Sábado, 8. 10 h, Puerto Príncipe, Haití
En aquella época solo bajaba a comprobarlo una vez a la semana. En esos momentos, la Cámara Secreta parecía funcionar por sí sola y necesitaba una mínima supervisión. Aquellas visitas eran más sentimentales que prácticas: sencillamente le producía satisfacción comprobar lo bien que funcionaba su invento.
Naturalmente, ya había diseñado otras cosas antes. En los muelles, sin ir más lejos, había inventado un sistema para cargar y descargar los botes que llegaban de América Latina y salían con destino a Estados Unidos. No lo había planeado de aquel modo, pero se decía que su nuevo sistema había revolucionado el comercio de la droga en su país. Él solo había intentado mejorar la eficacia de las exportaciones e importaciones; sin embargo, gracias a su intervención, la cocaína podía llegar de Colombia y salir hacia Miami dando el menor rodeo posible. Desde allí, y en cuestión de horas, los paquetes de polvo blanco se repartían por todas las ciudades importantes: Chicago, Detroit, Nueva York… Los jefes de la droga de Haití presumían de que, de cada diez rayas que esnifaban los ciudadanos norteamericanos, al menos una había pasado por Puerto Príncipe.
En su círculo social, eso daba prestigio a Jean-Claude Paul. Entre los millonarios de Petionville, refugiados tras sus amuralladas y blindadas villas, nadie hacía aspavientos sobre la ética del origen de sus respectivas fortunas. Era suficiente con que uno pudiera sentarse al volante de un Mercedes y enviar a la esposa a París todos los años para que renovara el vestuario y se retocara el tinte de las mechas. Cuando los estadounidenses invadieron la isla en 1994 bautizaron a los habitantes de las mansiones de Petionville como «MRE» -élites moralmente repugnantes-, y Jean-Claude fue incluido entre ellos.
Puede que fuera por eso por lo que había inventado la Cámara Secreta: era su forma de enmendarse. No podía imaginar de dónde había sacado la idea. Parecía haber surgido en su cabeza plenamente definida, como si no hubiera tenido nada que ver con él.
En realidad, la cámara era un edificio de una sola planta pintado de blanco. Parecía una cabaña a la que le hubieran lavado la cara, y no destacaba más que una parada de autobús. Lo crucial era que tenía una entrada en cada pared y que una de ellas siempre estaba abierta.
El sistema era sencillo: en cualquier momento del día o de la noche, cualquiera de aquellos millonarios podía entrar y depositar una cantidad de dinero en el interior de la cámara. Y también en cualquier momento cualquier pobre podía entrar y llevarse lo que necesitara.
La gracia del asunto residía en el anonimato. Las puertas se abrían según un sistema de apertura automática que permitía que solo hubiera una persona en el interior. De ese modo, el donante y el donatario no se encontraban nunca. Los ricos no sabrían quién se había beneficiado de su generosidad, y los pobres no sabrían quién los había ayudado. Los potentados de Puerto Príncipe tampoco tendrían la oportunidad de juzgar a sus beneficiarios ni a opinar si estaban lo bastante necesitados. Por otra parte, los indigentes no tendrían el sentimiento de deber nada, algo que podía hacer de la caridad algo muy humillante.
Las cuatro puertas habían sido el toque definitivo: significaba que en ningún momento podía darse, ni siquiera informalmente, una entrada de donantes y otra de donatarios. El sistema funcionaba demasiado aleatoriamente para eso. De ese modo, si alguien veía a una persona entrando o saliendo no había forma de saber qué había ido a hacer.
Solo había una cosa que Jean-Claude había tenido que hacer para conseguir que funcionara: aprovecharse de uno de los rasgos esenciales de todo haitiano, tanto de los que iban al volante de sus Mercedes como de los pobres de solemnidad de Cité Soleil: la superstición.
Así, se puso en contacto con los sacerdotes de vudú que tenían más influencia entre los MRE, y repartió unos cuantos billetes entre los más hábiles para difundir el mensaje. No pasó mucho tiempo antes de que los más acaudalados de Puerto Príncipe hicieran suya la creencia de que caería una maldición sobre ellos si no hacían lo correcto.
Jean-Claude sonrió cuando entró en la cámara y vio el cuenco lleno de dólares estadounidenses, de moneda local, e incluso todavía más curioso, de joyas. La gente que estaba en la calle había dado por hecho que él era solo un visitante más. Solo sabía que él era el autor del invento el puñado de sacerdotes a los que había escogido por sus dotes de persuasión.
Se estaba agachando para recoger del suelo un envoltorio de comida que alguien había tirado cuando las luces parpadearon y se apagaron. Con las cuatro puertas cerradas, la estancia quedó en completa oscuridad. Jean-Claude maldijo en silencio a la compañía eléctrica.
Pero la oscuridad no duró mucho. Alguien encendió una cerilla tras él. El apagón debía de haber desconectado el sistema de cierre automático y había permitido que aquel hombre pudiera entrar.
– Lo siento, señor -dijo Jean-Claude-. Solo se permite la presencia de una persona al mismo tiempo. Esa es la norma.
– Conozco la norma, Monsieur Paul.
La voz le resultó desconocida. Hablaba francés y no criollo.
– Bueno, entonces me marcharé para que pueda hacer lo que necesite.
– Sí, pero lo que necesito es que usted se quede aquí.
– No. No. Se trata de algo privado y confidencial, amigo mío. Por eso lo llamamos la Cámara Secreta. Es un secreto.
La cerilla se apagó, y la cámara quedó sumida nuevamente en la oscuridad.
– ¿Hola? ¿Está usted ahí?
No hubo respuesta. No se oyó nada hasta que Jean-Claude dio un respingo cuando notó que dos fuertes manos rodeaban su cuello. Quiso protestar, preguntar qué había hecho mal, explicar a aquel hombre que podía coger y llevarse todo el dinero que quisiera, que no había un límite. Pero el aire no entraba en sus pulmones. Dejó escapar un ahogado sonido que apenas sonó humano. Le temblaron las piernas y se aferró a los antebrazos de aquel hombre que lo estrangulaba.
Pero no sirvió de nada. La oscuridad lo envolvió, y se derrumbó en el suelo. El desconocido encendió otra cerilla, agachó y cerró los ojos del muerto. Murmuró una breve oración, se incorporó y se sacudió el polvo de la ropa. Se encaminó hacia la puerta por donde había entrado y tuvo la precaución de volver a conectar el circuito que había inhabilitado unos minutos antes. Luego, salió a la noche, anónimo y sin que nadie lo viera, tal como Jean-Claude Paul había pretendido.