Capítulo 15

Viernes, 16. 10 h, Crown Heights, Brooklyn

Su primera reacción fue de confusión. Había salido de la estación de metro de Sterling Street y se dirigía hacia lo que parecía una comunidad negra: en los quioscos se vendía Ebony, Vibe y Black Hair; había pintadas en todas las paredes y se veían grupos de jóvenes negros vestidos con holgadas ropas militares.

Sin embargo, una vez cruzada New York Avenue, notó que su pulso se aceleraba; su olfato de reportero le dijo que estaba acercándose a su historia. Los carteles y los rótulos estaban escritos en hebreo. Aunque algunas palabras estaban en caracteres romanos, su significado no resultaba menos misterioso. «Chazak V'Ematzh, prometía un enigmático rótulo. Había una palabra que aparecía en los adhesivos de los parachoques, en folletos e incluso en los anuncios de particulares colgados de las farolas, como esos papeles que denuncian la pérdida de una mascota. Aunque no tenía ni idea de cómo se pronunciaba, Will no tardó en aprender la palabra: «Moshiach».

Pasó al lado de un hombre negro, grande como un armario, que llevaba a una niña pequeña de la mano y un cigarrillo en la otra. La confusión volvió a invadirlo. Se hallaba en Empire Boulevard, rodeado de restaurantes indios y de furgonetas decoradas con las banderas de Trinidad y Tobago. ¿Aquel era un barrio hasídico o no?

Se desvió hacia las calles residenciales. Allí las casas eran grandes, construidas con piedra o ladrillo rojo, como si en determinada época de un remoto Brooklyn hubieran sido lujosas viviendas. Todas tenían unos cuantos escalones que conducían hasta una puerta de entrada situada bajo un porche. Will pensó que en otros hogares de Norteamérica en aquellos porches habría habido alguna mecedora y puede que también farolillos; desde luego, una calabaza en Halloween y, a menudo, la bandera de barras y estrellas. Los porches de Crown Heights se veían prácticamente vacíos, pero también allí se tropezó de nuevo con la misma palabra -«Moshiach»- en una ventana, y en uno de ellos vio una bandera amarilla con el dibujo de una corona, que supuso se trataría de algún símbolo local.

Justo encima de cada porche había una veranda con su balaustrada de madera. Will pensó en Beth, secuestrada tras alguna de aquellas puertas, y sus piernas se tensaron con la súbita necesidad de correr hasta ellas y derribarlas una tras otra hasta encontrar a su mujer.

Caminando en su dirección se acercaba un grupo de adolescentes vestidas con largas faldas que empujaban cochecitos de niño. Tras ellas había una docena de crios, puede que más. Will no habría podido decir si aquellas muchachas eran las hermanas de los niños o madres muy jóvenes. No se parecían a ningún tipo de mujer que hubiera visto antes y, desde luego, no en Nueva York. Era como si pertenecieran a otra era, a los años cincuenta o a la época de la reina Victoria. No mostraban ni un milímetro de sus cuerpos. Las mangas de sus blusas blancas les cubrían los brazos y las faldas les llegaban a los tobillos. En cuanto al cabello, las mayores lo llevaban peinado en un moño extrañamente cuidado, que no se agitaba con el viento.

Will no las miró demasiado fijamente; no quería que nadie pensara que era indiscreto. Además, ya no necesitaba que se lo confirmaran. Aquello era el Crown Heights hasídico, no había duda. Mientras caminaba había ido perfeccionando la historia que pensaba utilizar de tapadera: diría que escribía para la revista New York y que estaba preparando un reportaje para la serie «Pedazos de la Gran Manzana», donde algunos escritores hablaban de las diversas comunidades de la ciudad. Se haría pasar por el explorador vestido de safari enviado a tomar nota de las curiosas costumbres de los nativos.

En todo caso, aquel era un entorno totalmente extraño para él. Buscó desesperadamente algo que pudiera ayudarle; una oficina, por ejemplo, donde pudiera preguntar. Quizá podría explicar lo ocurrido y ellos lo ayudarían. Lo único que necesitaba era un asidero, algo en aquel extraño lugar que al menos pudiera entender.

Pero no había nada. Todos los adhesivos de los parachoques parecían llevar un mismo mensaje, que tal vez merecía la pena descifrar, pero que resultaba incomprensible: «Enciende las velas del Sabbat e iluminarás el mundo». Vio un cartel de un espectáculo: «Listo para la redención». Hasta los comercios parecían compartir ese fervor religioso. El eslogan del supermercado KolTov decía: «Todo es bueno».

Siguió caminando y se detuvo en una tienda cuyo escaparate estaba lleno de avisos en lugar de mercancías. Uno de ellos le llamó la atención al instante.

Crown Heights es el barrio del Rebbe. Por respeto al Rebbe y a su comunidad pedimos que todas las mujeres y las jóvenes, ya vivan aquí o vengan de visita, hagan suyas en todo momento las leyes de la modestia:

– Escotes cerrados por delante, por detrás y por los lados (los hombros deben permanecer cubiertos).

