Domingo, 22.10 h, Crown Heights, Brooklyn
Andaba delante, veloz y decidida. TC se decía que nada iba a desviarla de su camino. La última vez que había paseado por aquellas calles fue hacía ya diez años; no obstante, no había olvidado dónde vivía el rabino Freilich.
Avivando el paso para mantenerse a su altura, Will la acribillaba a preguntas mientras ella mantenía la vista al frente.
– Encontraron el cuerpo hace unas horas en mi apartamento. Según parece, nadie lo echó de menos hasta esta mañana.
– ¡Santo cielo! ¿Cuánto tiempo creen que llevaba muerto?
– Desde anoche. Lo mataron en mi apartamento, Will. -Por primera vez, la voz de TC vaciló.
Will pensó en el rostro del encargado, el Gary Kasparov del sótano. Si lo habían matado la noche anterior tenía que haber sido poco después de que los ayudara a salir del edificio. Seguramente por eso lo habían asesinado. Una imagen acudió a la mente de Will: el hombre de la gorra de béisbol.
Primero, Yosef Yitzhok; luego, Pugachov. Los que habían acudido en su ayuda lo habían pagado con la vida. ¿A quién le tocaría a continuación, al rabino Mandelbaum o a Tom Fontaine?
Desde aquel aciago viernes por la mañana, Will tenía la sensación de estar cayendo por un pozo y alejarse cada vez más de la luz. No veía nada con claridad. El rabino le había explicado lo que seguramente sucedía, pero ¿por qué demonios se habían visto implicados él y Beth? ¿Qué tenían que ver ellos con aquella profecía mística, con la leyenda cabalística que parecía ser el motivo de una campaña internacional de asesinatos? Seguía cayendo y cayendo.
Y justo cuando creía haber llegado al fondo del pozo -después de haberse enterado del asesinato de Bangkok o de la muerte de Yosef- caía un poco más. Con Pugachov muerto, era TC la que estaba en apuros.
– Janey me ha dicho que la policía ha llamado a todas las puertas preguntando por el inquilino del apartamento número siete. Gracias a Dios que ella estaba, les dio mi nombre y les dijo que no me había visto desde ayer por la tarde, lo cual está bien. Por suerte fue lo bastante hábil para decirles que no sabía el número de mi móvil. Luego, la policía se marchó, y ella me llamó directamente para ponerme al corriente.
– ¿Y la policía te considera sospechosa?
– Esa es la impresión de Janey. ¿Por qué iba a estar ese tío en mi apartamento? Entró con vida allí y ahora está muerto mientras que yo he desaparecido. ¿Qué aspecto crees que tiene el asunto? -TC caminaba con paso vivo. Su aliento formaba nubecillas de vapor, y tenía las mejillas arreboladas-. Según parece, hicieron un montón de preguntas extrañas.
– ¿Qué clase de preguntas extrañas?
– Sobre mí y Pugachov: si teníamos relaciones sexuales, si estaba obsesionado conmigo, si era un merodeador. Preguntas de este tipo.
Will empezaba a comprender el razonamiento de la policía; Pugachov, el portero psicópata, se había introducido en el apartamento de TC en plena noche para violarla, ella había echado mano de su arma, lo había matado y había huido.
– No tardarán en conseguir el número de tu móvil. La policía seguro que tiene acceso a todo eso.
– Por eso he hecho esto -dijo TC mostrando la carcasa del móvil sin la batería.
Una vez la policía tuviera su número, podría rastrearla fácilmente. Will había cubierto algunas investigaciones en las que la policía había conseguido reconstruir los movimientos de los sospechosos examinando los registros de las llamadas telefónicas. Estos no solo revelaban los números que el sujeto había marcado, sino también las veces que había estado en el radio de acción de un retransmisor. La policía podía trazar en un mapa dónde y cuándo había estado una persona en algún lugar. La única manera de evitarlo era que el teléfono estuviera totalmente desconectado, sin batería. Sin señal no había rastro.
