Viernes, 23. 35 h, Brooklyn
Cuando el teléfono sonó, Tom se hallaba en casa y contestó a la primera llamada. Era Will, que estaba dando vueltas por las calles de Crown Heights en busca de una estación de metro. Tom le propuso que cogiera un taxi y fuera directamente a su apartamento.
En esos momentos se hallaba en el diván de Tom, a punto de desmayarse de agotamiento, pero todavía despierto gracias al estado febril en que se encontraba. Solo llevaba encima tres gruesas toallas. Tom había metido a su amigo bajo una ducha caliente en cuanto entró, para que no pillara una pulmonía. Sabía que no podían perder el tiempo por culpa de una enfermedad.
Will intentó contarle lo sucedido, pero su relato resultaba demasiado increíble para creerlo sin más ni más. Además, hablaba igual que alguien que acabara de despertar de un sueño e intentara recordarlo: nuevos fragmentos de información y nuevos datos iban apareciendo sin cesar. Los elementos de normalidad eran tan escasos que al final Tom desistió de encontrarles sentido. Tipos barbudos, un ahogamiento, un cartel que avisaba a las mujeres para que se cubrieran los brazos, un inquisidor invisible, un líder aclamado como el Mesías, una norma que prohibía durante veinticuatro horas que la gente llevara encima incluso las llaves… Tom se preguntó si Will había estado en Crown Heights o si habría pasado por el East Village para darse un chute de ácido y pillar uno de los viajes más surrealistas de la historia de los alucinógenos.
Pero aún le costó más resistir la tentación de decir «Ya te lo avisé», porque aquella era exactamente la situación que había temido: que Will se metiera de lleno en Crown Heights sin la preparación necesaria y, empujado por la angustia, se lanzara a los brazos de sus enemigos.
De todos modos, Will no solo esperaba que su amigo siguiera el relato, sino que lo ayudara a descifrarlo. ¿Qué significaba aquella referencia a su trabajo? ¿Qué había querido decir el Rebbe al mencionar la historia antigua, hablar de salvar vidas y de que solo quedaban cuatro días?
– Will -dijo Tom intentando que su amigo callara un momento después de llevar hablando sin interrupción durante más de un cuarto de hora-. Will, escúchame… -No había manera, y, contrariamente a su costumbre, Tom alzó la voz-: ¡Will!
Este calló por fin.
– Will, esto es demasiado serio para que sigamos dando palos de ciego. Necesitamos ayuda de un experto, y la necesitamos ya.
– ¿De quién? ¿De la policía?
– Creo que deberíamos considerarlo.
– ¡Pues claro que lo he considerado! ¡Lo consideré mientras me metían la cabeza en aquella jodida nevera! Pero no creo que pueda correr ese riesgo. He visto a esa gente, Tom. Esta noche estaban dispuestos a matarme solo porque pensaban no sé qué; solo me he librado porque no llevaba un micrófono y porque no estoy circuncidado. Estaban dispuestos a liquidarme solo por eso o por cualquier otra locura. Ese tipo me soltó su sermón de justificación moral e ideológica, toda esa mierda sobre el «picuach no sé qué», según la cual puedes cargarte a alguien si es para salvar vidas. ¡Solo que la vida que estaban pensando en cargarse era la mía y puede que también la de Beth! De manera que sí, lo he considerado, pero me parece que el riesgo es demasiado grande. Desde el primer momento lo dijeron: si acudo a la policía, Beth ya no estará a salvo. Y después de haberlos visto… Mejor dicho, después de no haberlos visto, creo que lo decían en serio. Esos tipos no se andan con bromas.
– De acuerdo, entonces necesitamos otro tipo de ayuda.
– ¿Cómo qué?
– Como judíos.
– ¿Qué?
– Tenemos que hablar con alguien que sea judío y que pueda encontrar algún sentido a lo que has visto y oído esta noche. Nosotros no tenemos ni idea, lo único que sabemos es lo que has oído y lo que hemos averiguado en internet. Y no es suficiente.