– Los codos no deben ser visibles en ninguna posición.

– Las rodillas han de quedar cubiertas por la falda en cualquier postura.

– La totalidad de las piernas y los pies deben quedar debidamente tapados.

– Nada de aberturas.

Las mujeres y las jóvenes que llevan ropa inadecuada y que, por lo tanto, llaman la atención por su aspecto físico se avergüenzan a sí mismas al proclamar que no poseen cualidades intrínsecas por las que deberían merecer respeto…


Así pues, aquello explicaba la forma de vestir; pero la palabra que había llamado la atención de Will no tenía nada que ver con escotes ni aberturas. Era «Rebbe». Sonaba como el hombre al que Will debía ir a ver.

Alzó la vista para situarse y se fijó por primera vez en el nombre de la calle: Eastern Parkway. Apenas había recorrido diez metros cuando vio otro rótulo: INTERNET HOT SPOT. Había llegado.

El estómago se le encogió nada más entrar. Sin duda, aquella era la escena del crimen. Alguien se había sentado ante uno de aquellos baratos cubículos de aglomerado, rodeado por paneles de falsa madera y suelo gris de baldosas, y había tecleado el mensaje con el que le habían anunciado el secuestro de su esposa.

Observó el lugar con la esperanza de que su mirada se convirtiera en la de un superhéroe y le permitiera absorber mágicamente, con su visión de rayos X, cada detalle y todas las pistas que debía de haber allí. Sin embargo, solo contaba con sus simples ojos.

La estancia era un caos, no tenía nada que ver con los limpios cibercafés que conocía en Manhattan y en Brooklyn. Allí no se veía por ninguna parte ni café ni cafeteras, solo montones de cables al aire y gastados rótulos en las paredes, incluido el retrato de un anciano rabino de barba blanca, un rostro que Will había visto ya una docena de veces. Las mesas estaban diseminadas de cualquier manera, y unas endebles separaciones las dividían en espacios de trabajo individuales. En la parte de atrás había una pila de cajas vacías, de donde asomaban embalajes de espuma de poliuretano, como si los dueños del negocio se hubieran limitado a comprar los equipos, a desembalarlos y hubieran abierto el establecimiento, sin más.


En cuanto entró, Will fue recibido con algunas miradas inquisidoras, pero no fue tan malo como había pensado; había recordado sus ocasionales excursiones de estudiante a los pubs menos populares de las grandes ciudades inglesas, lugares cuyos parroquianos eran tan hostiles que se sumían en un hosco silencio cada vez que entraba un desconocido. La mayoría de los clientes del Internet Hot Spot parecían demasiado concentrados en lo que estaban haciendo para mostrar algún interés por Will.

Este intentó examinar a cada uno de ellos. Primero se fijó en dos mujeres, tocadas ambas con boinas. Una de ellas estaba sentada de lado en el taburete para poder mecer el carrito donde llevaba a su hijo mientras tecleaba con la otra mano. Will la descartó de inmediato: era imposible que una mujer embarazada hubiera secuestrado a su esposa. A la otra mujer también la descartó enseguida: llevaba un recién nacido en brazos y mostraba la mayor expresión de agotamiento que Will había visto nunca.

El resto de las terminales estaban vacías u ocupadas por hombres. Le parecieron todos iguales; iban vestidos con arrugados trajes oscuros, con las mismas camisas blancas de cuello abierto e idénticos sombreros de ala ancha. Will los miró fijamente uno tras otro. «¿Habéis secuestrado a mi mujer?», preguntaba con la mirada, como si alguna conciencia culpable pudiera hacer que uno de ellos se ruborizara o saliera corriendo hacia la puerta. Pero no sucedió nada; seguían mirando la pantalla de su ordenador y, salvo uno, todos se rascaban la barba.

Will pagó un dólar y ocupó uno de los cubículos. Se sintió tentado de entrar en su correo electrónico, de manera que, si alguno de los presentes lo vigilaba, no tuviera más que mirar por encima del hombro para saber inmediatamente quién era él. Casi deseaba que supieran que estaba allí, que les iba detrás.

Sin embargo, no hizo nada de eso; se limitó a examinar lo que tenía delante. Todas las terminales habían sido programadas para que mostrasen la misma página de inicio, la página web del movimiento hasídico. A la izquierda de la pantalla había un buscador que repasaba anuncios de nacimientos: «Zvi Chaim, nacido de los Friedman». «Tova Leah, nacida de los Susskind.» «Chaya Ruchi, nacida de los Slonim.» Encima de la pantalla había una imagen del mismo rostro que colgaba de la pared, aunque allí aparecía sobre un fondo de la ciudad de Jerusalén. Debajo se leía: «Larga vida a Rebbe Melech HaMoshiach, ahora y siempre».

