Lunes, 19.33 h, Crown Heights, Brooklyn
Hola, William. Will notó que la cabeza le martilleaba. La habitación parecía dar vueltas. Beth, acurrucada tras él, le cogió la mano y contuvo un grito. El rabino Freilich y la mujer no se movieron de donde estaban. Todos se habían quedado de una pieza.
– ¿Cómo? ¿Tú…? No lo entiendo.
– No te culpo, Will. ¿Cómo ibas a entenderlo? Nunca os conté nada de esto, ni a ti ni a tu madre. Ella no lo entendería.
– Pero, yo…, yo… -balbuceó Will-. ¡Pero eres mi padre! -añadió como si aquello fuera una explicación racional.
– Lo soy, Will, pero también soy el líder de este movimiento. Yo soy el Apóstol, y tú nos has hecho el servicio más grande del mundo, tal como yo sabía qué harías: nos has llevado hasta el último de los justos. Solo por eso te has ganado un lugar en el mundo que está por venir.
Will parpadeó igual que un fugitivo deslumbrado por las luces de sus perseguidores. Era incapaz de asimilar lo que estaba viendo y escuchando.
¡Su padre! ¿Cómo era posible que su padre, un hombre dedicado a la ley y a la justicia, pudiera ser el instigador de tantos y tan crueles asesinatos? ¿De verdad creía su padre, que siempre había sido un inflexible racionalista, en todas esas historias de convertirse en el pueblo elegido por Dios y en el fin de los tiempos? ¡Claro que creía en ello! La pregunta era cómo había conseguido ocultarlo durante tantos años y convencer a todo el mundo de que su único Dios era el código legal y la Constitución de Estados Unidos. ¿De verdad su padre había tramado un plan para asesinar a tres docenas de buenas personas, la última esperanza de la humanidad?
Durante una fracción de segundo, una imagen surgió en su mente: el rostro de alguien a quien no había visto en años, el de su abuela sirviendo el té en el jardín de su casa de Inglaterra. Lucía el sol, pero en lo único en que Will se fijaba era en el gesto de sus labios mientras ella murmuraba las palabras que a él tanto lo habían intrigado a lo largo de los años: «La otra gran pasión de tu padre». De modo que esa era, esa había sido la fuerza que había separado a sus padres cuando eran jóvenes; no había sido otra mujer, ni tampoco la entrega al mundo del derecho. Había sido su fe, su fanatismo.
A Will lo asaltaron un millón de preguntas, pero solo fue capaz de plantear una:
– Así, ¿desde el principio estabais al corriente de lo de Beth? -dijo mientras extendía los brazos para protegerla.
– Yo no tuve nada que ver con eso, William. El secuestro fue una iniciativa de tus amigos judíos, suya y de nadie más. -Monroe padre hizo un gesto señalando al rabino-. Cuando me contaste que Beth había sido raptada, tuve mis sospechas, pero cuando localizaste a sus captores en Crown Heights, entonces estuve seguro. Tardé un tiempo en darme cuenta. Al principio, pensé que se trataba de alguien que quería que dejaras de trabajar en tu reportaje. ¡Lo estabas haciendo tan bien! Primero Howard Macrae, después Pat Baxter… Parecía que estabas a punto de descubrirlo todo, pero entonces me di cuenta de que los hasidim no habían capturado a Beth para detenerte. No habría tenido sentido. La habían capturado para detenerme a mí. Y para eso solo cabía una explicación: tenían que darle cobijo porque, a su vez, ella era quien cobijaba al justo número treinta y seis.
– Tú sabías lo que estaba ocurriendo, pero no me ayudaste. Tú no…
– No, William. Lo que yo quería era que tú me ayudaras a mí. Sabía que no descansarías hasta haber encontrado a Beth y que, durante tu busca, nos llevarías hasta ella. Tenía razón.
Will tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse en pie. La habitación le daba vueltas, y a sus pulmones les faltaba el aire. Apenas consiguió articular unas palabras:
– Esto es una locura.
– ¿Crees que es una locura? ¿Tienes de verdad la menor idea de lo que está sucediendo?
– Lo que creo es que estás asesinando a los justos de este mundo.
