Domingo, 23.18 h, Crown Heights, Brooklyn
El primer impulso de Will fue preguntar al rabino por la identidad de aquel trigésimo sexto hombre. Resultaba crucial. Si él y TC lo sabían, podrían deducir adónde dirigirían sus pasos los asesinos. Fuera quien fuese, irían tras él.
Sin embargo, el rabino se mostró inflexible en ese punto. Según él, la muerte de Yosef Yitzhok indicaba que sus asesinos no estaban en posesión de esa información vital. ¿Habría cedido Yosef bajo la tortura? Freilich parecía convencido de que no.
– Yo conocía a ese hombre, su mente y su alma. No habría traicionado las palabras del Rebbe.
El rabino estaba convencido de que el secreto estaba a salvo. Si lo compartía con TC y con Will no haría más que ponerlos en peligro. Era mejor que ellos no lo supieran.
Pero Will se mostraba escéptico: si los torturadores le ponían la mano encima era poco probable que le preguntaran educadamente si poseía datos vitales y que, una vez recibida una respuesta negativa, se marcharan tranquilamente. Así que, intentó plantearlo de otro modo.
– Ese hombre, el número treinta y seis, ¿sigue con vida?
– Eso creemos, pero no pienso decir más, señor Monroe. No puedo añadir más.
– ¿Y es el único que queda con vida?
– No estamos seguros. Nuestras fuentes de información son fragmentarias. Nos hemos visto obligados a enviar a toda prisa a nuestra gente hasta los rincones más remotos del mundo para que hallara a esos tzaddikim, y en todas las ocasiones hemos llegado demasiado tarde.
– ¿Me está diciendo que no ha averiguado los nombres hasta esta semana?
– No. Yosef hizo su descubrimiento hace unos meses, y, como le he dicho, nosotros enviamos a nuestra gente para que echara un vistazo a ver quiénes eran los tzaddikim. Nuestro plan era tenerlos controlados, nada más; puede que ofrecerles comida o cobijo si lo necesitaban. Pero, contestando a su pregunta, hasta esta semana no hemos sabido que estaban muriendo. No estamos seguros, pero todo indica que esto empezó hace solo unos días.
– Coincidiendo con el Rosh Hashana -intervino TC, visiblemente pensativa-. Fue entonces cuando mataron a Howard Macrae.
– Me temo que no nos enteramos de ello hasta unos días después de que ocurriera, cuando empezaron a llegarnos noticias de los demás. No sé si la noticia había aparecido siquiera en los periódicos.
– Sí, había aparecido -contestó Will dejando escapar un suspiro de resignación-. Ese es el problema de la página B3 de la sección de Local, que la gente suele saltársela.
– En fin, el caso es que eran días festivos. La gente no leía el periódico, sino que seguía con su vida. No teníamos ni idea de qué estaba pasando. Entonces nuestra gente empezó a oír cosas. Nuestro emisario en Seattle fue a ver la cabaña que había salido en la televisión, y el hombre que dirige nuestro centro en Chennai estaba leyendo el periódico local cuando vio que el tzaddik de esa ciudad, uno de los más jóvenes, había sido hallado muerto. Así empezaron a llegar los informes, uno tras otro.
– ¿Cuántos han muerto?
– No lo sabemos. Recuerde: Yosef empezó a trabajar en esto hace solo unos meses. Nuestra lista apenas estaba completa. No habíamos podido confirmar a todo el mundo. A este hombre, por ejemplo -el rabino señaló en la pizarra el nombre del ministro-, tardamos más tiempo en localizarlo porque por lo visto el sistema GPS funciona de forma ligeramente distinta en Inglaterra y utiliza otra clave, según parece WGS84. Eso era algo que no sabíamos entonces, de modo que, cuando Yosef introdujo los números, lo que obtuvimos fue la ubicación de una cárcel. Parecía inverosímil; no obstante, no descartamos la posibilidad. Nos consta que a los tzaddikim les gusta ocultar su naturaleza.
»Pero, cuando ajustamos los parámetros, el resultado fue instantáneo: ¡Downing Street! Y no la famosa casa del número diez, sino la de al lado. El mapa estaba clarísimo. En esos días, ese hombre, Curtis, se hallaba en apuros. Creo que se trataba de algún escándalo. Otra tapadera.
Will se estaba impacientando. No soportaba más discursos. Lo que quería eran los hechos simples y desprovistos de resonancias místicas.
– Usted perdone, pero solo quiero saber una cosa: ¿tiene usted la lista completa o no?
– Creemos que sí.
– Y de los que figuran en ella, ¿cuántos han muerto?
– Creemos que, al menos, unos treinta y tres.
– ¡Santo cielo! -exclamó Will.
– ¿Quiere decir que solo deben asesinar a tres personas más? -TC, por lo general tranquila, parecía verdaderamente aterrorizada-. ¡Pero si solo faltan diecinueve horas para que acabe el Yom Kippur! ¡Es casi medianoche!
– Rabino -dijo Will-, sea quien sea el que esté haciendo esto parece muy versado en las tradiciones religiosas judías, ¿no le parece? Me refiero a que ¿quiénes sino los religiosos judíos saben algo acerca de los hombres justos y los Días del Temor? Lo están siguiendo al pie de la letra, y usted afirma que nadie, fuera de este grupo, sabe nada de los descubrimientos de Yosef Yitzhok.
– ¿Qué está sugiriendo, señor Monroe?
– Lo que estoy diciendo, rabino, es que puede que usted no sea quien está detrás de todo esto, a pesar de que me consta que es un secuestrador confeso; quizá se trate de alguien de esta organización o de esta comunidad. Es lo que la policía llamaría un «trabajo desde dentro». Si me hallara en su lugar, empezaría a mirar con lupa a todos los que están aquí.
– Señor Monroe, se hace tarde y se nos acaba el tiempo. No tengo ganas ni puedo discutir con usted. Lo que Tova Chaya ha dicho hace un momento es cierto: debemos trabajar juntos. Por lo tanto, confié en usted a pesar de que usted no confía en mí. Voy a hacer algo que demostrará que nosotros no estamos detrás de tan malvada conspiración.
– Adelante.
– Voy a enviarlo a usted con la próxima víctima.