Will leyó la frase tres veces, como si intentara descifrar algún mensaje críptico. No sabía nada de «Melech», pero «Moshiach» ya le resultaba conocido, aunque no lo hubiera visto antes en esa forma. La palabra que importaba era «Rebbe». El hombre cuyo retrato aparecía por todas partes -un viejo rabino con la bíblica barba blanca y el tradicional sombrero negro de ala ancha firmemente encasquetado- era su líder, su «Rebbe».

Para Will fue como una revelación. Todo lo que tenía que hacer era encontrar a ese hombre y conseguiría las respuestas que necesitaba. Estaba seguro de que una comunidad como aquella sería jerárquica y disciplinada. Nada ocurriría sin la aprobación de la máxima autoridad, que era como un jefe tribal. Si Beth había sido raptada por la gente de Crown Heights, el Rebbe tenía que haber dado la orden. Y también sabría dónde se hallaba ella en esos momentos.

Salió a toda prisa, impaciente por encontrar al Rebbe lo antes posible, pero cuando puso el pie en la calle vio que la gente se movía a su misma velocidad. Todos parecían presurosos. Tal vez había sucedido algo. ¿Y si la noticia del secuestro había corrido?


Al cabo de un par de manzanas encontró lo que andaba buscando: un lugar donde la gente se reunía para beber o comer algo. Para los periodistas, los bares y cafés eran esenciales. Cuando había que hablar con desconocidos, ¿qué lugar mejor al que dirigirse? No era cuestión de ir llamando a la puerta de las casas, y abordar a la gente por la calle quedaba como último recurso. Sin embargo, en un bar se podía entablar conversación casi con cualquiera y averiguar muchas cosas.

En aquel barrio no parecía haber ni bares ni cafés, pero Marmerstein's Glatt Kosher le serviría igual. Parecía más una casa de comidas que un restaurante, una cantina donde la comida caliente se servía a lo largo de un mostrador atendido por robustas mujeres con aspecto de matronas. Los clientes eran hombres enjutos de tez pálida que devoraban sus platos de pollo guisado con patatas y bebían té helado como si no hubieran comido desde hacía días. A Will le recordó el refectorio de su internado: mujeres gordas alimentando a chiquillos flacos.

Salvo que aquella escena resultaba mucho más extraña. Era como si aquellos hombres hubieran salido de un álbum de fotos de la Europa Central del siglo pasado. Algunos parloteaban a través de sus móviles, pero había uno que tecleaba en su Blackberry al tiempo que leía The New York Post. El contraste entre lo antiguo y lo moderno chirriaba.

Will se puso en la cola para conseguir un plato. No es que tuviera hambre; lo que quería era una excusa para estar allí. Dudó a la hora de elegir la verdura -zanahorias demasiado hervidas o col también demasiado hervida- y no tardó en ser reprendido por una de las babushkas de detrás del mostrador.

– Dese prisa, quiero llegar a casa a tiempo para el shabbos -le dijo sin sonreír.

De modo que eso explicaba las prisas: era viernes por la tarde, y se acercaba el Sabbat. Tom le había mencionado algo parecido antes de que se marchara de su casa, pero él no había prestado atención: literalmente, no sabía qué día era. En cualquier caso, era una mala noticia. Seguramente todo Crown Heights cerraría en un par de horas, de manera que no habría nadie por la calle, y él no podría averiguar nada. No le quedaba otra opción que apresurarse y empezar allí mismo.

No tardó en hallar lo que estaba buscando: un hombre sentado solo. No había tiempo para circunloquios a la inglesa, tendría que utilizar la aproximación directa, a la norteamericana: «Hola, ¿qué tal? ¿De dónde eres?».

Su nombre era Sandy y provenía de la costa Oeste. Ambos datos pillaron a Will por sorpresa. Había dado por hecho que aquellos hombres, con sus barbas y sombreros, debían de tener extraños nombres y hablar con acento ruso o polaco. Probablemente era consecuencia del choque cultural que había sufrido durante la última hora: descubrir que un rincón de la Europa del siglo pasado vivía y palpitaba en mitad de Nueva York en pleno siglo XXI. Se sentía igual que un nadador inexperto que, de repente, se da cuenta de que ya no hace pie.

– ¿Eres judío?

– No. No lo soy. Soy periodista. -¡Vaya tontería de respuesta!-. Quiero decir que la razón de mi presencia aquí es que soy reportero de la revista New York.

– ¡Estupendo! ¿Has venido para escribir acerca del Rebbe? -preguntó pronunciando la palabra como «rib-ah».

– Sí. Bueno, entre otras cosas. Ya sabes, estoy escribiendo acerca de tu comunidad en general.

Al final, resultó que Sandy era un recién llegado a Crown Heights. Le contó que había sido un fanático del surf en Venice Beach y que se había pasado la vida saliendo de juerga y poniéndose ciego de drogas. Su vida había sido un completo desastre hasta que hacía seis años se encontró con un emisario del Rebbe, que montó un centro justo delante de la playa. Todo empezó cuando, un viernes por la noche, aquel rabino, un tal Gershon, le dio de cenar caliente. Sandy volvió a presentarse el vienes siguiente y el otro, para el Sabbat. Incluso pasó la noche en casa de la familia Gershon.

