Seis meses después
A Will siempre le había gustado el rito de la tarta en la oficina. Se ponía en circulación un mensaje para anunciar que alguien celebraba un aniversario, un acontecimiento importante o simplemente que se marchaba.
Aquellas pequeñas ceremonias -el discurso del jefe del departamento, la respuesta del agasajado- siempre despertaban en Will un cálido sentimiento de satisfacción, que se debía principalmente a que todavía era nuevo en el periódico y que eso le permitía disfrutar de sentirse miembro de tan venerable institución.
«Despedida de Terry Walton a las 16. 45 horas en la sección de Local.» Poco importaba que Will no fuera precisamente un fan de Walton; aun así, sería divertido. Por otra parte, tampoco lo había visto en exceso en los meses que habían transcurrido desde los sucesos. Walton casi no había aparecido. Quizá estuviera preparándose para el retiro, para dirigir un diario local en Florida o para lo que fuera que se dispusiera a hacer.
Seis meses. A Will le parecía que hacía mucho más. Todo lo relacionado con aquella semana se le antojaba muy distante, lejano, como si hubiera ocurrido en otro mundo y en otra época.
Desde entonces había tenido numerosas conversaciones, la más difícil de todas con Tom, al lado de su cama en el hospital, mientras intentaba explicarle por qué le habían pegado un tiro. Incluso estando en la UCI, Tom había llegado a la conclusión de que no había explicación racional posible, del mismo modo que no había ninguna razón para que, por escasos centímetros, la bala no le hubiera dado en el corazón y, en cambio, se hubiera alojado en su hombro. «De haber sido más abajo, estaría muerto -había dicho medio adormecido-. ¿O debería decir más arriba? ¿Entiendes a qué me refiero? No hay ninguna explicación lógica. Vivimos en la irracionalidad.» Dicho lo cual, se había vuelto a dormir.
TC y él fueron a visitar con frecuencia a Tom en aquellos primeros días, pero ninguno de los dos fue un invitado de honor. Ese lugar quedaba reservado para Beth. Cada vez que ella aparecía, Tom la obsequiaba con una sonrisa radiante. Entonces ella le daba un beso y un abrazo y le decía que había ayudado a salvar su vida y la de su hijo. Tom le respondía: «Siempre que quieras».
Will tuvo que relatar los hechos de aquella noche y de la semana anterior una y otra vez. Primero, a los detectives y a los abogados, para explicarles que había matado a su padre en defensa propia, de su mujer y de su hijo; relato que fue posteriormente corroborado por el examen forense de la casa de Crown Heights y las subsiguientes investigaciones llevadas a cabo en la Iglesia de Jesús Renacido. La policía también vio el trágico destino del que habían sido víctimas el rabino Freilich y Rachel Jacobson. Tanto Will como Beth pasaron horas y horas reviviendo aquella tarde de pesadilla, haciendo declaración tras declaración hasta quedar agotados.
Cuando se quedaron solos, Beth le contó lo bien que la habían tratado y cómo la señora Jacobson se había ocupado de ella en la casa, disculpándose de continuo por retenerla y prometiéndole constantemente que no tardarían en darle todo tipo de explicaciones. Al principio, Beth se asustó; luego, se enfureció y por último se desesperó por no poder comunicar a Will que se encontraba a salvo. No obstante, según le explicó, nunca dudó de que sobreviviría. Los hasidim le juraron que no le harían daño, y ella, por alguna inexplicable razón, los creyó.
Más adelante, Beth y Will asistieron a los funerales del rabino Freilich y la señora Jacobson, que, siguiendo la costumbre judía, se celebraron enseguida, tan pronto el forense acabó de examinar los cuerpos. Asistió muchísima gente, unas tres mil personas en el caso del rabino, en una demostración de tristeza colectiva. Solo entonces apreció Will la posición que Freilich había ocupado entre los hasidim; comprendió que había sido como un padre adoptivo que los había guiado tras la muerte del Rebbe.
Durante la ceremonia, algunas personas se acercaron a Beth para presentarle sus respetos. Will sabía que aquel gesto no iba dirigido ni a ella ni a él, sino al niño que su mujer llevaba en el vientre, que estaba destinado a ser un lamad vav. En un momento dado, Will localizó un rostro conocido y se acercó.
– Rabino Mandelbaum, me gustaría preguntarle algo.
– Ya sé lo que desea, Will. Quizá me permitirá que le dé un consejo. No dé demasiadas vueltas a lo que estuvimos charlando la otra noche. No sería bueno para usted ni para su hijo.