Will reconoció la lógica de aquel razonamiento. Era cierto: había estado actuando según el modelo inglés, tal como enseñaban en los mejores colegios privados, donde uno aprendía a espabilarse echando mano del encanto personal y el ingenio. Ni siquiera se había planteado recurrir a un aburrido experto cualificado, mejor ser un aficionado con talento. Y eso es lo que había sido al meterse de cabeza en Crown Heights con sus malditos pantalones de pinzas y su maldita libreta de notas, como si todo fuera a salir a pedir de boca porque era inglés. Sí. Necesitaban ayuda.
– ¿Quién?
– ¿Qué te parece Joel?
– ¿Joel Kaufman? -Había sido compañero de Will en periodismo, en Columbia, y en esos momentos escribía para la sección de deportes del Newsday-. Sí, es judío, pero solo por ascendencia. No creo que sepa más de ellos que yo.
– ¿Y Ethan Greenberg?
– Está en Hong Kong, trabajando para el Journal.
– ¡Es increíble! Estamos en Nueva York. ¡Debemos conocer a algún judío!
– Yo conozco a un montón de judíos -dijo Will, pensando repentinamente en Schwarz y en Woodstein, del trabajo, lo cual a su vez le recordó que no se había puesto en contacto con el periódico en todo el día y que había hecho caso omiso del mensaje de Harden.
Tendría que hacer algo para remediarlo, no podía seguir AWOL [6], pero ya tenía demasiado en que pensar y se dijo que se ocuparía tan pronto como se marchara de casa de Tom-. El problema es que no puedo ir contando esta historia a cualquiera. Es demasiado arriesgado. Tiene que ser alguien que además de judío sea lo bastante entendido para conocer sus costumbres, alguien que sepa de ese mundo -dijo señalando la pantalla del ordenador, que seguía mostrando el mapa de Eastern Parkway-, y ha de ser alguien en quien podamos confiar. La verdad es que no conozco a nadie que cumpla todos esos requisitos.
– Yo sí -dijo Tom sin que su rostro manifestara el menor placer ante ello.
– ¿A quién?
– A TC.
– No hablas en serio. ¿TC? ¿TC para ayudar a salvar a Beth?
– ¿Quién más puede, Will? Dime, ¿quién más puede?
Will se recostó en el diván apretando las mandíbulas, y los músculos de su mejilla se tensaron como tocados por una corriente eléctrica. Tom tenía razón. TC cumplía todas las condiciones. Era judía, inteligente y nunca contaría un secreto. Pero ¿cómo iba a atreverse a llamarla? Hacía más de cuatro años que no se dirigían la palabra.
Durante nueve meses, desde el comienzo del curso en Columbia hasta aquel fin de semana del Memorial Day, habían sido inseparables. Ella era estudiante de arte, y Will había quedado prendado de su encanto incluso antes de que llegaran a cruzarse una palabra. De todas maneras, no se engañaba: había sido simple deseo. Ella era la mujer del campus en la que todos se fijaban, desde el piercing de diamante de su nariz hasta el de su ombligo; desde su plano vientre que siempre exhibía hasta las mechas azules de su cabello. Pocas jóvenes de más de dieciséis años podían llevar con tanta gracia aquel aspecto; pero TC tenía la suficiente belleza natural para lograrlo.
Empezaron a salir enseguida y prácticamente se encerraron en el pequeño apartamento que Will tenía en la esquina de la Ciento trece con Amsterdam. Disfrutaban del sexo por la mañana, encargaban comida china, veían una película y seguían con el sexo hasta la mañana siguiente.
Pero las apariencias engañan. La gente veía el cabello azul y el aro del ombligo y asumía que TC era un espíritu libre, una de esas alocadas de las películas que suben a las azoteas para bailar a la luz de la luna. Sin embargo, a pesar de los piercings y de los vaqueros desgarrados, TC no era nada de eso. Bajo aquella apariencia neohippy, Will descubrió una mente precisa y analítica que podía resultar aterradora en su exigencia de exactitud. Conversar con TC era como acudir a un gimnasio mental: ella no pasaba una.