– ¿Sabes qué fue lo mejor, mejor incluso que la comida y el cobijo? -preguntó Sandy con una vehemencia que a Will le pareció impropia en alguien a quien acababa de conocer-. Pues que no opinaron sobre mí, que no me juzgaron. Me dijeron sencillamente que HaShem quiere a todas las almas judías y que HaShem comprende por qué a veces tomamos el camino equivocado, por qué nos extraviamos.

– ¿HaShem?

– Perdón, quiere decir «Dios». HaShem significa literalmente «El Nombre». En el judaísmo sabemos el nombre de Dios, podemos leerlo, pero no pronunciarlo en voz alta.

Will le hizo un gesto para que prosiguiera, y Sandy le contó que había puesto su vida en manos del Rebbe y sus seguidores, que había empezado a vestir como ellos, a tomar comida kosher, a rezar por la mañana y por la noche, a cumplir el Sabbat absteniéndose de todo comercio y trabajo -nada de ir de compras, utilizar la electricidad o ir en metro- desde la puesta de sol del viernes hasta el anochecer del sábado.

– ¿Y habías hecho algo parecido anteriormente?

– ¿Yo? ¡Debes de estar bromeando! ¡Pero si no tenía ni idea de qué era el shabbos! Yo era de los que comen cualquier cosa que se mueva: langostas, cangrejos, hamburguesas con queso. Mi madre no sabía diferenciar entre lo que era kosher y lo que no.

– ¿Y qué piensa ella de… todo esto? -preguntó Will indicando la barba y el atuendo de Sandy.

– Verás, es una especie de proceso -insistió-. El lado kosher, el hecho de que yo no pudiera compartir la mesa con ella cuando iba a visitarla a su casa, se le hizo difícil. Y ahora que tengo hijos se ha convertido en un asunto delicado. Pero lo más difícil para ella fue sin duda cuando dejé de ser Sandy y me convertí en Shimon Shmuel. No consiguió entenderlo.

– ¿Así que te cambiaste el nombre?

– Yo no lo llamaría «cambiarse el nombre». Todos los judíos tenemos un nombre alternativo en hebreo, aunque no sepamos cuál es. Se trata del nombre de nuestra alma. Por lo tanto, me gusta decir que he descubierto mi nombre de verdad, a pesar de que pueda utilizar ambos. Cuando voy a ver a mi madre o cuando me reúno con alguien como tú, soy Sandy; pero en Crown Heights soy Shimon Shmuel.

– ¿Y qué puedes decirme del Rebbe?

– Pues que es nuestro líder, que es un gran maestro y que nos ama.

– ¿Y la gente de por aquí hace todo lo que él dice?

– No es exactamente así, Tom. -Will había tenido que improvisar sobre la marcha y había olvidado inventar un nombre falso, de modo que había recurrido al nombre de pila de su amigo y al apellido de soltera de su madre, por lo que Sandy creía que hablaba con un reportero llamado Tom Mitchell-. El Rebbe sabe lo que nos conviene. Es nuestro pastor, y nosotros somos sus ovejas. Sabe qué necesitamos, dónde deberíamos vivir o con quién nos deberíamos casar, de modo que sí, escuchamos su consejo.

Will vio confirmada su intuición: aquel tipo lo controlaba todo.

– ¿Y dónde vive?

– Está aquí, en nuestra comunidad, todos los días.

– ¿Y podría entrevistarlo?

– Deberías venir esta noche a la shul.

– ¿A la shul?

– A la sinagoga. De todas maneras, no es solo eso. También es nuestro cuartel general, nuestra sala de reuniones, nuestra biblioteca. Allí encontrarás todo lo que necesitas saber acerca de nuestro Rebbe.

Will decidió quedarse con Sandy. Le hacía falta un guía, y Sandy parecía ideal. No era mucho mayor que él, no era rabino ni erudito, y tampoco una figura de autoridad con la que tuviera que congraciarse; sino un hippy que solo pedía a gritos que lo rescataran. Si los mormones hubieran llegado antes hasta él, Sandy se habría hecho de su Iglesia. Era el tipo de persona que necesita que lo ayuden a levantarse cada vez que tropieza.

Siguieron charlando mientras andaban unas pocas manzanas hasta la primera parada de Sandy.

– Dime una cosa, Sandy, ¿qué pasa con la ropa? ¿Por qué visten todos igual?

– Lo reconozco, al principio no acababa de gustarme, pero ¿sabes lo que dice nuestro Rebbe?, que precisamente somos más individuales por llevar esta ropa.

– ¿Y cómo es eso?

– Pues porque lo que nos diferencia no es la marca de ropa que llevamos, ni el tipo de traje. No se trata de las cosas externas. Lo que nos hace diferentes unos de otros es lo que somos por dentro, nuestro verdadero yo, nuestro neshama, nuestra alma. Eso es lo que brilla y se ve. Si lo de fuera es irrelevante, si todos tenemos el mismo aspecto, los demás podrán empezar a ver de verdad cómo somos por dentro.

