Capítulo 53

Lunes, 00. 51 h, Manhattan


En cierto modo, fue una ayuda que estuviera tan cansado. En circunstancias normales su corazón se habría puesto a latir con la fuerza suficiente para despertar a todo el vecindario. Sin embargo, su fatiga actuó como si fuera una especie de coraza defensiva que ralentizó sus reacciones y sus emociones, dejándolo en un estado de resignación.

Se hallaba en el asiento trasero de un coche patrulla, esposado y encajonado por un agente del departamento de policía de Nueva York. Delante de él, los mensajes que se sucedían en la radio eran constantes y todos hablaban de él. Era evidente que lo consideraban sospechoso de asesinato.

Los hombres del coche desprendían un olor que Will recordaba de la adolescencia: testosterona y adrenalina, el olor de un vestuario masculino tras una victoria. Aquellos hombres eran adictos al éxito, y él representaba el premio. Lo habían pillado prácticamente con las manos en la masa, inclinado sobre la víctima y con sus huellas dactilares en el cuello de esta. Aquellos agentes casi podían tocar las medallas de la policía que iban a recibir.

– ¡Yo no he matado a ese hombre! -se oyó decir Will. La escena le resultaba tan absurda, tan alejada de sus experiencias habituales, que su voz le sonaba extraña, como si perteneciera a otro cuerpo. Era como si estuviera escuchando la radio, uno de los seriales de la BBC que tanto gustaban a su madre-. Ya sé lo que parece, pero les aseguro que no es eso lo que ha ocurrido. -De repente, tuvo un momento de inspiración y añadió-: Sin embargo, puedo llevarlos hasta el hombre que lo ha hecho. Hace menos de una hora lo seguí fuera del edificio. ¡Sé dónde se esconde! ¡Incluso puedo facilitarles una descripción!

El agente que iba en el asiento de delante se volvió hacia Will con una sonrisa irónica en la que se leía: «Claro que puedes, muchacho, y yo voy a batear por los Yankees el próximo martes».

En la comisaría del Distrito Siete, Will mantuvo su actitud de desafío.

– ¡Yo solo encontré el cuerpo! -exclamó mientras lo llevaban arriba-. ¡Vi a un hombre salir del edificio! Lo seguí y después regresé. ¡Pensaba que podía haber cometido un asesinato y no me equivoqué!

No obstante, sabía que sus palabras sonaban ridículas nada más salir de su boca. El policía que lo había vigilado desde el principio lo miró con desprecio.

– ¿Por qué no cierras esa jodida bocaza?

Por primera vez desde que la policía lo había apresado, Will se dejó llevar por el pánico. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Lo que necesitaba era llegar hasta Beth. Tenía que estar en la calle, en Crown Heights o donde fuera, buscando a su esposa en lugar de verse esposado y retenido por la policía de Nueva York. Ni siquiera consideraba la posibilidad de que lo acusaran de asesinato: la mera perspectiva de tener que pasar varias horas cruciales luchando contra la burocracia del sistema de justicia penal de la ciudad ya le parecía suficiente pesadilla. Cada minuto que estuviera allí era un minuto que se alejaba de Beth. Además, los hasidim habían sido rotundos: no había tiempo que perder, el destino del mundo iba a decidirse en las siguientes horas o minutos. Y sin embargo, allí estaba él, sin hacer nada, literalmente maniatado.

Lo llevaron al mostrador de un oficial donde había alguien esperándolo: el detective que había visto en el apartamento. El hombre había inspeccionado la escena del crimen mientras retenían a Will en el coche.

– Traigo a un detenido -dijo el detective al oficial sin prestar atención a Will. Tenía unos treinta años y cara de sabueso.

«Una de las promesas del departamento», se dijo Will.

– Bien, vaciémosle los bolsillos.

El agente que lo había acompañado se adelantó. Ya había registrado a Will en el apartamento: después de ver la jeringa no estaban dispuestos a correr riesgos. También le habían quitado el móvil y su Blackberry; nada de llamar a los cómplices. Ahora le quitaban todo lo demás: monedas, llaves, libreta de notas…

– Registremos todo esto -dijo el detective.

Los distintos objetos fueron a parar a una bolsa de plástico con cierre hermético que fue sellada. El detective firmó una nota en presencia del oficial.

Cuando abrieron su cartera, Will cometió uno de los mayores errores de la noche. Entre las tarjetas figuraba su carnet de prensa: «Will Monroe. The New York Times».

– De acuerdo, lo reconozco. La verdadera razón de mi presencia en ese edificio es que trabajo para el periódico en un reportaje sobre los crímenes de la ciudad. Eso era lo que estaba haciendo.

El detective lo miró por primera vez.

– ¿Trabaja para The New York Times?

– Sí, sí -dijo Will, contento de poder ofrecer una respuesta.

El detective miró hacia otro lado, y el oficial volvió a sus tareas.

Will fue conducido a otro mostrador, donde le pidieron que colocara el dedo índice derecho en un dispositivo electrónico y después el de la otra mano. Luego, hizo lo mismo con el resto de los dedos, incluidos los pulgares. La máquina emitió un pitido, como si Will fuera un paquete en un supermercado.

A continuación, lo llevaron a una sala rotulada como «sala de interrogatorios». Por el camino, el detective dio los datos de Will a una colega.

– ¿Por favor, podrías investigarme este nombre, Jeannie?

Entraron. Había únicamente una mesa con dos sillas y un teléfono en el rincón. Las paredes estaban desnudas salvo por un calendario con una foto del Empire State.

– De acuerdo, me llamo Larry Fitzwalter, y esta noche voy a ser su detective. Vamos a empezar así -dijo sacando un impreso-. Tiene derecho a permanecer en silencio, ¿lo entiende?

– Lo entiendo, pero me gustaría explicar que…

– Bien. Si lo entiende ponga sus iniciales aquí, por favor.

– Mire, si estaba allí era porque seguía a un hombre…

– ¿Puede poner sus iniciales, por favor? Eso significa que ha comprendido que puede guardar silencio, ¿vale? Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada contra usted ante un tribunal. ¿Lo ha comprendido?

– Todo esto no es más que un error…

– ¿Lo ha entendido? Es lo único que le pregunto por el momento. ¿Entiende las palabras que le estoy diciendo? Si es así, por favor, firme el maldito impreso.

Will no dijo nada más mientras Fitzwalter seguía leyéndole sus derechos. Una vez que hubo firmado, el detective dejó el impreso a un lado.

– De acuerdo, ahora que conoce sus derechos, ¿desea hablar con nosotros?

– ¿No tengo derecho a hacer una llamada telefónica?

– Es más de medianoche. ¿A quién quiere llamar?

– ¿Estoy obligado a decírselo?

– No -contestó el detective cogiendo el teléfono del rincón y estirando el cordón para dejarlo en la mesa-. Dígame que número es, y yo marcaré por usted.

Will sabía que solo había una persona a la que podía llamar, pero la idea le resultaba deprimente. ¿Cómo iba a atreverse, y además con una noticia semejante? Miró la hora en su reloj: las 2. 15 de la madrugada. Fitzwalter se estaba impacientando.

Will le dio el número. El detective lo marcó y le entregó el auricular sin moverse de su sitio. Estaba claro que pretendía escuchar todas y cada una de las palabras que dijera. Al fin, Will oyó la voz que esperaba y a la vez temía escuchar.

– Hola, papá.

Загрузка...