– Bueno, William, yo no utilizaría precisamente esas palabras. Desde luego que no. Me gustaría que tuvieras una perspectiva más amplia, que vieras las cosas en su conjunto. -Will no le había oído nunca aquel tono de voz, en ningún momento. Era la voz de un estricto maestro que esperaba ser obedecido. Fuera cual fuese el dispositivo electrónico que habían utilizado en la capilla para distorsionar esa voz, no había servido para enmascarar aquel tono, el de la autoridad del Apóstol-. El cristianismo ha entendido lo que el judaísmo no ha sido capaz de comprender, lo que los judíos se han negado tozudamente a asimilar. ¡No han querido ver lo que tenían ante sus narices! Creían que mientras hubiera en el mundo treinta y seis almas justas todo iría bien. Se consolaron con esa idea, pero no comprendieron su verdadero poder.
– ¿Y cuál es su verdadero poder?
– Pues que si treinta y seis hombres pueden sostener el mundo, entonces ¡lo contrario también debe ser cierto! En el instante en que desaparezcan esos treinta y seis justos, el mundo se vendrá abajo. -William Monroe se volvió y se encaró con su hijo-. ¿Lo ves? Eso no interesaba a los judíos. Para ellos, si el mundo acababa, significaba el final de todo, muerte y destrucción. Sin embargo, el cristianismo nos enseña algo más. ¿No es así, William? ¡Nos enseña algo glorioso e infinito! Solo nosotros hemos sido bendecidos con un conocimiento sagrado: sabemos que el final de este mundo significa el ajuste de cuentas definitivo. Y ahora descubrimos que lo único que debemos hacer para que ocurra, para tener la certeza de que va a suceder, es poner fin a la vida de treinta y seis personas. Si podemos hacerlo antes de que se hayan completado los Diez Días de Penitencia, llegará el Día del Juicio Final. Es tan bello y tan simple como eso.
Will no podía creer que aquellas palabras estuvieran saliendo de boca de su padre. Algo no encajaba, era como si se hubiera convertido en el muñeco de un ventrílocuo loco; pero entonces, con verdadero pavor, Will pensó que quizá aquel era el verdadero William Monroe. Cabía la posibilidad de que el falso fuera el padre que él había conocido. Se obligó a hablar.
– Pero ¿por qué deseas que llegue el Día del Juicio Final? ¿Por qué deseas el ajuste de cuentas definitivo?
– Vamos, William, no te hagas el tonto, cualquier niño que vaya a la iglesia conoce la respuesta. Está todo en el Apocalipsis. El final del mundo significará el retorno de Cristo Redentor.
Will se estremeció, como si aquellas palabras estuvieran dotadas de fuerza física.
– ¿De modo que lo que pretendes es que Jesucristo regrese a este mundo mediante el asesinato de treinta y seis inocentes? -preguntó Will, que era consciente de que un revólver lo apuntaba-. Por si fuera poco, esos hombres no solo eran inocentes, sino seres humanos de una notable bondad. Eso es algo que me consta.
– No me mires como si fuera un vulgar asesino, William. Debes apreciar el genio que hay tras este plan. Solo treinta y seis. Solo hace falta que mueran treinta y seis. Deberías leer las Escrituras, hijo mío. Se da por hecho que millones de personas deberán perder la vida en la batalla de Armagedón, la conflagración final que dará paso al Segundo Advenimiento. Cadáveres apilados, ríos de sangre. «Y las islas habrán quedado sumergidas y no se hallará montaña alguna.»
»Sin embargo, mi plan evita todo esto, abre una nueva vía al paraíso por un camino que no quedará sembrado de esqueletos ni bañado en lágrimas. -Monroe padre cerró los ojos-. Mi plan no es más que un modo pacífico de traer el paraíso a la tierra. Piensa en ello, William. No más sufrimientos, no más derramamientos de sangre; los días del Mesías llegarán mediante el sacrificio de solo treinta y seis almas. Son menos de las que mueren cada minuto en las carreteras de nuestro país, menos de las que fallecen inútilmente en incendios o accidentes ferroviarios. Y estas son muertes gratuitas, no sirven para nada. Sin embargo, las de esos hombres son vidas entregadas a los demás, al resto de la humanidad, y vivirán para siempre en el paraíso. ¿Acaso no es eso exactamente lo que esos hombres justos habrían deseado?