Parecía que lo había leído todo -podía citar de memoria un pasaje de Turgueniev y a continuación los principios del luteranismo- y que lo había absorbido todo. Su único punto débil, y de nuevo en contra de lo previsible, era la cultura popular. Se las arreglaba con cuestiones recientes, pero cuando se trataba de ahondar en los recuerdos de una infancia que se suponía que había compartido con Will, no tenía ni idea de nada. Si él mencionaba Grease, ella pensaba que hablaba de Juan Gris, y si se refería a «Valley Girls [7]», ella preguntaba «¿De qué valle?». A Will le parecía encantador; además, era reconfortante saber que había un área de aquel supercerebro con el que salía que tenía un fallo. Al final llegó a la conclusión de que ambos aspectos estaban relacionados: mientras los niños como él habían perdido el tiempo viendo los tontos programas de la televisión y escuchando banal música pop, TC había estado leyendo, leyendo y leyendo.
De todas maneras, aquello no habían sido más que especulaciones. TC no solo hablaba de su infancia en términos absolutamente imprecisos -incluso su nombre seguía siendo un misterio; según ella se trataba de un mote que le habían puesto de pequeña y cuyo origen desconocía-, sino que nunca le presentó a sus padres ni a otros parientes: eso habría sido imposible. A pesar de su forma de pensar manifiestamente antirreligiosa -insistía en pedir gambas gigantes y cerdo agridulce-, le contó que su familia seguía siendo muy tradicional y que nunca aceptaría que tuviera un novio que no fuera judío. «Pero si no vamos a casarnos», decía Will, a lo que ella replicaba: «No importa. Incluso la lejana posibilidad de que pudiéramos hacerlo algún día, incluso que estemos juntos ahora, ya bastante malo».
Discutieron del asunto una y mil veces. Will acusó a sus desconocidos padres -de los cuales no llegó ni siquiera a ver una fotografía- de mantener la misma actitud racista que los antisemitas que se oponían a que sus hijos salieran con judíos. Ella hizo un recorrido por la larga y sangrienta historia de los judíos. Con sus amplios conocimientos, le explicó de qué modo a lo largo de los siglos y a lo ancho de los continentes los judíos habían sido atormentados y perseguidos mientras se aferraban desesperadamente a sus vidas y a la civilización que habían creado. La gente como sus padres creía que la cultura judía no podría sobrevivir si gradualmente se disolvía a través de los matrimonios interraciales o mediante la asimilación en la población en general, como si fuera una gota de tinta en un océano de agua limpia. «De acuerdo -le decía Will-. Eso es lo que tus padres creen, pero ¿y tú? ¿Qué crees tú?»
Pero las respuestas de TC no eran claras, al menos para Will. Las discusiones se volvieron demasiado constantes. Aunque en un comienzo lo prohibido de su romance había sido el aliciente que los había convertido en conspiradores en el Manhattan invernal, al llegar la primavera empezó a decaer. A Will no le gustaba la idea de que su destino estuviera determinado por una fuerza exterior -quinientos años de historia- de la que casi nada sabía y sobre la que no podía influir. Cuando conoció a Beth, tanto él como TC ya sabían que habían llegado al final del camino.
Todo acabó de mala manera. Will fue cobarde y empezó a salir con Beth antes de haber roto del todo con TC. Un día, ella encontró una foto digital de Beth en el ordenador de Will, lo cual ya resultó bastante malo, pero lo que la enfureció todavía más fue enterarse de que lo decisivo había sido lo que ellos dos llamaban «la cuestión judía». TC se indignó porque Will permitiera que aquello se convirtiera en un obstáculo, por rechazarla a causa de algo que ella no podía cambiar; sin embargo, él siempre tuvo la impresión de que aquella ira no iba dirigida únicamente a él, sino que también apuntaba a una herencia y a una cultura que ella había abandonado pero que, aun así, la había apartado del hombre al que amaba. Su última conversación fue un concurso para ver quién gritaba más alto. La última imagen que Will tenía de ella era la de un rostro lleno de lágrimas, y a veces todavía se preguntaba quién había salido victorioso: si los rígidos padres de TC o el mundo de arte y aventura que tan encantadora hacía a la chica de la que se había enamorado.
Y en estos momentos Tom le pedía ni más ni menos que la telefoneara. Esa misma noche, cuando casi eran las doce. Pero ¿qué iba a decirle? ¿Cómo iba a explicarle que la única razón de que llamara era porque necesitaba que lo ayudara a recuperar a la mujer que lo había apartado de su lado? ¿Cómo iba a hacer semejante llamada? ¿Y qué le impediría a ella colgarle el teléfono y jurar que nunca más volvería a dirigirle la palabra?
