Capítulo 60

Lunes, 15. 47 h, Manhattan


Sé que están aquí, TC, en la ciudad de Nueva York.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro? Están asesinando a los hombres justos que hay por todo el mundo.

– Por una cosa: todo lo que saben lo han sacado directamente de los hasidim, lo han conseguido metiéndose en sus ordenadores, y ahora necesitan intervenir en persona para completar el proceso. Por eso mataron a Yosef Yitzhok. No solo están desesperados por localizar al número treinta y seis, sino que están convencidos de que los hasidim saben dónde se encuentra, y tienen toda la razón. Además, me parece que ellos quieren estar allí.

– ¿A qué te refieres?

– ¿No lo ves? Esta noche será el momento culminante, cuando todo confluya. Ellos querrán estar donde la profecía va a cumplirse, a hacerse realidad, porque aquí será donde todo acabará, TC. ¿No lo entiendes? Nueva York es la Sodoma del siglo veintiuno. ¡Es aquí donde el mundo por fin saldrá perdedor de su regateo con Dios! Solo treinta y seis hombres justos. Mientras sigan con vida, el mundo perdurará. Sin ellos, todo habrá acabado. ¡Esa gente quiere estar aquí para ver cómo sucede!

– Will, me estás asustando.

– ¡Y hay otra cosa! -Se interrumpió-. Bueno, no tenemos tiempo. Debo marcharme. -Colgó y marcó el número de The New York Times.

– Amy Woodstein.

– Amy, soy Will. Necesito que hagas algo por mí.

– ¡Will! -exclamó ella en un susurro-. Se supone que no debería estar hablando contigo. ¿Te está ayudando alguien?

– En estos momentos lo que necesito es que me ayudes tú, Amy. En mi mesa verás el folleto de una convención de la Iglesia de Jesús Renacido. ¿Podrías cogerlo y leérmelo?

Amy dejó escapar un suspiro de alivio.

– Espera un momento. -Al cabo de unos instantes regresó-. De acuerdo, dice: «La Iglesia de Jesús Renacido. Valorar a las familias a través de los valores familiares. Reunión espiritual en el Javits Convention Center del número 35 de West Street…». Espera un momento, Will… ¡Es hoy!

– ¡Sí! -Will sonó triunfal.

– Oh, Will, no sabes cómo me alegro de que encuentres consuelo en tu fe. Sé de tantas personas que al enfrentarse a un desafío…

– Amy, gracias, me encantaría charlar contigo, pero debo marcharme.


Media hora más tarde, Will llegaba al Javits Convention Center, donde vio un mostrador de delegados atendido por voluntarios de intensa mirada. No iba a funcionar.

«¡Ah, el mostrador de prensa!»

– Disculpen, soy periodista de The Guardian, un diario londinense, y me temo que no estaré en sus listas. ¿Habría alguna forma de que pudieran hacerme un hueco?

– Lo siento, señor. Me temo que las acreditaciones deben tramitarse a través de nuestra oficina de Richmond. ¿Presentó usted su preacreditación?

«¿Una preacreditación?», se pregunto Will, que creía conocer todos los estrafalarios conceptos de Norteamérica.

– No, lo siento. No pude hablar con ellos por teléfono, pero el director de mi periódico se sentirá muy decepcionado si no puedo cubrir esta maravillosa celebración de los valores familiares. En Inglaterra no tenemos nada parecido, y me consta que hay una gran demanda de este tipo de ejemplo espiritual. ¿No podrían permitirme la entrada, aunque solo fuera media hora, para que al menos pueda decir a mi jefe que lo vi con mis propios ojos?

Había tocado todas las teclas. En los años que llevaba en Estados Unidos, esa clase de cháchara le había abierto las puertas de la NASA con ocasión de un lanzamiento, de Graceland en la Noche de Elvis, y en un debate entre los candidatos a la presidencia en Trenton, New Jersey. Confiaba en que sus ojos brillaran de auténtica expectación.

Sin embargo, la mujer del mostrador de prensa, en cuyo identificador se leía CARRIE-ANNE, AUXILIAR, no estaba dispuesta a ceder.

– Lo siento, tendrá que hablar con Richmond primero.

«¡Maldita sea!»

– Claro. ¿Qué número debo marcar?

Will lo apuntó cuidadosamente. Luego, sacó el móvil y marcó el número de su casa.

– Hola -dijo al aparato-. Soy Tom Mitchell, de The Guardian, de Londres. Es sobre la convención de hoy. Me preguntaba si habría alguna posibilidad de que… Sí, eso mismo. -En el otro extremo de la línea se oía la voz de su contestador automático, que le decía que ni él ni Beth se encontraban en casa en esos momentos. Siguió hablando para acallar el sonido-. O sea, ¿que debo echar un vistazo al programa? Vale, un momento. -Will puso una mano sobre el móvil y se volvió hacia Carrie-Anne-. Me dicen que tengo que mirar el dossier de prensa.

Sin dudarlo, ella le entregó uno.

– De acuerdo -siguió fingiendo Will-. Ahora debo ver lo que hay y decidir lo que me interesa y… Muy bien, ha sido de gran ayuda. Muchas gracias.

Mientras seguía hablando con su contestador automático, Will repasó la lista de sesiones.

En la Suite Holden: «Volver a unir lo que estuvo unido: el papel de los padres tras el divorcio, por el reverendo Peter Thomson».

En el Salón McMillan: «¿Cómo lo haría Jesús? Buscar el consejo del Salvador».

Will no encontró lo que andaba buscando. Alzó la mirada y vio a Carrie-Anne sonriendo mientras entregaba las acreditaciones a un reportero de televisión y a su cámara. Silenciosamente, se dio la vuelta y se dirigió hacia las salas de conferencias sujetando en lugar bien visible el dossier de prensa a modo de acreditación.