«Además, no han sido asesinatos brutales, William. Cada uno fue realizado con amor y respeto hacia el alma bendita de la víctima. Les inyectamos un anestésico para que no sintieran dolor alguno. Naturalmente, a veces tuvimos que disimular lo que hacíamos y, a veces, eso significó un final algo más violento de lo que nos habría gustado.
Will pensó en Howard Macrae, apuñalado repetidas veces para que su muerte pareciera un ajuste de cuentas entre bandas.
– Pero en todos los casos -prosiguió su padre-, intentamos darles cierta dignidad.
Will recordó la manta con la que habían cubierto el cuerpo de Macrae. La mujer a la que había entrevistado en Brownsville hacía mil años, Rosa, había insistido en que la única persona que podía haber hecho semejante cosa había sido el propio asesino. Rosa tenía razón.
Su padre seguía hablando, esta vez en tono más tranquilo.
– Imagínalo, William. Date la oportunidad. Un mundo sin guerras, un mundo de paz y tranquilidad no solo para hoy o la semana que viene, sino por los tiempos de los tiempos. Y eso podrá hacerse realidad no sacrificando a millones, sino solo a tres docenas de buenas almas. William, ¿no lo harías si estuviera en tu mano? ¿Acaso no deberías hacerlo?
El Apóstol calló y dejó que sus palabras flotaran en el aire durante unos segundos. A Will le zumbaba la cabeza. Todos esos discursos sobre el fin de los días, el Segundo Advenimiento, la redención y el Armagedón lo superaban, lo ahogaban. Una imagen del pasado, surgida de alguna parte, flotó ante sus ojos: tenía seis años y saltaba entre las olas en una playa de los Hamptons cogido de la mano de su padre. Sin embargo, en esos momentos no tenía ninguna mano a la que aferrarse.
Su ser racional le decía que su padre había caído presa de alguna extraña locura. Cuánto tiempo llevaba así era algo que Will ignoraba; puede que desde que había empezado a frecuentar a Jim Johnson en Yale. De todas maneras, era una locura. ¿Una serie de asesinatos por todo el mundo para propiciar el retorno de Jesús? Sí, no cabía duda de que lo era.
Sin embargo, otra voz interior exigía su atención. Sin duda parecía absurdo, pero las pruebas eran difíciles de rebatir. Los hasidim de Crown Heights anhelaban la llegada del Mesías, y lo mismo sucedía con los cristianos de todo el mundo. ¿Acaso tantos millones de personas podían estar equivocadas? Un mundo sin violencia ni enfermedades, un mundo de paz y vida eterna. Su padre era un hombre inteligente y serio, su intelecto era uno de los más formidables que él había conocido jamás; si creía en la verdad de aquella profecía, en que iba a traer el paraíso a este mundo, ¿no era simple arrogancia por su parte insistir en que sabía más que él?
Por otro lado, ya era demasiado tarde para salvar a los hombres justos. Al menos treinta y cinco de ellos estaban muertos. El daño ya había sido hecho. Descifrar los textos antiguos, hallar a aquellos individuos mediante la asignación de un número a cada letra, podía parecer una locura, pero su veracidad había quedado demostrada. Aquellos hombres habían sido sin duda los hombres justos. Él lo había comprobado en persona. ¿Cómo podía estar tan seguro de que se hallaba en lo cierto y de que su padre se equivocaba?
De repente, «Ojos de láser» hizo un gesto a su padre señalándole el reloj e indicándole que se diera prisa.
– Sí, sí -dijo William Monroe-. Mi amigo tiene razón. Nos queda muy poco tiempo. Will, es importante que sepas algo, que entiendas cómo resolví esto, el modo en que descubrí que Beth es la madre del tzaddik.
Will dio un respingo. Aquellas palabras sonaban extrañas, antinaturales en boca de su padre.
– Fue porque vi la belleza de la situación. El patrón. ¿No lo ves, Will? Nada de esto es coincidencia, nada. Ni los reportajes que escribiste para tu diario ni esto -señaló a Beth-. Ni tú ni yo somos coincidencias. El rabino, aquí presente, nos lo podría explicar. Ustedes lo llaman «beshert», ¿no es cierto?, «lo que está destinado a ser», el destino.»