No obstante, estaba desesperado, Tom estaba en lo cierto. TC era lo más parecido al experto que tanto necesitaba. No le quedaba otro remedio. Tendría que dejar a un lado sus emociones, incluida su cobardía, y marcar el número. Y hacerlo ya.
Deambuló arriba y abajo por la habitación durante un rato, repasando mentalmente cuáles serían sus primeras palabras. Era como escribir para el periódico: una vez consiguió la primera línea, reunió el valor para lanzarse confiando en que su instinto se ocuparía de lo demás. Para aumentar sus posibilidades de éxito, o al menos para evitar un fracaso inmediato, recurrió a un truco: supuso que si él seguía teniendo memorizado el número de TC en su móvil, también había la posibilidad de que ella siguiera teniendo el suyo grabado. Imaginó que su nombre aparecería en la pantalla del móvil de TC, de manera que llamó desde el teléfono de Tom, de forma que aquel número le resultara totalmente desconocido. Era una llamada emboscada.
– Hola, TC, soy Will.
Al fondo se oía mucho ruido. ¿Estaría dando una fiesta?
– Hola.
– Will Monroe.
– Ya. No conozco a ningún otro Will. Ni de antes ni de después. ¿Qué pasa?
Tenía que reconocérselo: como respuesta inmediata, sin haber tenido apenas un segundo para meditarla, no estaba mal. Además era muy propia de ella: un leve indicio de menosprecio, la referencia a su pasado, su rápida formulación… Lo único que desentonaba era el «¿Qué pasa?». No era una frase de su estilo. Su levedad resultaba demasiado forzada. En esas palabras podía oírse el dolor de hablar con un hombre al que ella había amado y que la había rechazado.
– Necesito verte lo antes posible. Sabes que no te importunaría a menos que fuera muy importante. Y esto es muy importante. Creo que se trata de un asunto de vida o muerte. -Se había tragado las últimas palabras, pero sabía que TC las había oído.
– ¿Le pasa algo a tu madre? ¿Se encuentra bien?
– Se trata de Beth. Ya sé que… -No pudo completar la frase; no estaba seguro de qué debía decir a continuación-. Escucha, tengo que verte ahora mismo.
Ella no le hizo más preguntas y se limitó a darle su dirección; no la de su casa, sino la del trabajo, un complejo de estudios de artistas en Chelsea. Le dijo que estaba más cerca, pero Will sospechó que era por otra razón. Quizá estuviera con alguien, quizá se avergonzara de no tener pareja o puede que no deseara enfrentarse a la intimidad de recibirlo en su apartamento.
«Estudios de artistas.» Incluso aquella breve información decía mucho. Significaba que ella había cumplido su promesa: soñaba con convertirse en artista, habían hablado mucho de ello en aquellas interminables tardes en la cama. Sin embargo, ambos se habían preguntado si tendría el temple necesario para conseguirlo. En ese instante, Will se alegró de que lo hubiera logrado. Más que alegrarse, se sintió orgulloso.
Menos de una hora más tarde, salió de un ascensor de servicio, uno de esos antiguos, con una puerta metálica de acordeón. Supuso que no se trataba de una necesidad, sino que era el resultado de cierta afectación bohemia: un grupo de artistas trabajando en su fábrica reconvertida. Salió en la tercera planta, oscura y silenciosa. Distinguió un rincón en el que una escultora parecía haberse especializado en vientres femeninos.
Pasó ante lo que parecía el taller de un herrero, pero era en realidad el espacio de trabajo de un hombre que creaba instalaciones utilizando neón. Al fin vio un rótulo fotocopiado: TC. Ni nombre ni apellido: únicamente aquellas dos letras. «Bonita marca», pensó Will mientras llamaba discretamente a la puerta para anunciar su llegada. Instintivamente había decidido que la masculina e inglesa educación podría ser su mejor defensa ante la furia típicamente norteamericana de ella.
Solo tuvo un par de segundos para asimilar lo que lo rodeaba: paredes cubiertas de lienzos, tres cuadros en sus respectivos caballetes y otros más, envueltos en plástico de burbujas, que descansaban apoyados contra las paredes; una vieja mesa llena de cachivaches; otra que corría a lo largo de la pared y que estaba abarrotada de materiales diversos: botellas de aguarrás, tubos de pintura medio estrujados y pigmento, pegamento, cuchillos, rasquetas oxidadas, cordel y, extrañamente, un libro de cocina que parecía haber perdido todas sus páginas.
