que un padre que anima a su hijo pequeño-. Debes olvidarte del asunto y pensar que se trata de otro reto informático…, y debes resolverlo lo antes posible.

Sin decirse palabra, los dos amigos intercambiaron sus puestos. Will empezó a andar nerviosamente de un lado a otro mientras Tom se ponía manos a la obra.


No tardó en averiguar algo: los símbolos que habían aparecido en el encabezamiento del mensaje de la Blackberry ahora eran completamente distintos.

– ¿Eso no es…? -comentó Will.

– Sí. Hebreo -contestó Tom-. No todas las máquinas tienen acceso a ese alfabeto. Esa es la razón de que en la tuya tuvieran ese aspecto. La utilización de oscuros alfabetos es uno de los trucos más viejos de los spammers.

Will se fijó en algo más. Tras la larga serie de caracteres hebreos, vio algunos que estaban entrecomillados en inglés. Era como si hubieran aparecido en la pantalla de su propio ordenador, pero eran visibles y mencionaban una dirección de correo normal: info@golem-net. net.

– ¿«golem-net»? ¿Es ese su nombre?

– Eso parece.

– ¿No es uno de esos nombres de El Señor de los Anillos?

– No lo dirás en serio, ¿verdad? El personaje del libro es Gollum, y se escribe con «u» y dos «eles».

De repente, la pantalla se quedó en negro, con unos pocos caracteres que parpadeaban en el margen izquierdo. ¿Acaso se habría estropeado el sistema?

Tom vio el semblante de su amigo.

– No te preocupes, no es más que una manera más fácil de dar instrucciones al ordenador que mediante una interfaz gráfica de usuario.

Will parecía totalmente confundido.

«¿Interfaz gráfica de usuario?» Tom se dio cuenta de que estaba hablando en un lenguaje desconocido para él; no obstante, intuía que Will esperaba que dijera algo. Pensó que su amigo era como el pasajero de un taxi que tiene mucha prisa: aunque nada cambiara se sentía mejor si se movía que estando parado en un atasco, incluso si eso significaba dar un largo rodeo. Sabía que, psicológicamente, Will se hallaba en un estado parecido y que necesitaba saber que hacían progresos. Un comentario sobre el procedimiento podía ser de ayuda.

– Voy a preguntarle al ordenador quién te envió el mensaje.

– ¿Puedes hacer eso?

– Sí. Mira.

Tom tecleó: «Quienes golem-net. net».

A Will siempre le sorprendía cuando, entre todos los códigos y dígitos que había, un ordenador -o un genio de los ordenadores, que para el caso venía a ser lo mismo- utilizaba un lenguaje normal, aunque fuera con su particular estilo. A pesar de todo, y tal como se comprobó, aquella era una instrucción informática comprensible.

«Quienes golem-net. net.»

Tom esperaba a que la pantalla se llenara. No había nada que uno pudiera hacer en esos momentos, mientras las luces parpadeaban y el reloj marcaba los segundos. No había forma de meter prisa a un ordenador. La gente siempre lo intentaba. Podía verse en los cajeros automáticos, con las manos en posición, igual que la boca de un cocodrilo, ante el expendedor de billetes, esperando a cogerlos a medida que salieran, asegurándose de que no perdían ni medio segundo; podía verse en las oficinas, donde la gente se daba golpecitos con el lápiz en el muslo como si de un bongo se tratara. «¡Vamos, vamos, vamos!», se apremiaba al ordenador o a la impresora para que no fuera tan lento, pero se olvidaba que apenas diez o quince años atrás la misma tarea habría ocupado toda una jornada de trabajo.

– ¡Ah, vaya! Esto es interesante.

En la pantalla había aparecido la respuesta. Clara y concisa:

No se ha encontrado ninguna correspondencia con golem-net. net.

– Se la han inventado.

– ¿Y ahora qué?

Tom volvió al correo electrónico y seleccionó una opción que Will ignoraba que existiera: «Ver el encabezamiento completo». De repente, un montón de líneas que él normalmente habría descartado llenaron la pantalla.

– De acuerdo -dijo Tom-. Lo que tenemos aquí es una especie de película de viajes. Esto te muestra el trayecto del mensaje por internet. La línea de arriba es su destino final; y la de abajo, su punto de origen. Cada servidor conectado tiene su propia línea.