En ese momento llegaron a un edificio que Sandy dijo que era el del mikve, nombre que tradujo para Will como el del «baño ritual». Se sumaron a una fila de gente que hacía cola para pagar un dólar al tipo de la puerta; Will le entregó otros cincuenta centavos para que le diera una toalla. Luego, siguieron escalera abajo hasta lo que parecía una gran sala para cambiarse de ropa.

Tan pronto como Sandy abrió la puerta, les golpeó una vaharada de vapor. El aire parecía gotear, y Will tuvo que parpadear para ver con claridad. Cuando por fin lo consiguió, retrocedió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

La estancia estaba abarrotada de hombres y niños que, si no estaban desnudos, iban camino de estarlo. Había huesudos adolescentes, arrugados ancianos y tripudos hombres mayores cuyas barbas se ensortijaban por culpa de la humedad; todos ellos se quitaban hasta la última prenda de ropa. Will había ido al gimnasio muchas veces, pero allí el abanico de edad era menos amplio, había menos gente, y el nivel de ruido no se parecía ni remotamente. Aquí todos hablaban, y si eran niños, gritaban.

– Cuando entramos en el mikve, no debemos llevar encima ningún adorno si deseamos ser puros para nuestro shabbos -dijo Sandy-. Nuestra piel debe entrar completamente en contacto con el agua de lluvia que se recoge en el mikve. Si llevamos nuestro querido anillo de casados, debemos quitárnoslo. Aquí debemos presentarnos tal como llegamos al mundo.

Will se miró el dedo, el anillo que Beth le había regalado. El día de la boda, ella se lo deslizó en el anular mientras le decía al oído refiriéndose a su amor: «Más que ayer, menos que mañana».

En ese momento se hallaba rodeado de hombres desnudos, algunos de los cuales se quitaban una camiseta de borlas -Sandy le explicó que eran prendas que se utilizaban por imperativo religioso, para llevar un recuerdo de Dios incluso bajo la camisa-, y otros se la ponían, para mancharla de inmediato con la humedad de la piel. Todos murmuraban oraciones en una lengua que Will no entendía.

«¡Qué extraño es el mundo! -se dijo observando la escena-. ¡Y pensar que mi amor por Beth me ha traído hasta este lugar y este momento!»

– ¿Vienes? -le preguntó Sandy señalando la piscina.

Algo le dijo a Will que si quería ganarse la confianza de aquel individuo tendría que mostrar respeto y seguirlo en todo lo que el ritual exigiera.

– Claro -respondió quitándose la ropa y también el anillo de casado.

Siguió rápidamente a Sandy mientras se acordaba del paseo hasta las duchas comunitarias del colegio, tras los entrenamientos de rugby en invierno. Entonces, igual que ahora, sintió vergüenza y tuvo cuidado de taparse las partes con las manos. Aquel lugar se parecía mucho a los viejos baños del colegio; desde los charcos de agua sucia hasta los restos de vello púbico esparcidos por el suelo de baldosas blancas. Vio un cartel: «Ama a tu prójimo. Toma una ducha antes del mikve». Will siguió a Sandy, que permaneció bajo el helado chorro de agua apenas unos segundos.

A continuación, pasaron al mikve propiamente dicho. Era una pequeña piscina en la que había que sumergirse: se bajaban un par de peldaños, se vadeaba un par de pasos y abajo, una zambullida completa de modo que no quedara ni un cabello seco; luego, un par de remojones más y fuera. La temperatura resultaba agradable, pero nadie se entretenía. No estaban allí para disfrutar de un jacuzzi, sino para purificarse.

Cuando Will se sumergió y contuvo el aliento sintió una repentina irritación; no hacia los hombres que lo rodeaban, ni siquiera hacia los secuestradores de Beth, sino hacia sí mismo. Su esposa había sido raptada y podía hallarse en Dios sabía qué peligro, y entretanto allí estaba él: con el culo al aire. No estaba donde era su obligación: en la central de la policía de Nueva York, rodeado de parpadeantes terminales de ordenador manejadas por especialistas en secuestros que irían de un lado a otro, rastreando sin cesar llamadas telefónicas y correos electrónicos mediante aparatos de última tecnología hasta que uno de ellos se levantaría y anunciaría: «¡Lo tenemos!». A continuación, todos se meterían corriendo en helicópteros y en coches patrulla hasta que un grupo del SWAT rodeara la guarida de los malhechores y salieran con una temblorosa Beth y su malvado secuestrador, maniatado o, aún mejor, metido en una bolsa de plástico. Todo eso cruzó a toda velocidad por su mente mientras contenía el aliento bajo la piscina de agua de lluvia que se suponía que purificaría su cuerpo.

«Has visto demasiadas películas», se dijo mientras respiraba hondo y se sacudía el agua del cabello. No obstante, el sentimiento persistió; debería estar buscando a Beth y no dándose un chapuzón con el enemigo.