Al final de la estancia, en un gastado sofá de terciopelo rojo, estaba TC. Era más menuda de lo que Will la recordaba, pero ningún otro aspecto de ella había cambiado. Seguía siendo una mujer que llamaba la atención. Llevaba el cabello a la altura de los hombros, cuando en su momento había sido corto y punk. En su mayor parte era de color castaño natural, pero su marca azul característica seguía presente. Al observar su delgada figura, la vieja camiseta y los vaqueros desgarrados en las rodillas, vio la silueta por la que en otro tiempo había suspirado, y distinguió un destello metálico: el aro del ombligo seguía en su sitio.
Aquel fue el instante en que tuvo más dudas: ¿debía abrazarla, besarla en la mejilla, estrecharle la mano o no hacer ninguna de esas tres cosas? Sin embargo, al final fue ella la que tomó la decisión por él y se levantó abriendo los brazos como quien da la bienvenida a un hijo pródigo. Will correspondió al abrazo y procuró que, por la posición de sus brazos y manos, el gesto resultara lo más fraternal posible.
– ¿Cuál es el problema, Will?
Él le contó la historia tan breve y metódicamente como le fue posible: el correo electrónico, Tom rastreándolo hasta Crown Heights, su visita al barrio, el interrogatorio, la prueba del mikve…
– Tienes que estar bromeando -contestó ella cuando él hubo terminado con los detalles. Su rostro mostraba una leve sonrisa donde se combinaban la incredulidad, la tensión nerviosa y cierto placer por la desgracia ajena. Pero la medio sonrisa se desvaneció al ver la reacción de Will y darse cuenta de que le hablaba totalmente en serio-. Will, lo siento. De verdad. Y lo lamento por la familia de Beth. -«Beth», nunca hasta ese momento la había oído pronunciar su nombre-. Lo que no sé es qué necesitas de mí.
– Necesito saber lo que tú sabes. Necesito que me expliques lo que oí. Necesito… No sé, necesito que me lo traduzcas.
Ella respondió con una leve sonrisa que en cierto sentido la hizo parecer mayor. En ese momento, Will pensó que envejecer no tenía solo que ver con las arrugas ni las líneas de la piel, aunque ellas tuvieran su papel; en realidad, los años se manifestaban en la expresión que acababa de ver. De repente, el rostro de TC se había convertido en el rostro de los años, de la sabiduría.
– De acuerdo. Debes contarme todo lo ocurrido muy despacio y con tantos detalles como seas capaz de recordar, las calles por donde pasaste, las personas con las que te encontraste, las palabras que utilizaron. Iré a preparar un poco de café.
Will se dejó caer en la silla de mimbre que TC le había ofrecido. Por primera vez en dieciséis horas permitió qué sus músculos se relajaran. Se dejó invadir por una sensación de alivio -TC estaba de su lado- y experimentó un sentimiento que nunca había sentido estando con ella: que iba a cuidar de él.
No tardó en descubrir que también ella era una hábil interrogadora, paciente pero metódica, que le exigía precisión en todos los detalles y le hacía volver sobre los distintos episodios para asegurarse de que no había olvidado nada. También le señaló las contradicciones con su estilo forense de siempre.
– Espera un momento. Has dicho que en la habitación solo estabais dos hombres y tú. ¿Quién era esa nueva persona? ¿Qué dijo exactamente? ¿Dijo «haré» o «puede que haga»?
Su precisión lo dejó exhausto, y para distraerse dejó que sus ojos vagaran por los trabajos de TC, repartidos por los rincones. En su mayoría eran grandes lienzos que retrataban escenas de la vida norteamericana: pinturas naturalistas de un taxi amarillo o un viejo restaurante; a pesar de lo mucho que admiraba su técnica, de repente se preguntó si TC no habría escogido una línea de trabajo equivocada: ella tenía una mente demasiado lúcida, demasiado lógica y lineal para ser artista. Sin duda, con un cerebro así, debería ser científica o abogada, incluso agente de policía en las circunstancias presentes. Pero, prudentemente, Will no dijo nada de lo que pensaba.
