Capítulo 12

Viernes, 6. 10 h, Seattle

Will sintió que palidecía y que la sangre desaparecía de su rostro. Tuvo la sensación de que la cabeza le daba vueltas y la sintió liviana. Releyó el mensaje de nuevo, buscando alguna pista, alguna indicación de que pudiera tratarse de una broma cruel. Comprobó que no fuera un spam, y que el «Asunto: Beth» no pudiera ser una coincidencia. Sin embargo, no halló nada que se lo confirmara. Buscó alguna firma al pie de la página, pero no vio ninguna. Sus manos sudaban cuando cogió el móvil. Fue a la letra «B» y pulsó «Beth», el primer nombre que aparecía.

«Por favor, contesta. Dios mío, déjame oír su voz.» El teléfono sonó y sonó. De repente, uno de los tonos fue más breve que los demás: la comunicación pasaba al contestador automático. «Hola, has llamado a Beth, si…» Will se derrumbó al oír aquella voz, al tiempo que un recuerdo afloraba en su mente. La primera vez que le pidió para salir fue a través de un mensaje que le dejó en el contestador: «A menos que te parezca totalmente inapropiado, me pregunto si te gustaría que fuéramos a cenar el martes por la noche». Lo de «totalmente inapropiado» fue su manera de asegurarse de que ella no estuviera comprometida.

La respuesta le llegó igualmente a través del contestador: «Hola, soy Beth McCarthy, y la respuesta es no. No me parece totalmente inapropiado que cenemos el martes por la noche. La verdad es que me encantaría». Will escuchó el mensaje una docena de veces cuando lo recibió. En esos momentos volvió a oírlo en su mente.

Interrumpió la llamada y marcó otro número. Sus dedos temblaban mientras conectaba con el hospital.

– Hola, póngame con Beth Monroe, por favor. Soy su marido.

Lo dejaron esperando con una melodía de Vivaldi y rezó para que cesara, para que la interrumpiera la voz de alguien que respondía y que ese alguien fuera Beth.

– Lo siento, señor -dijo finalmente una voz-, parece que no contesta. ¿Hay otro doctor que pueda ayudarle?

De repente, Will lo comprendió: tal vez hacía horas que Beth había desaparecido. Quizá había sido secuestrada en plena noche en su dormitorio. La última vez que habló con ella fue antes de las doce de la noche. Cabía la posibilidad de que los secuestradores hubieran irrumpido a las cinco o a las seis de la madrugada; incluso en ese mismo momento. El se hallaba al otro lado del continente y profundamente dormido cuando debería haber estado en casa, protegiendo a su mujer.

Volvió a leer el e-mail, y el corazón se le encogió al ver aquellas palabras. Intentó fijarse, concentrarse en el principio del mensaje, en aquellos extraños caracteres. Había algunos números, la fecha y la hora, que indicaba las 13. 37 h, de eso hacía ya muchas horas. Aquello no le aportó ninguna pista.

Desde luego, debía llamar a la policía; pero esa gente, esos cabrones ¡se mostraban tan decididos, que parecía que no dudarían en matar a Beth! Solo pensar en aquella palabra hizo que retrocediera. Lamentó al instante que se le hubiera ocurrido semejante idea, como si por ello fuera a hacerse realidad, y deseó no haberlo hecho.

En un instante de infantil necesidad se dio cuenta de que echaba de menos a su madre. Podía llamarla. En Inglaterra era inedia tarde. Escuchar su voz sería un consuelo, pero sabía que no lo haría. Ella se dejaría llevar por el pánico y era posible que sufriera un ataque de ansiedad. Además, no podía confiar en que no llamara a la policía o hablara con alguien que terminaría haciéndolo. La verdad era que se encontraba demasiado lejos para poder controlar a su madre, y su madre era una mujer que necesitaba que la controlaran. (Recordó entonces que esa palabra era de Beth. Era lógico que ella fuera una de las pocas personas que sabía cómo manejarla.)

Poco a poco, Will se dio cuenta de que solo había una persona a la que podía dirigirse, una sola persona que sabría lo que había que hacer. Su mano tembló mientras buscaba el número de teléfono. Algo le dijo que no era el tipo de llamada que se podía hacer desde un móvil.

– Ha telefoneado usted al despacho del juez William Monroe, dígame.

– Janine, soy Will. Tengo que hablar con mi padre sin falta. -Algo en su voz le indicó a la secretaria de su padre que se trataba de una verdadera emergencia. Janine le ahorró cualquier charla de cortesía y se hizo discretamente a un lado, como el automóvil que cede el paso a una ambulancia.

– Ahora mismo te paso la llamada a su coche -contestó.

«Un móvil», pensó Will. No le quedaba más remedio que aceptarlo. Era más importante que hablara con su padre.

Fue un alivio cuando por fin este descolgó. El niño que había en Will se alegró, igual que el muchacho que logra convencer a su padre para que acuda a matar una araña. Bien, un adulto iba a hacerse cargo del asunto. Esforzándose por mantener firme la voz, explicó a su padre lo ocurrido y le leyó el correo electrónico lentamente, dos veces.