– ¿Cuándo lo tuviste conectado por última vez?
– En casa de Mandelbaum.
– La policía no tardará mucho en presentarse allí. ¿Crees que el rabino hablará?
TC aminoró la marcha y miró a Will.
– No lo sé.
Habían llegado al domicilio del rabino Freilich, una casa que no parecía más grande o lujosa que las demás de Crown Heights. La pintura de la puerta principal se veía desconchada, pero no fue en eso en lo que Will se fijó, sino en la pegatina que había a la altura de los ojos: LLEGA EL MESÍAS.
Si aquel lugar hubiera sido un antro de estudiantes, no habría parecido incongruente, pero era el hogar de un hombre hecho y derecho y con una posición. Aquella pegatina hizo que Will se estremeciera con un pensamiento: «Fanático».
TC ya había llamado a la puerta, y Will oyó movimiento. A través del cristal opaco distinguió la silueta de un hombre.
– Ver is? Vi haistu?
«Yiddish», se dijo Will.
– S'is Tova Chaya Lieberman, Reb Freilich. He venido por el asunto del gran sakono.
– Vos heyst? -¿A qué se refiere?
– Reb Freilich, a sakono fur die gantseh breeye. -Era la misma advertencia que había hecho al rabino Mandelbaum: «Una amenaza para toda la creación».
La puerta se abrió y reveló a un hombre con el que Will había hablado largamente pero al que nunca había visto. No era alto ni físicamente imponente, pero su rostro poseía unas facciones severas y recias que le conferían una callada autoridad. Tenía la barba castaña en lugar de blanca o gris, y la llevaba pulcramente recortada. Usaba unas sencillas gafas sin montura. En un contexto distinto, lo habría podido confundir con algún alto ejecutivo de una importante compañía. Cuando el rabino miró a Will y lo reconoció, vaciló e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, un gesto que Will interpretó como de contrición.
– Será mejor que entren.
De nuevo fueron introducidos en una sala de estar llena de libros sagrados, donde también había una mesa cubierta por un mantel y un hule transparente. Sin embargo, aquella estancia era mucho más amplia y aireada. En un rincón, Will vio un ejemplar de The New York Times. También un revistero con el Atlantic Monthly, The New Republic y diversos periódicos hebreos. Haciendo una rápida evaluación que era propia de su profesión, Will pensó en un titular que resumiera al rabino Freilich: «Un hombre de mundo».
– Rabino, ya conoce usted a Will Monroe.
– Sí, nos hemos visto.
– Ya sé lo raro que debe de parecerle todo esto, rabino Freilich, que yo aparezca de nuevo después de tantos años. Le prometo que no tenía pensado volver, de verdad que no, pero Will es un viejo amigo que ha acudido a mí en busca de ayuda por el secuestro de su esposa. Él no conocía, no sabía nada de mis… antecedentes. -Hizo una pausa para recobrar el aliento-. Pero ahora sabemos qué está sucediendo. Hemos juntado todas las piezas. Nos ha costado y nos ha llevado bastante tiempo, pero estamos seguros.
El rabino Freilich sostuvo la mirada de TC y no dijo nada.
– Hay buena gente que está muriendo asesinada. Primero fue Howard Macrae, en Brownsville; luego, Pat Baxter, en Montana; ahora, ese político inglés. Alguien está matando a los lamadvavniks, ¿no es cierto, rabino? Alguien está asesinando a los justos de la tierra.
– Sí, Tova Chaya, me temo que es verdad.
