Viernes, 21. 46 h, Manhattan
El coro y la orquesta se levantaron para recibir los aplausos mientras el sudoroso director permanecía de pie. Sin embargo, Will solo oía un sonido: el de su padre aplaudiendo. En los pocos años que llevaba conociéndolo, se había maravillado a menudo de los decibelios que aquellas dos enormes manos eran capaces de producir cuando entrechocaban con un ruido seco que sonaba como madera golpeando contra madera. Era un sonido que despertaba en Will recuerdos que casi había olvidado: el de un discurso en el colegio de Inglaterra, la única vez que su padre había estado allí. En aquella época él tenía diez años y, al salir a recoger el premio de poesía, estuvo seguro de escuchar los distantes aplausos de su padre por encima del estruendo que organizaban los cientos de progenitores. Aquel día se sintió orgulloso de las potentes manos de roble del desconocido, más fuertes que cualesquiera otras en el mundo; de eso estaba seguro.
Aquel ruido no había disminuido cuando su padre, que en esos momentos tenía unos cincuenta años, entró en la mediana edad. Estaba tan en forma y delgado como de costumbre, con su blanco pelo muy corto. No corría ni iba al gimnasio, pero los fines de semana que pasaba navegando a vela por Sag Harbor lo mantenían en buen estado físico.
Sin dejar de aplaudir, Will se volvió para observarlo, pero la mirada de su padre no se desvió. Fue entonces cuando se fijó en el ligero enrojecimiento que rodeaba su nariz y se dio cuenta con asombro de que los ojos de su padre estaban húmedos; la música lo había emocionado, pero no quería que su hijo viera las lágrimas.
Will sonrió para sus adentros ante aquella imagen: un hombre con unas manos fuertes como árboles conmoviéndose ante el canto de un coro de ángeles. Entonces notó las vibraciones. Cogió su Blackberry y vio que tenía un mensaje del despacho, de la sección de Local del diario: «Tienes trabajo. Brownsville, Brooklyn. Homicidio».
El estómago le dio un leve vuelco, una contracción en la que se combinaban los nervios y la emoción. Formaba parte de la lista de «polis de noche» de la sección de noticias locales de The New York Times, el tradicional bautismo de fuego para jóvenes promesas como él. Quizá estuviera destinado a convertirse en el corresponsal del diario para Oriente Próximo o en el jefe de la oficina de Pekín, incluso a llegar a lo más alto en la dirección; eso sí, primero tendría que aprender los rudimentos de la profesión. Así pensaban en el diario. «Tendrás mucho tiempo para ocuparte de golpes militares; pero antes debes aprender a cubrir una exposición floral -le había dicho Glenn Harden, el jefe de la sección de Local-. Tienes que aprender a conocer a la gente y eso puedes hacerlo aquí.»
Mientras el coro disfrutaba de la ovación, Will se volvió hacia su padre con expresión de disculpa y le mostró la Blackberry.
– El trabajo me llama -le dijo en voz baja mientras recogía el abrigo.
Aquella inversión de papeles le producía un extraño placer.
Tras años viviendo a la sombra de la deslumbrante carrera de su padre, ahora le tocaba a él atender la llamada del trabajo.
– Ten cuidado -le susurró su padre.
Una vez en la calle, Will paró un taxi. El conductor escuchaba las noticias en la NPR, y Will le pidió que subiera el volumen, a pesar de que no esperaba oír nada referente a Brownsville. Will lo hacía siempre que subía a un taxi, incluso en bares y comercios. Era un adicto a las noticias desde la adolescencia.
Se había perdido los titulares, y ya estaban dando las noticias internacionales. Decían algo sobre Inglaterra. Will aguzó el oído. Siempre lo hacía cuando oía cualquier noticia relacionada con el país que él seguía considerando su hogar. A pesar de que había nacido en Estados Unidos, sus años de formación, entre los ocho y los veintiuno, los había pasado en Gran Bretaña. Sin embargo, en ese momento, al oír que Gavin Curtis, el ministro de Economía, se hallaba en apuros, Will prestó aún más atención. Empeñado como estaba en demostrar al Times que su talento iba más allá de la sección de noticias locales y en que sus superiores se enteraran de que también había estudiado economía en Oxford, en su segundo día en el periódico, Will entregó una historia para el suplemento semanal. Incluso propuso un titular: «Se busca un banquero para el mundo». El Fondo Monetario Internacional andaba tras un nuevo presidente, y se decía que Curtis era el candidato mejor situado.