Cuando concluyó su relato, Will se dio cuenta de que hasta ese momento TC no le había dado ninguna explicación. Cada vez que ella había abierto la boca había sido para pedirle alguna aclaración o para formularle alguna pregunta complementaria. Se dio cuenta de que no sabía más que cuando salió de Crown Heights y comenzó a impacientarse, pero no se atrevió a mostrar su decepción: tenía que conservar a TC como aliada; además, estaba a punto de desmayarse de cansancio y empezaba a arrastrar las palabras.
Se despertó de golpe cuando su codo resbaló del apoyabrazos. Por el sabor que notaba en su boca supo que había caído en un sueño breve pero profundo. Había soñado con cánticos y danzas, con Beth en el centro, rodeada por hombres vestidos con trajes negros y camisas blancas, como si fuera la reina de alguna tribu.
Miró el reloj. Las dos y media de la madrugada. De modo que no había sido una terrible pesadilla, sino un largo y terrorífico día que parecía que no iba a acabar nunca. Todo había empezado hacía dieciocho horas, cuando conectó su Blackberry; y en esos momentos, increíblemente, se hallaba sentado ni una de las sillas de TC y todo seguía igual.
– Me alegro de que hayas vuelto -dijo ella, levantando la vista de repente de un cuaderno de bocetos que tenía sobre las rodillas; fruncía el entrecejo de un modo que, según Will recordaba, indicaba que había estado muy concentrada-. Esto es lo que tenemos. Lo primero es que Beth estará a salvo mientras tú te mantengas al margen. Segundo, parece que ellos reconocen que ella no ha hecho nada malo y hasta puede que nada en absoluto, pero no pueden dejar que se vaya. También admiten que todo esto puede resultar sorprendente ahora, pero prometen que se aclarará. Por sus mensajes a través del correo electrónico sabemos que no quieren dinero. Solo quieren que nos mantengamos alejados. Eso es todo.
»Si lo sumamos todo nos da un secuestro bastante raro. Es como si ellos hubieran tomado prestada a Beth por un plazo indeterminado de tiempo y por alguna razón no especificada, pero esperaran que nosotros lo aceptásemos. Lo que necesitamos es averiguar por qué.
A Will le pareció reconfortante que ella utilizara la fórmula «nosotros», aunque el resto del rompecabezas y el hecho de que TC no lo hubiera resuelto al instante lo fuera mucho menos.
– ¿Y qué tenemos en cuanto a los motivos? -prosiguió TC-. Una pista es que temieran que fueras un agente federal. La explicación más caritativa es que temían que los federales fueran tras ellos por el secuestro; la menos caritativa dice que su temor no tiene nada que ver con el secuestro y que están metidos en alguna actividad criminal que hace que estén preocupados porque las autoridades los persigan, como pasa con esos grupos de pirados que temen que los federales aparezcan cualquier día para quitarles sus armas.
La memoria de Will viajó de vuelta a Montana, a Pat Baxter y a sus colegas. De aquello solo hacía unos días, pero por Dios que le parecían años.
– Sin embargo, eso lo han descartado por razones bastante evidentes. No tengo ni idea de lo del micrófono, pero supongo que tienen razón en lo del agente israelí encubierto porque, desde luego, eso sería lo que habrían hecho los federales Sin embargo, que tú no lo fueras no ha parecido tranquilizarlos. Más bien al contrario. Justo cuando descartan que seas un federal se ponen duros de verdad y casi te ahogan. Y eso tiene cierto sentido: no se habrían atrevido a maltratarte hasta ese punto si pensaran que eres un miembro de las autoridades. Una vez que han sabido que no lo eres, se han sentido con las manos libres. No obstante, la pregunta es por qué. ¿Qué puede ser, según sus propias palabras, «infinitamente más grave»? ¿Una secta hasídica rival? ¿Un grupo dedicado al secuestro que les hace la competencia?
Will detectó un destello travieso en los ojos de TC, como si a ella le hiciera gracia el sentido del humor de los hasidim, y eso lo irritó; además, hasta el momento no había dicho nada que él no supiera ya.
– ¿Y qué me dices de todo ese rollo judío que me han soltado? ¿Qué significado tiene? -preguntó Will, deseoso de que TC volviera al asunto.