Mientras se secaba y se vestía no pudo evitar ver con otros ojos a los hombres que lo rodeaban. ¿Qué oscuros secretos ocultaban? ¿Eran todos ellos ajenos a aquella siniestra trama o habían conspirado para secuestrar a su mujer? ¿Se trataba de algún tipo de conspiración encabezada por el Rebbe, pero en la que estaban todos implicados? Observó a Sandy, que estaba ocupado con los clips para el cabello mientras volvía a ponerse la negra kipá en la cabeza. Sin duda parecía inocente, pero cabía la posibilidad de que fuera una actitud hábilmente fingida.

Will reflexionó sobre la conversación que había tenido con él en la casa de comidas. Pensó que había sido él quien había buscado a Sandy, pero que quizá había sido al revés. ¿Y si Sandy había estado siguiéndolo desde que había llegado a Crown Heights, y se había sentado solo en Marmerstein's justo en el momento oportuno? No era algo tan complicado. ¿Acaso aquella gente no era famosa por su astucia?

Se detuvo. Veía claramente qué le estaba ocurriendo: se dejaba llevar por el pánico y permitía que su mente se nublase cuando lo que más necesitaba era pensar con claridad. Los viejos estereotipos no iban a salvar a Beth, se dijo con severidad. Necesitaba utilizar la cabeza.

«Ten paciencia, muéstrate educado y llegarás a la verdad.»

Luego, pasaron brevemente por casa de Sandy, que, tal como Will había imaginado, le había sido simplemente adjudicada. Estaba decorada en un estilo propio de la generación de sus abuelos: aparadores de formica blanca que en 1970 debían de ser modernos y un suelo de linóleo que parecía de la época de Kennedy. La cocina tenía dos fregaderos; en un rincón había un calentador de agua de aspecto industrial, con su propio grifo de suministro. En todas las paredes, y con distintas expresiones, se veían fotos del hombre que Will ya conocía como el Rebbe.

En el salón vio el único indicio de que la vivienda estaba ocupada por gente joven: había un parque infantil lleno de juguetes de brillantes colores. Entre ellos, un bebé hacía rodar un camión de plástico. Cerca, sentada en la esquina de un sofá barato, una joven daba el biberón a su hijo.

Will tuvo un sentimiento inesperado: envidia. Al principio creyó que envidiaba a Sandy porque su hogar estaba intacto; y su mujer, a salvo. Pero no era eso. Lo que envidiaba era que aquella mujer hubiera tenido hijos. Se trataba de un nuevo sentimiento; sin embargo, aunque solo fuera en nombre de Beth, empezaba a desear aquellas criaturas, porque las veía a través de los ojos de Beth como los hijos que ella tanto anhelaba tener. Por primera vez entendía la necesidad que representaba para su esposa. No. Era más que eso: la vivía en carne propia.

La mujer llevaba el cabello cubierto por un poco agraciado sombrero blanco, bajo el que se apreciaba el mismo ceñido moño que, hasta donde Will había podido ver, llevaban todas las mujeres de Crown Heights.

– Ella es Sara Leah -anunció Sandy distraídamente mientras se dirigía hacia la escalera.

– Hola, soy Tom -se presentó Will acercándose para ofrecerle la mano.

Sara Leah se ruborizó y meneó la cabeza rechazando corresponder el gesto.

– Lo siento -dijo Will.

Evidentemente, las normas sobre las mujeres y el recato iban más allá de cómo vestir.

– ¡Bueno, nos vamos a la shul! -gritó Sandy mientras bajaba corriendo la escalera. Observó a Will y, señalando la bolsa que este llevaba colgada del hombro, añadió-: No necesitarás esto.

– Prefiero llevarla conmigo.

Dentro guardaba su cartera, la Blackberry y, lo más importante, su libreta de notas.

– Tom, no quiero que estés incómodo en la shul, pero es shabbos y no llevamos nada en shabbos.

– Pero si son solo las llaves, el dinero, ya sabes.

– Lo sé, pero no llevamos esas cosas con nosotros a la shul los viernes por la noche.

– ¿No lleváis ni las llaves de casa?

Sandy se levantó la camiseta para mostrar la cintura de su pantalón. Alrededor, metido por las trabillas, había un cordel del que colgaba una única llave plateada. Will tuvo que pensar deprisa.

– Puedes dejar aquí tu bolsa -le dijo Sandy-. Confío en que vuelvas para compartir nuestra cena de shabbos. Entonces cogerás tus cosas.

Will podía aceptarlo; dejaría la bolsa y confiaría en que Sara Leah no le echara una mirada. Le bastaría con un vistazo a sus tarjetas de crédito para saber que no era Tom Mitchell; descubriría que se llamaba Will Monroe, y no le harían falta grandes dotes detectivescas para comprender que se trataba del marido de la mujer secuestrada, de cuyo destino estaban todos al corriente. Entonces avisaría al Rebbe o a sus secuaces y lo encerrarían en algún zulo, igual que a Beth.

«Tranquilízate, eso no va a ocurrir. Todo saldrá bien.»