«Las primeras acusaciones han sido presentadas por un diario británico -decía la voz de la NPR- que asegura que se han encontrado irregularidades en las cuentas del Tesoro. Un portavoz del señor Curtis ha negado hoy cualquier indicio de corrupción.»
Will escribió una nota mientras un recuerdo acudía a su memoria y él lo descartaba rápidamente.
Tenía asuntos más urgentes de los que ocuparse. Se metió la mano en el bolsillo y cogió el móvil. Mandaría un breve mensaje a Beth, que había asimilado su británica afición a escribir. Con un pulgar que se había vuelto prodigiosamente veloz tecleó los números, que se convirtieron en letras:
¡Mi primer asesinato! Volveré tarde a casa. Te quiero.
No tardó en ver cuál era su lugar de destino. Unas luces rojas giraban silenciosamente en la oscuridad de aquella noche de septiembre. Pertenecían a dos coches de policía que estaban aparcados, morro contra morro, en punta de flecha, como si así pretendieran bloquear parte de la calle. Ante ellos habían levantado apresuradamente un cordón policial con cinta amarilla. Will pagó la carrera, se apeó del taxi y miró a su alrededor. Casas de apartamentos en decadencia.
Se acercó al cordón y una mujer policía fue hacia él para impedirle el paso con expresión aburrida.
– No se puede pasar, señor.
Will metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
– ¿Y a la prensa? -preguntó mientras mostraba lo que confiaba que fuera una sonrisa arrebatadora y enseñaba su recién estrenado carnet de periodista.
Apartando la vista, la agente le hizo un breve gesto con la mano para que pasara.
Will se deslizó bajo la cinta y se topó con un compacto grupo de una docena de personas. Periodistas.
«Llego tarde», pensó, irritado.
Uno de ellos era de su misma edad, alto, con el cabello increíblemente liso y un maquillaje anaranjado muy poco natural. Will estaba seguro de conocerlo, pero no recordaba de qué. Entonces vio el cable en espiral que salía de su oreja. ¡Claro! Carl McGivering, de la NY1, la cadena de noticias por cable 24 horas de la ciudad. Los demás eran mayores, y los ajados carnets de prensa que llevaban colgando del cuello revelaban su procedencia: Post, Newsday y diversos periódicos locales.
– Un poco tarde, novato -dijo el de aspecto más curtido, aparentemente el decano de la sección de Sucesos-. ¿Qué te ha entretenido?
Will había aprendido en su primer trabajo en el Bergen Record de New Jersey que una de las cosas que todo periodista novato tenía que aguantar eran las pullas de los veteranos.
– De todas maneras, no sufras -prosiguió el abuelo del Newsday-. No es más que otra versión de un asesinato de pandillas. Por lo que parece, los cuchillos se han puesto de moda últimamente.
– «Cuchillos. Las nuevas armas.» Podría ser un buen artículo para la sección de Moda -intervino el del Post provocando las risas del Club de Reporteros Veteranos, cuya reunión Will tenía la sensación de haber interrumpido. Sospechaba que aquello era una indirecta para darle a entender que él y su periódico eran demasiado delicados para ocuparse como era debido del negocio del crimen, que era cosa de machos.
– ¿Habéis visto el cadáver? -preguntó Will, seguro de que en la profesión existía un término que acababa de demostrar que no conocía. ¿«Fiambre», quizá?
– Sí. Justo allí -contestó el decano, indicando con un gesto de la cabeza los coches de la policía mientras se llevaba a los labios una taza de plástico llena de café.
Will se encaminó hacia el espacio entre los dos vehículos, una especie de claro hecho por el hombre en medio de la jungla urbana. Había un par de agentes que iban de un lado a otro tomándose las cosas con calma. Uno de ellos sostenía un sujetapapeles, pero no había ningún fotógrafo de la policía. Seguramente Will se lo había perdido.
Y allí, en el suelo, cubierto por una manta, yacía el cuerpo.
Will intentó acercarse para verlo mejor, pero uno de los agentes le cerró el paso.
– Lo siento, señor. A partir de aquí solo puede pasar el personal autorizado. Si tiene preguntas, hágaselas a IARP.