Volvió a echar un vistazo al programa: pausas para almorzar, guardería infantil, talleres de trabajo… Entonces, sus ojos se detuvieron.

En la capilla: «Entrar en la era mesiánica. Conferenciante pendiente de confirmación. Sesión restringida».

Miró la hora en su reloj: ya había empezado. ¿Dónde se hallaba la capilla en aquel enorme complejo de salas, escaleras y pasillos? Revisó el dossier hasta que encontró una guía del centro. En el tercer piso.

Había un montón de puertas, pero al final vio una con un rótulo donde aparecía una figura arrodillada en ademán de orar. Will apoyó la oreja contra el batiente.

– … ¿Cuántos siglos hemos esperado? Más de veinte. Y a veces nuestra paciencia ha parecido a punto de agotarse, nuestra fe ha flaqueado.

Will oyó la campanilla del ascensor. Se volvió y vio que de él salían tres hombres, más o menos de su edad, vestidos con trajes oscuros como el que se había puesto para su excursión a Crown Heights. Los tres llevaban una Biblia en la mano y se dirigían hacia donde estaba.

Cuando se acercaron, Will vio que uno de ellos estaba sin aliento.

«Llegan tarde -pensó-. Es mi oportunidad.»

– No os preocupéis -les dijo cuando lo alcanzaron-, creo que todavía podemos entrar sin que nos vean.

Convencido, uno de ellos abrió la puerta y dejó pasar al grupo. El apuro era menor si se compartía entre varios. Will simplemente había pasado a formar parte de un grupo. Incluso llevaba su propia Biblia.

Encajado en el fondo, Will intentó escudriñar la sala. Para su sorpresa, era enorme, tenía las dimensiones de un salón de banquetes. Debía de haber más de dos mil personas, pero resultaba difícil saber quiénes eran porque todos tenían la cabeza gacha en actitud de oración. No se atrevió a alzar la mirada.

Al fin, una voz amplificada rompió el silencio.

– Nos arrepentimos, oh, Señor, por nuestros momentos de duda. Nos arrepentimos por el dolor y el sufrimiento que nos hemos infligido mutuamente en el planeta que el Padre nos ha confiado en su nombre. Nos arrepentimos, oh, Señor, por los siglos de pecados que nos han mantenido apartados de Tí.

Los congregados respondieron al unísono:

– En este Día de Expiación, nos arrepentimos.

Will levantó la vista intentando descubrir quién estaba hablando. Un hombre se hallaba de pie, al fondo, pero daba la espalda a la sala y resultaba imposible saber si era joven o viejo: tenía la mayor parte de la cabeza cubierta por un solideo blanco.

– Pero ahora, oh, Señor, el Día de la Expiación ha llegado. Por fin el hombre rendirá cuentas. El Gran Libro de la Vida está a punto de cerrarse para siempre. Al fin, vamos a ser juzgados.

Todos respondieron a la vez:

– Amén.

El hombre se volvió. Era de la edad de Will, y tenía aspecto de estudioso. Will se sorprendió. Parecía demasiado joven para ser el líder, y su voz era demasiado potente y grave para provenir de él.

– Tu primer pueblo, Israel, se apartó de tus enseñanzas, oh, Señor -siguió diciendo la voz.

Sin embargo, el hombre que Will había identificado como el líder no era el que hablaba. Fue entonces cuando Will reparó en la enorme pantalla que se levantaba al fondo de la sala. En ella solo aparecían dos palabras en negro sobre blanco: EL APÓSTOL. Por fin, cayó en la cuenta de que la voz que llenaba la sala no pertenecía a ninguno de los presentes. Puede que fuera una grabación o que la retransmitieran en directo desde algún lugar del exterior. Tenía una extraña cualidad metálica. En cualquier caso, al Apóstol no se lo veía por ninguna parte.

– El primer Israel se asustó de tu palabra, y recayó en otros hacer honor a tu juramento. Tal como está escrito: «Y si vosotros sois los hijos de Cristo, entonces sois los retoños de Abraham y los herederos de acuerdo con la promesa».

La congregación respondió:

– Nosotros somos los hijos de Cristo y por lo tanto de Abraham. Somos sus herederos de acuerdo con la promesa.

Will se estremeció. Así pues, aquella era la Iglesia de Jesús Renacido en su versión actualizada del siglo XXI, y aquella era la doctrina que en su momento había cautivado a su padre, a Townsend McDougal y a tantos otros. Los hombres que había en la sala -y Will cayó entonces en la cuenta de que solo había hombres- también creían en ella; eran los herederos del lugar ocupado por los judíos en el esquema divino del mundo. Ellos habían hecho suyas sus enseñanzas y las habían convertido en propias.

– Pero ahora, Señor, necesitamos tu ayuda. Rezamos para que nos guíes. Estamos muy cerca; sin embargo, el conocimiento final nos es esquivo.

«El número treinta y seis», se dijo Will.

– Por favor, permítenos llegar hasta el final de modo que el juicio de Dios caiga como la lluvia sobre la bendita tierra.

Will escrutaba la sala cuando un hombre de la primera fila se volvió y lo vio. El individuo tardó en reaccionar, pero finalmente cruzó la mirada con otro de los presentes y le hizo un gesto con la cabeza señalando a Will.

Este no vio la mano que surgió de la nada y lo sujetó por el cuello, tampoco el pie que lo golpeó bajo la rodilla obligándolo a caer de bruces. Sin embargo, mientras se desplomaba en el suelo pudo entrever al hombre que se alzaba ante él: sus ojos eran de un azul tan claro que casi destellaban.

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