Al instante, el juez Monroe bajó la voz; no quería que el chófer oyera la conversación. Pero, incluso convertida en un susurro, su voz transmitía la autoridad que lo había hecho famoso en el estrado. En ese instante, al igual que habría hecho en el tribunal, planteó las preguntas pertinentes y obligó a su hijo a que le contara todo lo que había podido averiguar acerca del remitente. Por último, le comunicó sus conclusiones.

– Obviamente se trata de un caso de extorsión. Deben de saber quiénes son los padres de Beth. Es evidente que pedirán un rescate.

Los padres de Beth. Will pensó que tendría que contárselo, pero ¿cómo iba siquiera a pronunciar las palabras?

– Quiero llamar a la policía -dijo Will-. Ellos saben qué hacer en estos casos.

– No, no debemos hacer nada demasiado precipitado. En mi opinión, normalmente los secuestradores dan por hecho que la familia de la víctima acudirá a la policía y lo tienen en cuenta en sus planes. Tiene que haber una razón para que esa gente tenga tanto interés en evitar que intervenga la policía.

– ¡Claro que no quieren que intervenga la policía! -exclamó Will-. ¡No son más que unos malditos secuestradores!

– Tranquilízate, Will.

– ¿Cómo quieres que me tranquilice? -Notó que se le quebraba la voz y que le escocían los ojos; no se atrevió a seguir hablando.

– Escucha, Will. Resolveremos este asunto, te lo prometo. Lo primero que tienes que hacer es regresar inmediatamente. Ve al aeropuerto ahora mismo. Te esperaré al pie del avión.

Las cinco horas que pasó en el aire fueron las más duras de la vida de Will. Se quedó mirando por la ventanilla, balanceando la pierna nerviosamente con el mismo tic nervioso que solía tener cuando debía examinarse. Rechazó la comida y la bebida, pero notó que los auxiliares de vuelo lo miraban con expresión suspicaz. Puesto que no deseaba que pensaran que se disponía a volar el avión en pedazos pidió un vaso de agua y pasó todo el tiempo pensando en su amada Beth. ¿Qué le estarían haciendo? No tardó en imaginarla atada a una silla, y a un sádico blandiendo un cuchillo…

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para poner fin a aquellas ideas antes de que se descontrolaran. Tenía un nudo en el estómago.

«¿Cómo es posible que yo no estuviera allí? Si la hubiera llamado antes… Puede que ella me llamara al móvil mientras yo dormía.»

A pesar de que llevaba la Blackberry a todas partes, odiaba todo lo relacionado con aquella maldita máquina. Le bastaba mirarla para que las terribles palabras surgieran ante él. Podía verlas en esos momentos, flotando en el aire, ante sus ojos.


AVISE A LA POLICÍA Y LA PERDERÁ.


Observó aquel artefacto, tan pequeño y sin embargo tan lleno de veneno. Estaba en espera: no había señal a aquella altitud. Miró el símbolo que le indicaría el instante en que volvería a estar dentro del radio de alcance. Mientras el aeroplano iniciaba el descenso le lanzó furtivas miradas. No quería que las azafatas tuvieran que recordarle que habían avisado de la necesidad de apagar todos los aparatos electrónicos hasta que el avión se hubiera detenido.

Por fin pudo divisar el resplandor de la ciudad de Nueva York al atardecer. «Ella está allí, en alguna parte.» Los puentes, las autopistas, los parpadeantes haces de luz entrecruzándose a lo largo y ancho de la vasta metrópoli. «Está allí, en alguna parte.»

Miró la Blackberry, estaba húmeda a causa del sudor de su mano. El símbolo había cambiado: la luz roja parpadeaba. Su corazón empezó a latir con fuerza. Echó un vistazo a los mensajes que acudían, alineándose en orden, igual que los pasajeros en la cola del autobús: un mensaje del trabajo acerca de una libreta de notas extraviada y un aviso de alerta de la web de la BBC.

Los homenajes hacia el ministro de Economía no han dejado de llegar después de que fuera encontrado muerto esta tarde, según parece a causa de una sobredosis de drogas. La policía dice que fue hallado por la mujer de la limpieza en su apartamento de Westminster y que había un exceso de sedantes en la sangre. Se cree que la policía no está buscando a sospechosos relacionados con la muerte del señor Curtis…

Will miró por la ventanilla, imaginando el frenesí que reinaría en los medios de comunicación londinenses. Había crecido allí y sabía cómo era la prensa británica cuando olfateaba la sangre. Llevaban semanas acosando a Curtis y ya habían conseguido su pedazo de carne. Will no recordaba cuándo había sido la última vez que un político se había quitado de en medio. Por lo general, cuando se trataba de asumir responsabilidades, a lo máximo que llegaban era a la dimisión; e incluso eso empezaba a ser poco frecuente. El tal Curtis debía de ser más culpable que el mismísimo demonio.

Y entonces otro mensaje apareció en la Blackberry: la misma tira indescifrable. «Asunto: Beth»

Hizo clic para abrirlo.


NO QUEREMOS DINERO.

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