– ¿A IARP?
– ¿Le dicen algo las palabras «inspector adjunto de Relaciones Públicas»? -preguntó el agente como si estuviera hablando con un niño medio tonto que hubiera olvidado lo más elemental.
Will se maldijo por haber preguntado. Tendría que haberlo adivinado.
La IARP se encontraba al otro lado del cadáver, hablando con el tipo de la televisión. Will tuvo que dar la vuelta hasta situarse a un par de pasos del cuerpo del difunto Howard Macrae. Miró fijamente la manta, con la esperanza de adivinar el rostro que había debajo. Quizá la manta le revelara el perfil, como las máscaras de arcilla que utilizaban los escultores. Siguió observando, pero el gris y anodino cobertor no le dijo nada.
La IARP estaba lanzada:
– Suponemos que se trata, bien de un ajuste de cuentas entre los SVS y los Wrecking Crew, bien de un intento de las redes de prostitución de Houston de hacerse con el control del territorio de Macrae.
En ese momento pareció fijarse en Will; su expresión varió al instante y se volvió fría. Había echado el cierre, y Will captó el mensaje: aquella charla informal era solamente para Carl McGivering.
– ¿No podría darme algunos detalles? -preguntó Will.
– Se trata de un hombre, afroamericano. Cuarenta y tres años. Noventa y tantos kilos. Ha sido identificado como Howard Macrae, y fue hallado muerto a las ocho y veintisiete minutos de esta noche en la esquina de las avenidas Saratoga y St. Marks. La policía fue avisada por un residente del barrio que llamó al nueve-uno-uno tras tropezarse con el cuerpo cuando iba al 7Eleven. -La mujer hizo un gesto con la cabeza indicando la tienda-. Parece que la muerte se debió al seccionamiento de las arterías y a un paro cardíaco tras recibir varias puñaladas. El departamento de policía de Nueva York ha clasificado el caso de homicidio y no reparará en esfuerzos para sentar en el banquillo al culpable.
Su tono monocorde indicó a Will que se trataba de un mero formulismo, algo que todos los IARP estaban obligados a repetir. Sin duda lo había redactado un grupo de asesores externos, los mismos que seguramente habían escrito lo de «no reparará en esfuerzos».
– ¿Alguna pregunta?
– Sí. ¿Qué es esa historia de la prostitución?
– ¿Es confidencial?
Will asintió para indicarle que utilizaría todo lo que la IARP le dijera, pero sin atribuírselo a ella.
– Este hombre era un proxeneta conocido tanto por nosotros como por la gente del barrio. Era propietario de un burdel en Atlantic Avenue, cerca de Pleasant Place. Una casa de putas al viejo estilo: chicas, habitaciones, todo bajo un mismo techo.
– Vale. ¿Y qué hay de que lo encontraran en medio de la calle? ¿No es extraño que no intentaran esconder el cuerpo?
– Los asesinatos de bandas funcionan así. Como los tiroteos desde un coche, se hacen a campo abierto y nadie intenta ocultar el cuerpo; precisamente de eso se trata. Es un mensaje, y cuanta más gente se entere, mejor: «Lo hemos hecho nosotros, y nos importa una mierda que se sepa. También puede ocurrirte a ti».
Will lo anotó todo tan rápidamente como pudo, dio las gracias a la IARP y cogió el móvil. Habló con la sección de Local y les contó todo lo que tenía. Le dijeron que volviera al diario porque todavía estaban a tiempo de sacarlo en la edición del día siguiente. No necesitaban más que unos pocos párrafos. A Will no le sorprendió. Llevaba leyendo The New York Times el tiempo suficiente para saber que aquello no era precisamente material de portada.
Lo que no dijo a nadie de la sección, ni a la IARP ni a ninguno de los reporteros presentes fue que aquel era el primer caso de asesinato que cubría. En el Bergen Record, esos asuntos escaseaban y por lo tanto no caían en manos de novatos como él. Era una lástima, porque había un detalle que le llamó la atención pero que se quitó de la cabeza casi al instante. Los demás colegas estaban demasiado hastiados para haberse fijado, pero Will lo había visto. El problema fue que pensó que se trataba de rutina.
En aquel momento no lo sabía, pero estaba lejos de serlo.