– Bueno, la frase que has oído, «picuach no sé qué» es en realidad «pikuach nefesh». Se refiere a la protección de un alma. Normalmente se trata de un principio que se utiliza benévolamente para perdonar las infracciones de las normas religiosas que se cometen en aras de un bien mayor. Por ejemplo, oirás que los israelíes invocan el pikuach nefesh para justificar que las ambulancias funcionen durante el Sabbat. Pero al mencionarlo con relación a esa historia del rodef lo estaban utilizando claramente para amenazarte, para darte a entender que la ley judía les permite matarte o matar incluso a Beth.
Will dio un respingo. -En cuanto a lo de «shabbos no sé qué», es real. Lo que has oído es «shabbos shuva», el Sabbat de arrepentimiento, el más importante del año, que, dicho sea de paso, es hoy. Es el que está entre Rosh Hashana, el Año Nuevo, y Yom Kippur, el Día de la Expiación. Estamos en mitad de los Diez Días de Penitencia, los Días del Temor. Se trata de una época muy importante para los judíos, especialmente para los ultraortodoxos. Pero ¿qué ha querido decir tu interrogador cuando ha comentado que solo quedan cuatro días? Es verdad que solo faltan cuatro días para Yom Kippur; pero, a juzgar por lo que tú has dicho, parece que se estaba refiriendo a una especie de fecha límite. No puede ser que se refiriera solo a que quedan cuatro días de arrepentimiento, aunque sin duda lo creen. Esto tiene que estar relacionado con ese asunto «más grande» que ha mencionado. Ya sabes, lo de «todo pende de un hilo», «la apuesta no podría ser más alta» o lo de «historia antigua».
– Y de todo eso no tenemos ni idea, ¿verdad?
TC mantenía la cabeza gacha mientras consultaba sus notas; Will vio que se desesperaba por encontrar algo que resolviera el misterio. Había relacionado los hechos lo mejor que había podido y formulado coherentemente algunas preguntas; pero eso era lo único que tenía: preguntas.
– No -repuso en voz baja-. No la tenemos.
– ¿Y qué hay del Rebbe?
– Ah, sí. Necesito que pienses en él. ¿Te dijo su nombre? ¿Llegó a presentarse?
– Ya te lo he dicho. Ni siquiera dejó que le viera la cara.
– ¿Y por qué estás tan seguro de que se trataba del Rebbe?
– Porque todos cantaban y lo esperaban en la sinagoga. Entonces se me llevaron y los dos gorilas me dijeron que no podían hablar conmigo hasta que su maestro llegara. Y cuando lo hizo, esos dos tíos obedecieron todas sus órdenes. Está claro que era su jefe.
– Cuando estuviste en la sinagoga y notaste aquella mano en tu hombro y la voz dijo «Para usted, amigo mío, todo ha terminado», o lo que fuera que dijese, ¿esa voz era la misma que te interrogó después?
– Sí, la misma.
– Entonces, si él era el Rebbe, ¿cómo es que la multitud no estaba vuelta hacia él? De haber sido él, todos los rostros de la sala habrían estado mirando tu espalda, enfebrecidos por el tipo que te estaba susurrando algo al oído. Pero no fue así, ¿no?
– Puede que estuviera oculto a la vista, entre la multitud.
– Vamos, Will, tú mismo lo has dicho: esa gente adora a ese tío como si fuera el Mesías. No dejarían que se pasease por ahí para que las masas lo pisotearan. Piensa, ¿en algún momento se presentó como el Rebbe?
Will se dio cuenta, no sin embarazo, de que su atormentador nunca había dicho tal cosa. Ahora que pensaba en ello…
– ¿Y tú te dirigiste a él como si fuera el Rebbe?
TC le había leído el pensamiento. Durante todo su calvario, Will había dado por hecho que estaba hablando con el Rebbe. Dentro de su cabeza se había dirigido a él como «el Rebbe», pero ¿había utilizado alguna vez el término en voz alta?
– Así -repuso Will-, ¿estás segura de que el tipo que esta noche ha estado a punto de matarme no era el Rebbe?
– Lo estoy.
– ¿Por qué? ¿Cómo puedes estar tan segura?
– Estoy segura, Will, porque el Rebbe de Crown Heights está muerto y enterrado desde hace dos años.