Lunes, 2. 20 h, Darwin, norte de Australia
La música había cesado, por eso había entrado. Era algo que solía hacer durante su turno, fuera de día o de noche: entrar de puntillas en la habitación para sacar el CD y sustituirlo por otro. La mesita de noche estaba llena de ellos, principalmente de Schubert, los que había dejado la hija del anciano.
Puso el disco. Entonces escuchó el familiar quejido que provenía del cuarto de al lado. Sabía que debía ir sin tardanza, pero le apetecía quedarse un rato con aquel residente, el señor Clark, el hombre que adoraba la música. Djalu solo lo veía despierto una hora o dos cada día; el resto del tiempo, el anciano dormía bajo los efectos de un sedante. Sin embargo, en aquellos minutos de conciencia el señor Clark parecía mejorar por los efectos del sonido de los violines y los violonchelos que salían del CD; sus agrietados labios se abrían como si saborearan las melodías, y a veces, incluso estando profundamente dormido, sus labios parecían repetir el mismo leve movimiento.
Djalu aprovechaba aquellas ocasiones para empapar la pequeña esponja sujeta al extremo del palo con el agua de la mesilla de noche y humedecer los labios del señor Clark. El anciano, de casi ochenta y cinco años, era incapaz de comer o beber sin vomitar, de modo que aquel era el único modo de darle sustento. Al igual que la mayoría de los que estaban allí, se estaba muriendo no por la enfermedad que sufría desde hacía meses, sino por la forzada inanición y deshidratación. Cuando se hacía evidente que el paciente no podía curarse, se permitía que sus órganos se fueran colapsando hasta que al final le llegaba la muerte.
Parecía una forma cruel de dejar morir a una persona. El padre de Djalu denunciaba que se trataba de algo propio de la medicina del hombre blanco, que era todo ciencia y nada de espíritu. A veces, Djalu pensaba que tenía razón. Al fin y al cabo, había visto cosas terribles entre aquellas paredes: mujeres ancianas que yacían en los charcos de sus propios orines, hombres que gritaban durante horas para que alguien los llevara al cuarto de baño. Las enfermeras perdían la paciencia a menudo y gritaban a los residentes que se callaran o los llamaban por sus nombres de pila, como si fueran niños pequeños.
En sus primeros meses allí, Djalu se dejó llevar por la corriente. Al ser uno de los dos únicos ayudantes aborígenes de la institución, no deseaba llamar la atención. Su puesto no era nada seguro, no con un currículo donde figuraban dos estancias en la cárcel, una por robo y otra por hurto. Por lo tanto, no decía nada cuando el personal, al oír los gemidos que llegaban desde el fondo del pasillo, subía el volumen del televisor para acallarlos.
Ni siquiera en esos momentos decía nada. Nunca se quejaba ante la enfermera jefe o el supervisor. No quería follones. A veces incluso participaba en las bromas sobre «los viejos que chocheaban». De todas maneras, hacía lo que podía.
Así, cuando oía que un residente lloraba, corría. Formaba parte de lo que en aquel lugar de acogida se llamaba Grupo Rojo, responsable de un par de docenas de camas. De todas maneras, cuando veía que se encendía la luz de un residente en azul o en verde, acudía igualmente, rogando para que nadie del personal lo viera. En esas ocasiones se aseguraba de que el señor Martyn bebiera un poco de agua, o le daba la vuelta a la señorita Anderson. Y, si se habían ensuciado, los limpiaba frotándolos suavemente, y después les acariciaba el cabello para aliviar su vergüenza.
Había oído que, la primera vez que él aparecía, algunos de los residentes decían: «Enfermera, no quiero que ese salvaje me toque, no está bien». Pero lo atribuía a la edad. El señor Clark no se mostró más amistoso.
– ¿Usted cuál es? -le preguntó.
– ¿Cuál, señor Clark?
– Sí, hay otro aborigen. ¿Cómo se llama? ¿Cuál de los dos es usted?
Pero Djalu no se enfadaba, no con un hombre que estaba al final de sus días. Llevaba té y galletas cuando la señora Clark llegaba de visita, y también un pañuelo si la encontraba llorando en silencio. Y siempre que la veía dormida al lado de la cama, la tapaba con una manta.
Quizá su padre estuviera en lo cierto y la medicina europea fuera fría y metálica. Si así era, Djalu estaba dispuesto a aportarle un rostro más humano y cálido, incluso si ese rostro parecía asustar a la mayoría de aquellos blancos moribundos.
Aquella era su hora preferida para trabajar: tarde, por la noche, cuando tenía el pasillo para él solo. Entonces no tenía que dar explicaciones por su presencia en las habitaciones ni tampoco inventar excusas por leer el diario en voz alta a una mujer del segundo piso que no estaba en la Lista Roja, o por sostener la mano de un hombre necesitado de contacto humano.
Cuando vio que la puerta de la habitación del señor Clark se entreabría se sobresaltó. La mujer que entró se llevó un dedo a los labios para que callara. Sus ojos sonreían, como si se dispusiera a dar una sorpresa al señor Clark y no deseara que Djalu la estropeara.
– Buenas noches, Djalu.
– Me ha asustado. No creía que esta noche estuviera de guardia.
– Bueno, ya sabe que la muerte nunca duerme.
Djalu se puso en pie de un salto.
– ¿Ha muerto alguien esta noche?
– Todavía no, pero lo espero.
– ¿Quién? Quizá debería…
– Djalu, no se ponga nervioso, ¿vale?
Tranquilamente, la mujer abrió la mesilla de noche, sacó unos cuantos CD y los dejó caer al suelo.
– ¡Eh, señorita! Esa es la música del señor Clark. Yo me ocupo de…
– Aquí está. -Había metido la mano tras los discos y sacado lo que parecía una venda. La depositó encima de la cama, al lado del pecho del señor Clark, que subía y bajaba igual que un fuelle averiado. El hombre estaba profundamente dormido.
La mujer abrió el vendaje: un pliegue a la derecha, otro a la izquierda y dejó al descubierto una jeringa con su aguja hipodérmica y un frasco de un líquido transparente.
– ¿Va a venir el médico? -preguntó Djalu-. Nadie me ha avisado.
– No. El doctor no va a venir -repuso ella mientras se ponía unos guantes de látex.
– ¿Piensa ponerle una inyección al señor Clark? ¿Qué va a hacer?
– Si lo desea se lo enseñaré. Acérquese.
– No le haga daño.
– Tranquilo, Djalu. Ahora venga aquí y mire. Así, un poco más cerca.
La mujer sostuvo la jeringa ante la ventana, donde se perfiló su silueta.
– Ahora, Djalu, si puede apoyar las manos en los hombros del señor Clark… Así, sí… Inclínese un poco más.
La mujer clavó limpiamente la aguja en el cuello de Djalu y presionó el émbolo con el dedo haciendo que la droga se le extendiera por las venas en un instante. Djalu dispuso apenas de un segundo para volverse con el rostro deformado por la sorpresa. Un segundo más tarde se desplomó hacia delante, cayendo encima del jadeante pecho del señor Clark.
Su asesina tuvo que emplear toda su fuerza para levantarlo y dejarlo suavemente en el suelo. Luego, le cerró los ojos con la palma de la mano y lo cubrió con una manta.
– Le pido disculpas por lo que le he hecho, Djalu Banggala, pero ha sido en nombre de Dios Todopoderoso. Amén.
Envolvió la jeringa y el frasco con el vendaje, se lo guardó en el bolsillo y salió sin hacer ruido. El señor Clark no se movió. Si había oído algo, era música: los acordes de una de las obras más famosas de Schubert: La muerte y la doncella.