– Pero…
– Parece como si el Rebbe hubiera sabido que su hijo tendría una responsabilidad especial, que iba a ser uno de los hombres justos. Se trata de un gran honor, pero el otro asunto del que discutimos, creo que es mejor dejarlo a un lado.
– No estoy seguro de comprenderlo.
– Yo le conté que la tradición dice que uno de los lamad vav es candidato a convertirse en el Mesías. Si el momento, la época es propicia, y si la humanidad lo merece, esa persona será el Mesías. De lo contrario, los lamad vav vivirán y morirán como todos los demás.
– Pero, durante las últimas horas del Día de la Expiación, la criatura que mi esposa llevaba en sus entrañas era el único que quedaba, todos los demás hombres justos habían muerto asesinados…
– Sí. De todas maneras, ese momento ha pasado y el mundo sigue en pie, lo cual significa que vuelve a haber otros treinta y seis hombres justos, un nuevo grupo de tzaddikim. Cualquiera de ellos podría ser el candidato. -El rabino Mandelbaum clavó sus ojos en los de Will-. Cualquiera de ellos.
– ¿Sabe? -dijo Beth llevándose a su marido-, no vamos a darle vueltas a eso. Ahora tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.
Había estado apremiando a Will para que dejara de pensar en un lejano futuro y se concentrara en el pasado inmediato, concretamente en su padre, ya que sabía que Will se enfrentaba a un triple trauma: primero, debía asimilar el choque emocional de lo que había hecho. Dijera lo que dijera Freud sobre las fantasías edípicas, matar al propio padre suponía sacudir la psique hasta sus cimientos. Beth le advirtió que tardaría años en asimilar todo aquello por lo que había pasado. Segundo, le explicó que estaba experimentando la desdicha propia de cualquier hijo. Por muy descabelladas que hubieran sido las circunstancias, había perdido a su padre y debía afrontarlo. Y tercero, y seguramente lo más duro, tenía que añorar al padre que creía que había tenido porque ese hombre habría muerto aunque William Monroe padre hubiera sobrevivido.
Ese hombre había sido una ficción. Ante el mundo, mostró una cara, la de un juez y seglar, la del hombre eminentemente racional, de modo que nadie pudiera sospechar cuáles eran sus creencias ni sus verdaderas intenciones. Fue una mentira constante, planeada con antelación y mantenida a lo largo de los años; una mentira que le costó el ambicionado puesto en el Tribunal Supremo. De todas maneras, a Will se le ocurrió que también cabía la posibilidad de que dicha ambición hubiera sido fingida. Lo más probable era que tan mundanas aspiraciones no significaran nada para su padre. Un hombre como él solo aspiraba a los cielos.
En los días que siguieron a aquella tarde en Crown Heights se produjeron en todo el mundo varias detenciones de misioneros y activistas religiosos, todos relacionados con la Iglesia de Jesús Renacido. En el caso de Howard Macrae, las principales sospechas recayeron en un sacerdote que conocía a la víctima desde hacía años. En Darwin, Australia, el capellán de un hospicio fue acusado de haber asesinado a un aborigen que trabajaba de enfermero ayudante. En Sudáfrica, la policía detuvo a una ex modelo que se había unido a la secta después de abandonar la profesión y la acusó de haber matado a un investigador del sida con el que había ligado en la playa.
Al final, resultó que solo un reducido número de gente que rodeaba a la persona a la cual los diarios ya llamaban «el Apóstol» estaba al corriente del complot contra los hombres justos. El nuevo líder de dicho movimiento anunció que la doctrina de la teología de la sustitución iba a ser revisada y que todos los miembros de la congregación se incorporarían a la moderna familia cristiana que siempre había manifestado respeto y reverencia por la validez del judaísmo como camino hacia Dios.
Townsend McDougal emitió un comunicado declarando que había roto todos sus vínculos con la Iglesia de Jesús Renacido casi veinticinco años atrás y que ignoraba que William Monroe padre hubiera mantenido en secreto sus vínculos con dicha organización. A continuación, envió una nota de pésame a Will en la que se disculpaba por haberlo suspendido y le aseguraba que podía reincorporarse a su puesto cuando se encontrara recuperado.
Will miró la montaña de papeles pendientes de clasificar que tenía delante. La luz de su teléfono destellaba: dos mensajes.
– Hola, Will, soy Tova. Espero con ganas lo de esta noche. Dime si hay algo que quieres que lleve.
Se había olvidado. TC iba a ir a cenar a su casa esa noche. Beth lo había planeado todo y había invitado a un atractivo médico soltero que trabajaba con ella en el hospital y a otros dos amigos sin pareja, para despistar. Will se había opuesto a semejante estrategia por considerarla demasiado evidente.