El tiempo se acaba, William, y es hora de que te enfrentes a tu destino. Has sido escogido para el más sagrado de los papeles. ¿No ves lo perfecto que es, cómo Dios quiere poner punto final a todo del mismo modo como empezó? Todo comenzó con Abraham y con la petición que Dios le hizo. Tú sabes lo que Dios le pidió, ¿verdad, William?
Will tragó saliva mientras una fría comprensión se extendía por sus venas. Notó la boca seca y la lengua pegada al paladar.
– Sacrificar a su hijo.
– Exacto, que sacrificara al hijo que él y su esposa habían esperado tanto tiempo. -Monroe padre se volvió hacia el hombre de ojos azules. Este desenfundó y le entregó sin pérdida de tiempo un largo y reluciente cuchillo. William Monroe se lo ofreció a su hijo con ademán respetuoso-. Por eso has de ser tú, hijo mío. Abraham estuvo dispuesto a matar a su querido Isaac con tal de demostrar su fe. Lo que yo te pido es que lo hagas por el bien de todos los hombres que viven y alguna vez han vivido, de los muertos. ¡Deja que se levanten de nuevo, William! ¡Deja que el reino de los cielos descienda sobre la tierra!
El sistema nervioso de Will sufrió un ataque de furia.
– ¿Y tú, padre? ¿Lo harías? ¿Matarías a tu propio hijo? ¿Me matarías a mí para poner fin a este mundo?
– Sí, William, lo haría. Lo haría sin dudarlo.
Will sintió la necesidad de sentarse y de cerrar los ojos. Estaba mareado.
De repente, justo en el extremo de su campo de visión, apreció cierto movimiento. Era la mujer de la casa, que se acercaba al hombre de ojos azules por la espalda blandiendo algún tipo de palo. Vio que se trataba de uno de los pilares de la barandilla. Casi sin darse la vuelta, el hombre apuntó con su pistola directamente al rostro de la mujer y disparó dos veces, rociando las paredes con una cascada de sangre, masa encefálica y hueso. El cuerpo se desplomó, y se produjo un instante de silencio. Luego, Will oyó que Beth gemía a su espalda. Sus propias manos estaban temblando.
– Debemos actuar deprisa, William. No podemos tolerar más retrasos. El Todopoderoso ha señalado un momento y a una persona para que dé este último y definitivo paso. El momento es ahora, y la persona eres tú.
Will calculó que apenas debían de quedar unos minutos. De fuera le llegó el sonido de un coro de voces.
Avinu Malkeinu Chatmeinu b'sefer chaim…
Nuestro Padre, nuestro Rey, séllanos en el libro de la vida…
Incluso amortiguado por las paredes, la intensidad de la plegaria resultaba inconfundible. No comprendía las palabras, pero sí lo que pretendían decir: en el último minuto de la hora undécima, rezaban por su salvación.
La hoja centelleaba con el mismo brillo y fiereza que veía en los ojos de su padre. Este habló lentamente, pero con una mirada fanática:
– Toma este cuchillo, Will, y haz lo correcto. Haz lo que Dios te ha encomendado. Ahora es el momento.
Will miró al rabino, que por fin se decidió a hablar con voz trémula. Tenía el rostro salpicado por la sangre de la mujer que acababa de ser asesinada en su presencia y parecía jadear.
– Su padre tiene razón, Will. Este es el momento en que debe decidirse. Eso es lo que Dios, en su infinita sabiduría, nos ha entregado a todos: la libre capacidad de decidir. Dios nos deja elegir, y ahora la elección es suya. A usted le toca decidir qué va a hacer.
Will echó una última y rápida ojeada a su reloj. Si pudiera estirar el tiempo…
Sin embargo, el instante siguiente anuló cualquier decisión que pudiera tomar: con un grito de «¡Basta de charla!», el hombre de ojos claros lo encañonó con la pistola, entrecerrando los ojos mientras apuntaba, pero Will sabía que el blanco no era él, sino Beth y el hijo que llevaba en las entrañas.
