Capítulo 31

Sábado, 19.05 h, Ciudad del Cabo, Sudáfrica

Solía ir por allí cuando estaba reservado solo para los blancos. Aquella playa, con su suave curva de arena blanca, era uno de sus lugares favoritos. En su época de estudiante iba allí a ver a las chicas y a tomar unas cervezas. En aquel tiempo, los extranjeros que llegaban al país creían que este estaba en llamas y que se consumía en un conflicto racista. Sin embargo, no lo parecía, al menos a él. Era blanco, tenía una posición acomodada y estaba en el mejor momento de su vida. Conocía a algunos jóvenes como él que habían firmado manifiestos, pero, aparte de eso, la política no era un obstáculo. Además, como buen afrikáner que había crecido en el corazón rural del Transvaal, había sido educado para creer en la segregación de las razas; el apartheid no resultaba ofensivo, sino natural. En su granja, los conejos y las vacas ocupaban sus respectivos lugares y no se mezclaban. ¿Por qué iba a ser distinto entre blancos y negros?

En esos momentos, la playa se veía tan preciosa como de costumbre, y el agua rielaba bajo la luz de la luna. Mientras contemplaba el Atlántico, oyó el rumor de los bares a su espalda, el del gentío, una mezcla de blancos, negros y de los que él había llamado desde siempre coloureds. Intentó no oír el ruido. Quería escuchar sus propios pensamientos.

¿Se sentía eufórico por lo que acababa de hacer? No estaba seguro. Aliviado, desde luego. Había planeado aquel momento durante meses. Día tras día, se había llevado a casa un documento distinto tras otro -a veces, un diagrama; a veces, una serie de números algebraicos-, hasta que por fin había reunido el conjunto completo.

Respiró pesadamente. Recordó los años en la universidad, seguidos por los del postgrado, en su mayoría pasados en un laboratorio. A la edad de veintitrés años se había convertido en investigador farmacéutico, y dedicó los siguientes quince a un único proyecto cuyo nombre en clave era Operación Ayuda. Lo de «ayuda» había sido una pequeña broma de su jefe. Andre Van Zyl formaba parte de un equipo que investigaba una cura para el sida.

Naturalmente, solo eran una parte del todo. El cuartel general del proyecto se encontraba en Nueva York y había ramas satélites en París y Ginebra. La oficina de Sudáfrica aún era más pequeña y había sido escogida por lo que, dentro de la compañía, se denominaba «resonancia clínica». En otras palabras, Sudáfrica ofrecía un adecuado número de enfermos de sida.

Llevaban ya unos años probando nuevos remedios con distintos grupos. Andre había asistido a algunas de las pruebas, en las que se escogía a un centenar de hombres y mujeres enfermos, se elegía a cincuenta de ellos como grupo de control y se administraban nuevas píldoras al resto. Andre estaba ante el ordenador cuando se recibieron los resultados. Una y otra vez, sus informes llegaban a la misma conclusión: «Impacto negativo. Resultados estadísticamente irrelevantes. Es necesario proseguir con la investigación».

Pero hacía nueve meses llegaron unos datos que era imposible omitir. El grupo de ensayo había experimentado una mejoría nunca vista: no es que disminuyeran los síntomas de la enfermedad, sino que estaban desapareciendo. La medicación parecía no solo frenar el virus, sino eliminarlo por completo del organismo.

Al cabo de una semana llegaron científicos de Ginebra para examinar personalmente a los pacientes. Unos días más tarde, la plana mayor del proyecto aterrizó proveniente de Nueva York y ordenó que, por razones humanitarias, se administrara de inmediato la nueva medicina a todo el grupo.

Andre no pudo evitar reírse de aquello, porque sabía qué ocurriría a continuación: el mandamás norteamericano publicaría el trabajo en Nature, comunicaría su descubrimiento y optaría de paso al premio Nobel, que sin duda ganaría. Entretanto, la FDA norteamericana empezaría a probar las nuevas pastillas. Una vez conseguida la aprobación, saldrían a la venta y convertirían a la empresa para la que él trabajaba en la más rica del mundo. Habían encontrado el Santo Grial de la medicina del siglo xxi: una cura para el sida.

El único problema eran las personas como Grace, la mujer que Andre conoció al comienzo de las pruebas. Demasiado pobre para permitirse el antirretroviral que necesitaba, el sida equivalía para ella a una sentencia de muerte; una situación con la que no se podía vivir, contrariamente a lo que sucedía en Europa o Estados Unidos. Aquella cura no sería ningún remedio para los millones de hombres, mujeres y niños como ella de todo el mundo: la nueva medicina no llegaría a ellos porque resultaría demasiado cara. La empresa era propietaria de la patente por un período de veinte años. Hasta que concluyera ese plazo disfrutaría de un absoluto monopolio y podría poner el precio que quisiera.

Por lo tanto, esa mañana se había presentado en las oficinas de FedEx con una gran caja dirigida a un hombre al que no conocía y que vivía en Mumbai, en India. Reverenciado y odiado como el rey de las copias, ese hombre había ganado una fortuna copiando las medicinas occidentales y vendiéndolas al tercer mundo por una décima parte de su precio en origen. Ya lo había hecho con algunos de los primeros medicamentos contra el sida. Ahora, dentro de un par de días, recibiría los datos completos de la fórmula de la nueva cura. En la nota que le enviaba, Andre exigía de forma tajante: «¡Fabrique esta medicina y distribúyala por todo el mundo ya!».

La luna se ocultó. Más que ver las olas, las oía. Decidió ir a uno de los bares y tomar una cerveza. ¿Quién sabía cuándo podría hacerlo de nuevo? Al día siguiente, la empresa podía descubrir su robo, su traición y hacer que lo detuvieran por una docena de cargos. Con la cantidad de dinero que había en juego, sin duda decidirían que merecía un buen escarmiento. Quizá pasaría el resto de su vida en la cárcel.

Por lo tanto, decidió saborear esa noche. Bebió y flirteó, y cuando una bella joven de largas y bronceadas piernas y con una minifalda que apenas le tapaba el trasero se le acercó, Andre aprovechó la oportunidad.

Ella rió de sus bromas y dejó que él apoyara su mano en su desnudo muslo. El trayecto en el coche descapotable estuvo acompañado de largos y apasionados besos en todos los semáforos. Llegaron a su apartamento, y ella se desprendió voluntariamente de su ropa. Luego, fue a prepararle una copa, que Andre bebió agradecido; ni siquiera vio el residuo que había quedado en el fondo del vaso.

Tosió un poco, notó un vahído y se prometió que otro día no bebería tanto. Mientras perdía el sentido y se deslizaba hacia la muerte oyó la voz de la chica que recitaba lo que parecía un poema, o una plegaria.

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