Domingo, 12. 12 h, Manhattan
Ya había esperado bastante. Lo que hizo que sospechara fue que las luces se apagaran. Le habían dicho que aquel hombre estaba buscando desesperadamente a su esposa, de modo que no tenía sentido que se fuera a la cama tranquilamente poco después de medianoche.
Además, temía estar despertando sospechas después de haber estado plantado delante del apartamento durante horas. Sin duda, aquello era Manhattan, la ciudad donde nada ni nadie resultaba sospechoso, pero permanecer allí seguía siendo un riesgo.
En consecuencia, telefoneó a sus superiores y pidió permiso para su siguiente movimiento.
– De acuerdo, pero hágalo limpiamente, ¿entendido?
– Entendido.
– Y que el Señor lo acompañe.
Esperó a que llegara el siguiente inquilino al edificio; era una mujer que regresaba de comprar en una tienda 24 horas, cargada con una bolsa de comestibles. Le bastaron unas pocas zancadas para alcanzarla en la portería, como si él también fuera otro vecino a punto de entrar.
– Permítame que la ayude -dijo mientras sostenía la puerta que ella había abierto. Luego, entró.
Mientras la mujer comprobaba el correo en su buzón, él se encaminó por la escalera hacia el sótano; se detuvo brevemente para cubrirse con un pasamontañas.
Oyó el sonido del televisor que se filtraba a través de la puerta. Llamó y aguardó mientras acariciaba el frío acero del revólver que pensaba desenfundar en cuanto le abrieran. No tuvo que esperar mucho.
Pugachov retrocedió del susto y levantó los brazos en señal de rendición.
– Bien -dijo el hombre-, ahora todo lo que tiene que hacer es portarse bien. No queremos tener problemas, ¿verdad? Lo que quiero es que me conduzca hasta el apartamento del quinto piso, el que da a la calle, donde vive esa chica tan guapa. Ya sabe a quién me refiero. Una chica realmente guapa.
Pugachov no había oído nunca un acento como aquel. Era diferente del de la mayoría de los neoyorquinos que conocía, y tardó un momento en comprender lo que le decía. Al final, creyó adivinarlo y metió la mano por detrás de la puerta.
– ¡Eh! ¡Arriba las manos, hombre! ¿No ha oído lo que le he dicho?
– ¡Perdón, perdón! -balbuceó Pugachov-.Yo coger la llave, ¡la llave! -Gesticuló señalando para que el hombre del pasamontañas viera la hilera de ganchos numerados de donde colgaban las copias de las llaves de los apartamentos.
El desconocido lo agarró por la ropa y lo empujó hacia la escalera de servicio. Era tarde, y no había nadie a la vista; pero, aun así, coger el ascensor resultaba demasiado arriesgado. Sus órdenes estaban claras: no debía ser visto.
El encargado abrió la puerta con cuidado y llamó con un débil «Hola» mientras notaba el cañón de la pistola en los riñones.
El hombre de la máscara encendió una linterna en busca de la puerta del dormitorio y empujó a su rehén hacia ella.
– Ábrala.
Pugachov hizo girar el picaporte lentamente, pero el pistolero lo apartó bruscamente y abrió de golpe.
– ¡Todos quietos! -gritó alumbrando la cama con la linterna.
Al no ver a nadie se dio la vuelta intuyendo una emboscada por la espalda. Pero tampoco. Luego, agarrando a Pugachov por las solapas, empezó a abrir las puertas de los armarios sin dejar de apuntarlo con su arma. Cuando llegó a la puerta del cuarto de baño, le propinó una patada y saltó dentro al tiempo que se daba la vuelta para que nadie pudiera sorprenderlo.
Registró el resto del apartamento iluminando cada rincón con la linterna.
– Bueno -dijo-, esta historia tiene su moraleja: hay que confiar en el instinto. El olfato me decía que se habían marchado y así es.
Encendió las luces y empezó a buscar con más ahínco, sin perder de vista a Pugachov. Conectó el ordenador de TC y entró en su buscador de internet, donde localizó el historial de páginas visitadas. Apareció una larga lista de los lugares que TC había consultado recientemente. El pistolero sacó una libreta y un bolígrafo y apuntó las direcciones. Pugachov observó que llevaba gruesos guantes negros de cuero.
A continuación el desconocido se fijó en lo que quedaba de un paquete de Post-it. El de encima estaba en blanco, aun así lo sostuvo contra la luz y vio marcadas las palabras y los números que se habían escrito en la hoja precedente. Le sorprendía que la gente siguiera cometiendo un error tan elemental. Había esperado más de Will Monroe.
A continuación descolgó el teléfono y pulsó el botón de la última llamada. La pantalla indicó: «1-718-217-54771173667 274341». Tantos dígitos solo podían significar una cosa: Monroe había llamado a algún tipo de servicio automatizado, de los que ofrecían una serie de opciones numéricas en lugar de una atención personal. El pistolero anotó el número completo y pulsó «Rellamada».
«Gracias por llamar a Long Island Railroad…»
Después de eso, el resto fue sencillo. No tuvo más que marcar la secuencia numérica que había apuntado. La femenina voz de la máquina le dio los horarios de los siguientes tres trenes que salían de la estación de Pennsylvania en dirección a Bridgehampton, la estación de Sag Harbor. A continuación volvió a iluminar el suelo con la linterna y descubrió un fragmento de papel que se le había pasado por alto. En él se leía: «Proverbio 11. La boca del justo es fuente de vida, pero la violencia callará la de los impíos». Se metió el papel en el bolsillo y se volvió para encararse con Pugachov.
– De acuerdo, amigo. Es hora de largarse -dijo indicando la puerta con el revólver.
Cuando Pugachov dio media vuelta para abrirla quedó de costado con respecto al pistolero y, recordando el entrenamiento recibido en el Ejército Rojo, decidió que era el momento: agarró el brazo del pistolero y se lo retorció en la espalda, forzándolo a tumbarse en el suelo.
La pistola había caído, y Pugachov intentó alcanzarla, pero recibió una patada en los testículos. Se dobló de dolor y notó que un brazo rodeaba su cuello. Intentó contraatacar golpeando con los codos, pero no podía moverse. Lo tenía sujeto, y aquel hombre parecía poseer una fuerza sobrehumana. Notó su aliento en el oído.
De alguna manera, y haciendo un supremo esfuerzo, logró liberar un brazo para intentar golpear a su oponente en la cabeza. No lo consiguió, pero sus dedos se agitaron desesperadamente hasta que al fin hicieron presa en algo. Solo tardó un segundo en darse cuenta de que aquello no era pelo, y con el rabillo del ojo vio lo que estaba sujetando: le había arrancado el pasamontañas al pistolero.
De repente, la presa que lo inmovilizaba lo soltó. Pugachov cayó, jadeando pesadamente. No estaba en forma, ya no era la máquina de matar que había sido en su juventud; su época de militar en Afganistán formaba parte de un remoto pasado. Quizá el enmascarado sabía que Pugachov no era rival para él y se disponía a dejarlo marchar.
– Amigo, me temo que acaba de cometer un grave error.
Pugachov alzó la mirada y se encontró con un hombre mucho más joven de lo esperado. Sin el pasamontañas, vio que sus ojos eran de un color excepcionalmente azul, casi femeninos en su belleza. Parecían arrojar rayos de intensa y brillante luz.
Pero no tuvo mucho tiempo para fijarse en ellos porque su visión quedó pronto oscurecida por la boca de un silenciador que lo apuntaba directamente entre los ojos.