En ese momento, se preguntó cómo reaccionaría ante ese montaje. Para TC, la vida había cambiado durante aquella semana igual o más que para él. Ella fue la primera persona, después de la policía, que llegó a la casa una vez finalizado el Yom Kippur; estuvo enviando frenéticos mensajes a Will, y al no obtener respuesta se dirigió directamente a Crown Heights siguiendo las sirenas de la policía.
– Sabía que estabas decidido a presentarme a tu mujer -le dijo más tarde-, pero se te podría haber ocurrido una forma más fácil, ¿no?
Él le contestó que se marchara a su casa a descansar, pero ella se negó.
– Hay algunas cosas que necesito acabar por aquí -le dijo mientras se despedían en la esquina con un abrazo-. Hay alguna gente a la que debo ir a ver.
Rodeado por las luces rojas de la policía, Will le deseó mucha suerte.
– Ah, una cosa, Will.
– ¿Sí?
– ¿Puedo pedirte que hagas algo por mí? Lo he estado pensando. Hace tiempo que dejé de ser Tova Chaya, y lo de TC ya no encaja porque suena demasiado a disfraz. ¿Te importaría llamarme Tova?
De eso hacía ya seis meses.
– ¡Por favor, escuchad!
Era Harden, que reclamaba la atención de la gente y sacaba a Will de sus recuerdos.
– Es hora de que nos despidamos de Terence Walton.
Enseguida, unas treinta personas se reunieron en la sección de Local mientras Harden rememoraba la trayectoria profesional de Walton en The New York Times.
– Bien, debemos reconocer que este hombre ha tenido un innegable talento en cuanto a versatilidad. Ha hecho de todo, ha cubierto la información de la policía, la del ayuntamiento, la sección de economía, ha hecho de editor nacional y de corresponsal en Delhi. Nombren un puesto, y Walton lo habrá ocupado. ¿Quieren creer que este hombre se encargó durante dos años de los rompecabezas de la contraportada de la revista? Incluso escribía los crucigramas. En fin, ahora ha decidido que ya tiene bastante de nuestra maravillosa ciudad y que prefiere compartir su talento con la buena gente de India. Se marcha para preparar a los periodistas de allí y enseñarles todas las malas costumbres de la profesión. De todas maneras, le estamos muy agradecidos; por lo tanto, alcemos nuestros platos llenos de tarta y digamos «¡A la salud de Terry!».
– ¡A la salud de Terry! -corearon los presentes, que enseguida pidieron que hablara.
Walton, obligado por la insistencia de sus antiguos colegas, muchos de los cuales eran desconocidos para Will, hizo algunas bromas y por fin empezó:
– Bueno, si mi educación de Yale me ha enseñado algo es que siempre es mejor una breve intervención que un largo discurso. Y tal como dice la Biblia: «Hermanos, el tiempo apremia». Esta noche cojo el avión para Delhi, de manera que concluiré: ha sido un placer y un privilegio…
La sala prorrumpió en aplausos. Incluso Amy Woodstein se permitió un grito de ánimo, aunque puede que se debiera a que por fin veía partir a Walton. Will, refugiado tras su trozo de tarta, estrechó la mano de su colega y le deseó lo mejor.
Quizá fuera por la mención de Yale, pero cinco minutos después a Will se le ocurrió una idea y se sentó ante su ordenador mientras seguía picoteando pastel. Tecleó «Iglesia de Jesús Renacido» y fue pasando páginas hasta que encontró la foto donde aparecía el reverendo Jim Johnson junto a sus acólitos. Empezó directamente por su padre, tan serio como siempre; luego, pasó a Townsend McDougal y a continuación fue metódicamente de rostro en rostro desde la última fila.
Aumentó el tamaño de la imagen. Allí estaba, en la hilera del centro, separado de McDougal por cuatro personas. Con sus largos cabellos de estilo hippy resultaba casi irreconocible. No obstante, la arrogante sonrisa seguía siendo la misma: Terence Walton
De repente, un escalofrío recorrió la espalda de Will. Todavía podía oír la voz de Walton de hacía un momento: «Tal como dice la Biblia: "Hermanos, el tiempo apremia"». Entonces supo por qué le sonaba: eran las palabras que la persona que le había estado enviando los mensajes de texto al móvil le mandó mientras estaba encerrado en la comisaría. Era un fragmento de una de las Cartas de Pablo a los Corintios.