– De acuerdo, la dejaré aquí.

Will se desprendió de la bolsa, la dejó al lado del montón de zapatos y los carritos de niño que había junto a la puerta, deslizó su cuaderno de notas en el bolsillo del pecho y siguió a Sandy.

Solo tuvieron que andar un par de manzanas para llegar a la sinagoga. Grupos de hombres, amigos y padres e hijos caminaban en la misma dirección.

Había una especie de plaza ante la entrada del edificio, pero se accedía al interior tras bajar unos peldaños. Ante la puerta, un hombre daba profundas caladas a un cigarrillo.

– El último antes del shabbos -explicó Sandy, sonriendo.

Así, hasta fumar estaba prohibido durante las siguientes veinticuatro horas.


El interior era lo que Will habría definido como lo opuesto a una iglesia. Más parecía el gimnasio de un instituto. Al fondo había unas pocas filas de bancos y mesas que daban a unas estanterías. En esa zona, como si fuera una enorme aula, todos los asientos estaban ocupados y el ruido iba en aumento. Will no tardó en darse cuenta de que no hablaban al unísono, sino diferentes conversaciones. Parejas de hombres discutían entre sí alrededor de las mesas, cada uno inclinado sobre su respectivo libro en hebreo. Estuvieran escuchando o hablando, parecían balancearse adelante y atrás, mientras a su lado otra pareja se entregaba al mismo e intenso debate. Will se esforzó por escuchar.

Se trataba de una mezcla de inglés y de lo que creyó que era hebreo, todo ello en un tono salmódico que se correspondía con el movimiento de balanceo: «¿Y qué intentan explicar los Rabonim? Aprendemos que, aunque lo que podemos desear es estudiar siempre porque ese es el mitzvah más grande y el mayor placer que podemos alcanzar, en realidad HaShem también quiere que hagamos otras cosas, incluido trabajar y ganarnos la vida». Aquella última palabra había sido entonada con una nota baja. Acto seguido, la salmodia empezó a remontar: «¿Y por qué HaShem desearía algo así? ¿Por qué HaShem, que sin duda quiere que nos llenemos de sabiduría y de Yiddishkeit, no iba a desear que estudiemos todo el tiempo?». La voz se tornaba aguda. «La respuesta -y un dedo alzado hacia el techo añadió énfasis- es que solo si experimentamos la oscuridad somos capaces de apreciar la luz.»

Entonces llegó el turno de que su amigo, su compañero de estudio, tomara el relevo y el canto: «En otras palabras, para que podamos apreciar la belleza de la Torá -Toy-ra- y aprender, debemos conocer la vida fuera del aprendizaje. De este modo, la historia de Noach dice a todos los Hassid -Chossid- que no pueden pasar toda su vida en la yeshiva, sino que deben cumplir sus otros deberes como esposos, padres o lo que sea. Esa es la razón de que el tzaddik no sea siempre el hombre más sabio del pueblo; a veces, el hombre verdaderamente bueno es un simple zapatero remendón o un sastre que conoce y comprende la verdadera alegría de la Torá, porque conoce y entiende el contraste con el resto de su vida. Un judío así, porque conoce realmente la oscuridad, aprecia de verdad la luz».

Will a duras penas podía seguir lo que estaba escuchando; el estilo era completamente distinto a todo lo que había oído anteriormente. Se le ocurrió que así debían de ser las cosas en los monasterios de la Edad Media: unos monjes entregados al estudio de los textos en un perpetuo intento de penetrar la palabra de Dios. Se volvió hacia Sandy.

– ¿Qué están estudiando? Quiero decir, ¿cuál es el libro que tienen entre manos?

– Bueno, normalmente en la yeshiva, ya sabes, la academia religiosa, la gente estudia el Talmud. -Will parecía desconcertado-. Hacen comentarios. Los rabinos debaten el significado exacto de cada palabra de la Torá. Un rabino que esté en la parte izquierda de una página del Talmud puede iniciar una discusión con otro que esté en la parte inferior derecha acerca de las docenas de posibles significados de una simple letra o de una única palabra.

– ¿Y eso es lo que están leyendo ahora? -Will señaló a los dos hombres cuya salmodia había estado siguiendo.

Sandy estiró el cuello para ver qué libro estaban utilizando.

– No. Esos son comentarios escritos por el Rebbe.

«El Rebbe -pensó Will-. Incluso sus palabras se estudian con el mismo fervor que si fueran un texto sagrado.»

La sala se había ido llenando mientras charlaban y la gente llegaba en gran número. Will había estado en una sinagoga una vez anteriormente, con ocasión del mitzvah de un compañero del colegio, pero no había tenido nada que ver con aquello. Entonces solo había habido un único servicio y bastante quietud, aunque no el silencio absoluto al que estaba acostumbrado en las iglesias. Allí, reinaba una total falta de orden.

Y lo más extraño de todo era que solo veía a hombres. Parecía haber miles de camisas blancas y trajes oscuros que no interrumpía ni una sola mancha de color femenino.

