Capítulo 61

Lunes, 17. 46 h, Manhattan


Se había despertado. eso lo sabía, pero seguía estando todo oscuro. Intentó mover las manos y subirlas hasta la altura de los ojos, pero solo consiguió que una punzada de dolor traspasara su hombro. Las tenía atadas. Sus brazos, sus piernas, su vientre… parecía como si le hubieran arrancado una capa de tejido, y se imaginó en carne viva.

Parpadeó y notó algo que no era su piel: tenía los ojos vendados. Intentó hablar, pero lo habían amordazado y se puso a toser.

– ¡Quítensela! -La voz sonó firme, autoritaria.

Will empezó a dar arcadas por la sensación de la mordaza que le habían retirado. Al final, consiguió articular unas palabras.

– ¿Dónde estoy?

– Ya lo verá.

– ¿Dónde demonios estoy?

– ¡No se atreva a gritarnos, señor Monroe! Le he dicho que ya lo verá.

Will notó la presencia de una o dos personas más que se acercaban.

– Ahora, llévenselo.

– ¿Adónde me llevan?

– Va usted a recibir lo que ha venido a buscar. Según parece, sus mentiras han dado resultado, señor Tom Mitchell, del periódico The Guardian, al final conseguirá su gran entrevista.

En la oscuridad, notó una fuerte mano en la espalda que lo empujó hacia delante. Caminó unos pasos; a continuación, lo sujetaron por los hombros y lo obligaron a girar a la derecha. Notó el tacto de una moqueta bajo los pies. ¿Seguía acaso en el centro de convenciones? ¿Cuánto había durado la paliza? ¿Y si se había hecho de noche? ¡Entonces el Yom Kippur habría terminado y ya sería demasiado tarde! En la oscuridad de sus vendados ojos, Will imaginó las puertas del cielo cerrándose.

– Señor, aquí está.

– Gracias, caballeros. Quitémosle estas ataduras y veámoslo. -Incluso hablando normalmente, aquel hombre parecía estar citando las Escrituras.

Will notó que unas manos liberaban sus muñecas. Luego, por fin, le quitaron la venda de los ojos dejando que la luz del día lo iluminara. Echó un rápido vistazo a su reloj.

«Gracias a Dios», se dijo. Todavía había tiempo.

– Por favor, caballeros, déjennos solos.

Ante Will se hallaba sentado tras el escritorio de una habitación de hotel el hombre al que había visto antes. Su tez tenía la severa palidez de un sacerdote de ciudad, la clase de apariencia benévola y bien intencionada que recordaba de los hombres que dirigían la Christian Union de Oxford.

– ¿Es usted el Apóstol? -preguntó Will haciendo una mueca. El simple hecho de hablar le provocaba espasmos de dolor.

– Confiaba en que su sufrimiento se hubiera aplacado. Le hemos vendado las heridas con mucho cuidado.

De repente, Will tomó conciencia de los vendajes y apósitos que le cubrían los brazos, las piernas e incluso el pecho.

– Por favor, acepte mis disculpas por el trato rudo que nos hemos visto obligados a imponerle; pero, como dice el libro de Job: «Él habla a los que sufren y los consuela en su aflicción».

– No ha contestado a mi pregunta: ¿es usted el Apóstol?

– No. -El hombre sonrió con benevolencia-. No soy el Apóstol. Únicamente lo sirvo.

– Quiero hablar con él.

– ¿Y por qué debería permitírselo?

– Porque yo sé lo que él y el resto de ustedes pretenden y tengo intención de acudir a la policía.

– Me temo que no va a ser posible. El Apóstol no se reúne con cualquiera.

– Bien, en ese caso, creo que la policía estará encantada de saber todo lo que yo sé.

– ¿Y qué sabe usted exactamente, señor Monroe?

La tranquilidad de aquel hombre de labios fruncidos enfureció a Will, que se acercó con las piernas ardiéndole a cada paso.

– Le diré lo que sé. Sé que los judíos creen que en el mundo siempre hay treinta y seis hombres justos, y que, mientras estén vivos, el mundo seguirá funcionando. También sé que durante los últimos días esos hombres han estado muriendo misteriosamente. Para ser más precisos, digamos que han sido asesinados. Uno en Montana, puede que dos en Nueva York, otro en Londres y más quién sabe dónde. Por último, tengo fundadas sospechas de que su grupo es el que está detrás de estas muertes. Eso es lo que sé.

– Yo no creo que sus «fundadas sospechas» tengan demasiado peso, señor Monroe, ya que provienen de un hombre que hace apenas unas horas estaba entre rejas.

«¿Cómo demonios sabe eso? -se preguntó Will mientras recordaba que el oficial de la comisaría llevaba un crucifijo colgando del cuello-. ¿Y si resulta que esta gente tiene seguidores por todas partes?»

Lo peor de todo era que aquel hombre estaba en lo cierto: carecía de cualquier prueba concluyente, aparte de algunas locas conjeturas. No tenía nada que blandir ante aquel individuo ni ante el Apóstol. Dejó caer los hombros.

– Supongamos por un momento que su teoría es cierta, señor Monroe -prosiguió el sacerdote, jugueteando con un lápiz y pasándoselo de una mano a otra, lo que hizo que Will se preguntara si estaría nervioso-. Digamos que nos hemos tomado el trabajo de localizar a los treinta y seis y que les hemos proporcionado el… descanso eterno, y supongamos también que hay un grupo santo implicado. Usando sus propias palabras, sospecho fundadamente que tendría usted la obligación divina de apartarse de su camino. Pensaba que usted interpretaría las heridas de su cuerpo como una especie de señal, como una especie de aviso si lo prefiere.

– ¿Me está amenazando con matarme?

– No, claro que no, nada tan tosco. Le estoy amenazando con algo mucho peor.

La frialdad de aquel hombre aterrorizó a Will.

– ¿Peor?

– Lo estoy amenazando con la realidad de las más sagradas enseñanzas entregadas a la humanidad. La hora de la Redención ha llegado, señor Monroe. La salvación está cerca para aquellos de nosotros que hemos trabajado para acelerar su llegada, pero aquellos que han intentado retrasarla, entorpecer la divina promesa, esas almas padecerán el tormento durante toda la eternidad. Un solo día parecerá un millar de años, y tras él habrá miles y miles más. Así pues, piénselo con cuidado, señor Monroe. No se interponga en el camino del Señor, no se alce en el sendero de nuestro Padre, no ayude a los que buscan evitarlo. Intente, en cambio, alumbrar la senda.

Will seguía tratando de absorber todo lo que aquel hombre le decía, pero supo que la entrevista había concluido. Notó que unas manos lo aferraban por detrás y volvían a vendarle los ojos. Lo condujeron fuera de la habitación hasta lo que le pareció un montacargas. La cabina se estremeció tras descender lo que Will calculó que serían cuatro pisos. Las puertas se abrieron, y fue empujado fuera. Cuando se quitó la venda de los ojos y vio que se hallaba en un aparcamiento subterráneo ya estaba solo.


Arriba, el hombre que había hablado con Will hacía unos minutos comprobó que todo se hubiera escuchado con claridad a través del altavoz del teléfono.

– Creo que le hemos proporcionado material suficiente -dijo al hombre de más edad que había al otro lado de la línea.

– Sí. Lo ha hecho usted bien. Ahora, todo lo que debemos hacer es esperar.

Si Will hubiera tenido la oportunidad de oír aquella voz, la habría reconocido, porque se trataba de la voz del Apóstol.

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