Will observó la pantalla. Todas las frases empezaban con: «Recibido…».

– Vaya, estos tíos tenían prisa -comentó Tom.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno, podrías inventarte las líneas de «Recibido», pero eso lleva tiempo, y quien sea que ha enviado esto no lo tenía. O no sabe cómo hacerlo. Todas esas líneas de «Recibido» son auténticas. Vale, es todo lo que necesitamos. Aquí. -Señaló la última línea, la del punto de origen: «Recibido de info. net-spot. biz».

– ¿Qué es eso?

– Todos los ordenadores del mundo, mientras están conectados a internet, tienen un nombre. Este de aquí es el ordenador que te envió el mensaje. De acuerdo. Eso significa que hay otro movimiento que debo hacer.

Will notó que su amigo estaba incómodo. Aquel no era el modo en que le gustaba hacer las cosas. Se acordó de una de sus primeras conversaciones, cuando Tom le explicó la diferencia entre hackers y crackers, white hats y black hats. A Will le gustaron los nombres y pensó que podían dar pie a un buen reportaje para una revista.

Su memoria era muy esquemática. Recordaba su sorpresa al descubrir que el término «hacker» se utilizaba a menudo de manera incorrecta. Normalmente se aplicaba a los gamberros adolescentes que se infiltraban en los ordenadores de los demás -y que podían ser los de la OTAN o Cabo Cañaveral- para sembrar la confusión; pero entre los del oficio, «hacker» tenía un significado menos agresivo y se aplicaba a los que se metían por diversión y no por malicia en espacios virtuales ajenos. Los que se dedicaban a esparcir virus y a colapsar los sistemas de emergencia del 911 eran conocidos como «crackers»; eran hackers destructivos.

La misma distinción se aplicaba a los white hats y a los black hats. Los primeros solían meter las narices donde no eran bienvenidos -por ejemplo, dentro del sistema de uno de los mayores bancos de Estados Unidos-, pero sus motivos eran inofensivos. Podían asomarse a las cuentas de los clientes e incluso enterarse de sus claves de identificación, pero no se llevaban el dinero -aunque podrían-, sino que enviaban un correo electrónico al departamento de seguridad de la entidad explicándole los fallos de su sistema. El mensaje típico de un white hat que podía aparecer en la bandeja de entrada de cualquier desafortunado supervisor de seguridad podía ser: «Puedo ver sus datos. Y si yo puedo, los malos también. Arréglenlo». Si el destinatario tenía realmente mala suerte, el mensaje era reenviado al director general.

Los black hats hacían lo mismo pero con propósitos más siniestros, y cuando se introducían en un sistema de seguridad no era por el «principio Everest», es decir, porque estaba allí, sino para causar daños. A veces se trataba de un robo, pero lo más frecuente era el cibervandalismo, la emoción de cargarse un sistema importante. Los virus que en el pasado se habían convertido en noticia, «I love you» o «Michelangelo», se consideraban obras maestras dentro de la hermandad de los black hats.

Naturalmente, Tom era más white hat que nadie. Adoraba internet y deseaba que funcionara. Pocas veces había hecho de hacker, y jamás de cracker. Creía que era esencial que la gente llegara a confiar en la red, que se sintiera cómoda en ella, y eso significaba que personas como él, capaces de hallar los fallos del sistema, debían abstenerse de gamberradas. De todas maneras, en esos momentos se encontraban ante una situación excepcional: estaba en juego la vida de Beth.

Will empezó a andar impacientemente. Notaba las piernas débiles y un agujero en el estómago. No había comido nada desde que había recibido el mensaje, y de eso hacía ya siete horas. Se dirigió a la nevera de Tom, pero solo encontró algunos Volvic y una caja con sushi del día anterior. Lo cogió, lo olisqueó y decidió que todavía era comestible. Lo devoró con avidez, pero se sintió culpable por tener apetito mientras su mujer seguía secuestrada. Al tragar, la imagen de Beth volvió a él. La idea misma de la comida parecía establecer una asociación con ella: las veladas en las que preparaban la cena juntos, su insaciable apetito… Pensara en lo que pensara, en calidez, en hambre o en saciedad, todo lo llevaba hasta ella.