– ¿Dónde están las mujeres?

Sandy señaló hacia arriba, hacia lo que parecía el piso superior de un teatro, solo que no se veía a nadie sentado porque la vista quedaba interrumpida por una ventana de plástico opaco. Apenas se adivinaba la silueta de las personas que había detrás, pero parecían distinguirse sombras entre los resquicios de las placas de Perspex. Will miró un buen rato, intentando divisar algún rostro, pero enseguida desistió porque se dio cuenta de que en realidad estaba buscando a Beth.

La situación le ponía los pelos de punta. Tenía la impresión de que lo observaban, como si aquellas invisibles mujeres fueran espectadoras espectrales que escrutaran las costumbres de los hombres de abajo. Will pensó en lo ventajoso de su punto de observación: él debía de destacar mucho Era el único hombre que no llevaba traje oscuro y camisa blanca, sino pantalones caqui y camisa azul.

En alguna parte sonaron unas palmadas, y los hombres empezaron a alinearse en dos filas, como para una procesión. La melodía se hizo más rápida a medida que cantaban: «Yechi HaMelech, Yechi HaMelech».

Sandy se lo tradujo:

– Significa «larga vida al rey».

Algunos daban patadas en el suelo, otros se balanceaban y unos pocos saltaban y brincaban en el aire. A Will le recordó las viejas imágenes de archivo de las adolescentes que esperaban la aparición de los Beatles; sin embargo, los que estaban allí eran hombres hechos y derechos que se entregaban a una especie de expectante frenesí. Uno de ellos brincaba de un lado a otro y se metía dos dedos en la boca para silbar con fuerza.

Will escrutó los rostros que se apretujaban ante él. Después de todo, no eran idénticos. Supuso que algunos podían ser rusos; otros, cuyas ropas parecían menos formales, eran de tez morena y por su aspecto diría que eran israelíes. Se fijó en otro de barba rala que le pareció vietnamita. Sandy siguió su mirada.

– Un converso -le explicó sucintamente, alzando la voz por encima del griterío-. No es que el judaísmo promueva la conversión, pero cuando se produce, el Rebbe se alegra especialmente, más que la mayoría de los judíos. Según él, un recién llegado es tan bueno como alguien que haya nacido judío; puede que incluso mejor, puesto que ha escogido serlo.

Will no pudo oír el resto porque se vio atrapado entre dos hombres que se abrían paso hacia delante; formaban parte de un numeroso grupo de gente que, sin orden ni indicación previa, estaba dando la vuelta. Los niños parecían indicar la dirección. Algunos de ellos, que en su mayoría no debían de tener más de siete u ocho años, iban sobre los hombros de sus padres, agitando el puño en aquella dirección una y otra vez. Parecían pequeños hooligans de fútbol señalando al odiado arbitro. Sin embargo, no miraban a una persona, sino que dirigían sus energías hacia un trono.

Esa fue la palabra que acudió de modo natural a la mente de Will. Se trataba de un amplio butacón cubierto con un suntuoso terciopelo rojo. En un ambiente espartano como aquel, destacaba como un objeto de auténtico lujo. No había duda, aquel asiento estaba siendo objeto de veneración.

«Yechi Adoneinu Moreinu v'Rabbeinu Melech HaMoshiach l'olam va'ed.»

El gentío entonaba aquella frase y la cantaba una y otra vez con un fervor que a Will le pareció extático y aterrador a la vez. Se inclinó hacia Sandy y gritó para hacerse oír:

– ¿Qué significa?

– «Larga vida a nuestro señor, nuestro maestro, el Rebbe, el rey Mesías por los tiempos de los tiempos.»

«Mesías.» Naturalmente. Eso era lo que significaba aquella palabra que había visto por todas partes: «Moshiack» significaba «Mesías». ¿Cómo había tardado tanto en descubrirlo? Aquella gente consideraba a su Rebbe un Mesías.

En ese momento, Will intentó desesperadamente alzarse todo lo posible para ver por encima de la gente, que seguía mirando fijamente el trono y cuyas voces enronquecían de expectación. Sin duda, el Rebbe haría su entrada en cualquier momento; aunque a Will le costaba imaginar que sus seguidores pudieran demostrar más entusiasmo cuando hiciera su aparición.

El ruido se estaba volviendo atronador. Intentó localizar a Sandy, pero la oleada de gente lo había empujado hacia delante. Tenía la cara incómodamente cerca de un desconocido que le sonrió al ver con humor su repentina intimidad.

«Qué demonios», se dijo Will.

– Perdone -le preguntó-, ¿podría decirme cuándo aparece el Rebbe? ¿En qué momento empieza todo esto?

– ¿Cómo dice?

– ¡Que cuándo empieza todo!

En ese momento, antes de que el hombre tuviera tiempo de responder, Will notó que una mano lo sujetaba con fuerza por el hombro, y en sus oídos oyó una profunda voz de barítono.

– Para usted, amigo mío, todo acaba aquí.

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