Will se recostó en su asiento con una sonrisa. ¿Acaso no había dicho Harden que Walton había desempeñado todo tipo de tareas en el periódico, incluso la de escribir los crucigramas?
– ¡Pero si era él! -exclamó en voz alta.
Un miembro fundador de la Iglesia de Jesús Renacido con un talento especial para los acertijos. De repente, a Will no le cupo duda. «No se detenga», los diez Proverbios… Walton estaba al tanto de todo y quiso comunicárselo. Seguramente tenía miedo. Demasiado para abordar a nadie directamente. Si el Apóstol y sus sicarios hubieran descubierto su traición no habrían dudado en matarlo. No era de extrañar que hubiera recurrido a mensajes en clave.
Pero ¿por qué lo eligió a él como destinatario? Sin duda leyó los reportajes que publicó en el periódico y llegó a la conclusión de que estaba sobre la pista de los asesinatos de los hombres justos. Cuando le dijo que no se detuviera, no se refería a que siguiera buscando a Beth, sino que continuara tras el rastro de los lamad vav; que no se contentara con Baxter y Macrae, que habría más. Ahora entendía por qué Walton le robó su libreta de notas: quería saber todo lo que él sabía, aunque también cabía la posibilidad de que deseara guardarlo en lugar seguro.
Entonces, tuvo una duda. Si Walton era su informador, un topo infiltrado en el círculo más íntimo de su padre, ¿por qué se había burlado de su reportaje sobre Macrae? ¿No habría sido más lógico que lo hubiera animado?
Will recordó entonces la conversación que mantuvieron después de que la historia apareciera publicada en primera página. «Un éxito difícil de repetir», le dijo, y sin embargo eso era exactamente lo que Will consiguió después al relatar la vida y muerte de Pat Baxter. Walton le había trazado un camino, y él lo había seguido exactamente.
Tras leer su historia sobre Baxter, Walton seguramente supo que él era la persona que podía poner al descubierto a la Iglesia de Jesús Renacido, desenmascarar a su propio padre. Pero ¿y si resultaba que Walton había trazado sus planes con anterioridad e incluso había organizado la historia de Baxter? ¿Qué dijo Harden antes de enviarlo al oeste? «Yo intenté aprovechar los restos y se los ofrecí a Walton, pero él se disculpó con una vulgar excusa y te propuso a ti.» ¿Podía ser cierto? ¿Walton se había quitado el encargo de encima sabiendo que él iría en su lugar y se daría de bruces con la historia de Baxter? ¿Y el misterioso folleto de la convención de la Iglesia de Jesús Renacido que apareció en su mesa? ¿Fue también cosa de Walton?
Will decidió que lo mejor era preguntárselo directamente, allí y entonces. Giró en su silla y vio que la mesa de al lado estaba aún más limpia que de costumbre.
– ¿Dónde está Terry? -preguntó a Amy.
– Según parece, ya se ha marchado. Iba directo al aeropuerto.
Demasiado tarde. Will se derrumbó en su silla, derrotado.
Le habría gustado dar las gracias a Walton y también hacerle un montón de preguntas, pero no iba a poder ser.
– Lástima, me habría gustado despedirme de él como Dios manda.
– ¿A ti no te ha dejado ningún regalo? A mí me ha dado un libro -dijo Amy mostrándole el ejemplar de El malabarista: cómo compatibilizar trabajo y familia.
Entonces Will la vio: una caja cuidadosamente envuelta que descansaba en la partición de las dos mesas.
La cogió y rasgó el envoltorio. Dentro había una caja de cartón. La abrió y encontró plástico de burbujas. Will sacó lo que había envuelto en él. Parecía el clásico adorno de escritorio, quizá un giroscopio. Tuvo que desenvolverlo por completo para comprender lo que Walton le había regalado.
Era una figura de Atlas, la escultura del Rockefeller Center, el hombre que cargaba el universo sobre sus hombros. También había una nota:
Un antiguo dicho judío dice que salvar una vida es salvar el mundo entero. Sé que hiciste lo uno. Puede que de paso también lograras lo otro. Buena suerte.
T.
Will la dejó en su mesa, al lado de la bola de nieve de Sadam Husein que había pispado de la mesa de Walton y que nunca había devuelto. Todavía no había alcanzado el nivel de Amy Woodstein, pero Will empezaba a desarrollar su rincón personalizado. El puesto de honor correspondía a una foto de Beth en la que aparecía mostrando la incipiente curva de su embarazo. Al lado había otra de él con su madre. Y a continuación quedaba un espacio reservado para la foto del chico a quien ya quería.