Alzó las manos, impotente, y gritó «¡No!»; sin embargo, cuando la palabra apenas había salido de su boca se vio empujado a un lado. Mientras tropezaba oyó el primer disparo, y después, otro, y vio la figura del rabino que se desplomaba. Freilich había saltado, apartándolo de la trayectoria de la bala y protegiendo a Beth con su cuerpo. El rabino acababa de tomar su propia decisión, la de recibir las balas destinadas al hijo no nacido de Will.
Will aprovechó la ocasión: se lanzó contra el pistolero y sujetó el arma. El hombre apretó el gatillo, pero había perdido el equilibrio y el proyectil atravesó una de las ventanas que daban a la calle. Will intentó arrebatarle la pistola, pero vio que su padre, cuchillo en mano, iba hacia el cuerpo de Freilich en busca de Beth.
Echando mano de una fuerza que ignoraba que tenía, Will sujetaba el brazo armado del asesino intentando inmovilizárselo en la espalda con la llave Nelson que había aprendido en el colegio. El hombre, al notar que su presa en la culata se aflojaba, empezó a gemir. Will intentó sujetarla con dos dedos pero no fue suficiente. Por el rabillo del ojo vio que su padre había apartado el cadáver de Freilich y que en cuestión de segundos hundiría el cuchillo en el cuerpo de Beth.
Will deseó poder soltar al hombre de ojos claros para detener a su padre, pero sabía que no serviría de nada. El asesino lo mataría antes de que hubiera podido cruzar la habitación. Debía hacerse con el arma. Retorció el brazo del hombre con más fuerza en un desesperado intento de quitarle la pistola, pero sin resultado. El arma no cayó de su mano, al contrario, el asesino la sujetó con más fuerza aún y apretó el gatillo sin querer.
Will oyó la amortiguada detonación y se miró las manos, esperando vérselas arrancadas de cuajo. Estaba cubierto de sangre. Tardó un segundo en comprender que no era suya: «Ojos de láser» se había disparado en la espalda.
En ese momento vio que su padre se había distraído brevemente al oír el disparo. Sus miradas se cruzaron un instante. William Monroe se volvió hacia su nuera con el rostro arrebolado, acabó de apartar el cuerpo inerte de Freilich y alzó el cuchillo, decidido a clavárselo en el vientre.
Will se abalanzó contra su padre con la misma carga de rugby que este le había enseñado hacía más de veinte años. Lo derribó, lo apartó de Beth pero no logró arrebatarle el cuchillo. Se colocó encima de su padre y lo miró a los ojos.
– Quítate de encima, William -le dijo su padre tensando los músculos del cuello-. Casi no nos queda tiempo.
La fuerza del anciano sorprendió a Will, que tuvo que hacer un supremo esfuerzo para mantenerle los brazos pegados al suelo. Su padre tenía el rostro congestionado en su intento de empujar a su hijo a un lado. Además, seguía conservando el cuchillo en la mano.
De repente, Will notó una nueva presión. Su padre estaba utilizando las rodillas para empujarlo, y funcionaba. El juez volvió a golpearlo y consiguió apartar a su hijo y ponerse en pie. Cuchillo en mano, dio dos decididos pasos hacia Beth, que en esos momentos se hallaba contra la pared, en un rincón.
Will vio que su padre blandía el cuchillo en el aire, dispuesto a hundirlo en el vientre de Beth, cuando ella le sujetó la muñeca con ambas manos e intentó inmovilizársela con todas sus fuerzas. La hoja quedó momentáneamente suspendida por el choque entre la determinación de un fanático y la determinación de una madre que protege a su hijo. Ambas fuerzas se neutralizaron. Will se dio cuenta de que ya había visto antes aquel fiero destello en la mirada de su esposa: era la misma salvaje decisión que había presenciado en su sueño: entonces, Beth también había protegido a un niño.
Sin embargo, la superior musculatura del hombre empezaba a imponerse. La mano avanzó, y el cuchillo describió brutales arcos ante el vientre de Beth, hasta abrir un desgarrón en su ropa.
Will notó una descarga de adrenalina. La adrenalina de los que están verdaderamente desesperados. Medio tropezando, se dirigió hacia el cuerpo inerte del asesino, desprendió los rígidos dedos que seguían aferrando la culata y cogió la pistola. Se irguió paralelo a Beth, apuntó a la cabeza de su padre y apretó el gatillo.