Se paseó por el apartamento de Tom y ojeó las revistas de informática y las incomprensibles publicaciones que su amigo tenía apiladas al lado de la cama.

– Will, ven un momento.

Tom observaba la pantalla. Había marcado un «quienes» para netspot-biz.com y había conseguido una respuesta.

– No pareces satisfecho -dijo Will.

– Hay buenas y malas noticias. La buena es que sé exactamente desde dónde fue enviado el mensaje. La mala es que pudo haberlo enviado cualquiera.

– No te entiendo.

– Nuestro camino acaba en un cibercafé. En esos locales la gente entra y sale constantemente. ¡Hay que ver qué estúpido llegas a ser! -exclamó Tom, furioso, dando un puñetazo en la mesa-. ¡Pensaste que conseguirías una dirección particular limpia y clara! ¡Idiota!

Will sabía que su amigo hablaba consigo mismo.

– ¿Y dónde está ese cibercafé?

– ¿Acaso importa? Nueva York es una ciudad jodidamente inmensa, Will. Por ese lugar pueden haber pasado un millón de personas.

– Tom, escucha -dijo Will con fría calma-, ¿puedes averiguar dónde está?

Tom se volvió hacia la pantalla mientras Will observaba. Por fin habló.

– Ahí está la dirección. El problema es que no sé si creerla.

– ¿Dónde está? -preguntó Will.

Su amigo lo miró directamente a los ojos por primera vez desde que Will le había mostrado el mensaje de los secuestradores.

– En Brooklyn, en Crown Heights.

– Eso está bastante cerca de aquí, ¿por qué no te lo crees?

– Mira el plano. -Tom había hecho una búsqueda instantánea en MapQuest y había marcado con un asterisco rojo la situación exacta del establecimiento. Se hallaba en Eastern Parkway.

– ¿Te das cuenta de dónde está eso?

– No. Vamos, Tom, déjate de adivinanzas y dímelo tú.

– Este mensaje se envió desde Crown Heights, y ahí está la mayor comunidad hasídica [4]* de Estados Unidos.

El asterisco los miraba sin parpadear, como si fuera la cruz del mapa de un tesoro como los que había visto Will en sus sueños de la infancia. ¿Qué escondería?

– A pesar de la ubicación, es posible que no lo hayan enviado ellos.

– Tom, por el amor de Dios, ¡el mensaje estaba en hebreo!

– Sí, pero eso puede que fuera una tapadera. El nombre real era golem. net.

– Búscalo.

– Tom introdujo «golem» en Google y abrió el primer resultado, que resultó ser la página de una web judía con leyendas para niños. En ella explicaba la historia del gran rabino Loew de Praga, que utilizó un antiguo encantamiento de la cábala para modelar un hombre de barro, un gigante al que llamaba «el golem». Los ojos de Will se movieron hasta el final del texto. La historia terminaba en un clímax de violencia y destrucción después de que el golem enloqueciera. Aquella criatura tenía todo el aspecto de ser un precursor del monstruo de Frankenstein.

– De acuerdo -dijo Tom finalmente-, lo admito, parece que encaja con ellos, pero no tiene sentido. ¿A santo de qué querría esa gente secuestrar a Beth?

– No sabemos que haya sido «esa gente». Puede tratarse simplemente de un psicópata que casualmente pertenece a esa comunidad -replicó Will cogiendo su abrigo.

– ¿Adónde vas?

– Allí.

– ¿Estás loco?

– Simularé que estoy realizando un reportaje. Empezaré a hacer preguntas, a ver quién está al mando.

– ¿Has perdido la cabeza? ¿Por qué no le cuentas a la policía que has rastreado el mensaje? Deja que ellos se ocupen.

– ¿Y asegurarme de que esos chiflados maten a Beth? Voy para allá.

– No puedes entrar allí sin más, con tu libreta de notas y tu acento inglés. Sería como si te colgases un cartel del cuello.

– Ya pensaré en algo. -Will no le dijo que creía que era bastante bueno haciendo de detective aficionado. Sus triunfos en Bronwsville y en Montana lo habían animado: si en ambos casos había descubierto una verdad oculta, con más motivo lo lograría ahora, que se disponía a encontrar a su esposa.

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