Will contuvo el aliento. Había esperado una confrontación con Freilich, un interrogatorio en el que el rabino los obligaría a presentar pruebas y demostrar su teoría; en cambio, no negaba nada. Un pensamiento terrible afloró en la mente de Will: ¿y si el rabino había llegado a la conclusión de que él y TC habían descubierto sus planes asesinos y que por lo tanto no le quedaba más alternativa que silenciarlos? De ser así, ¡acababan de echarse en sus brazos! Freilich ya no necesitaba al tipo de la gorra de béisbol, al asesino de Pugachov. Ellos le habían hecho el trabajo. ¿Cómo podían haber sido tan estúpidos y ni siquiera haber planeado una estrategia para ese encuentro? TC simplemente había corrido hasta allí y…
– En efecto, hay una trama para asesinar a los treinta y seis hombres justos -dijo Freilich-. Por alguna razón, el plan se está desarrollando durante los Diez Días de Penitencia, el tiempo más sagrado de todo el año. Los asesinatos empezaron en Rosh Hashana y ya no han parado. Quien sea que esté detrás de este asunto tiene que haber llegado a la conclusión de que estos son los días del juicio, que un hombre justo asesinado en dicho período no será instantáneamente sustituido por el nacimiento de otro. Puede que hayan visto en nuestros textos algo que a nosotros se nos ha pasado por alto, la existencia de una especie de período de limbo entre el Año Nuevo, cuando la gente es inscrita en el Libro de la Vida, y el día de la Expiación, cuando el Libro de la Vida queda sellado. Es posible que durante esos diez días el mundo resulte peligrosamente vulnerable. Sea cual sea el razonamiento, parecen decididos a acabar con los lamad vav y a lograrlo antes de la puesta de sol de mañana, al final de Yom Kippur. -Vaciló-. No creía posible que nadie más lo descubriera. -Se volvió hacia Will, pero evitando su mirada-. Tova Chaya siempre ha sido una estudiante excepcional, y usted ha mostrado una tenacidad admirable.
«Gracias por nada», pensó Will.
– Solo hace unos pocos días que lo sabemos, pero tiemblo por el mundo con solo pensarlo. Algunos dicen que se trata de una leyenda, de un cuento de hadas. Sin embargo, tiene profundas raíces, que se remontan a Avraham Avinu, a Abraham, nuestro padre. Se ha mantenido durante milenios. Quien sea que esté haciendo todo esto lo hace porque ha apostado que esa historia no es más que una leyenda, que no es una afirmación de cómo ha funcionado el mundo desde el principio de los tiempos. Pero ¿y si se equivocan? Están poniendo a prueba esa idea hasta el extremo de la destrucción, porque será la destrucción de todo. -El rabino tamborileaba con los dedos sobre la mesa, y Will pensó que, si estaba fingiendo ansiedad, lo hacía estupendamente.
– Usted no deja de decir «ellos» -dijo Will de repente con una seguridad en sí mismo que lo sorprendió-; sin embargo, yo no estoy seguro de que haya un «ellos», creo que lo que hay es un «usted».
– No comprendo lo que pretende decirme.
– Yo creo que sí me entiende, rabino Freilich. Hasta el momento no hay sospechosos de esos asesinatos salvo usted y sus…, sus seguidores. -Will sabía que estaba utilizando la palabra equivocada, porque el único líder al que seguían aquellos hombres era el de las fotos que estaban por todas partes, y ese hombre estaba muerto-. Usted prácticamente reconoció ante mí haber matado a Samak Sangsuk. -Un músculo de la mejilla del rabino se contrajo ligeramente-. Y sé que retiene a mi esposa, aunque nadie me haya explicado todavía qué tiene ella que ver con todo esto. -Las últimas palabras las había dicho alzando la voz y delatando una ira que no podía disimular. Hizo una pausa para recobrar el autodominio y concluyó-: Las únicas personas que sabemos que están implicadas en actividades criminales son usted y la gente que trabaja para usted.
– Comprendo que pueda parecerlo.
– Y yo. Sin embargo, estoy seguro de que la policía, que ya lo tiene a usted en su punto de mira, enseguida se haría una idea de la situación si supiera la mitad de lo que nosotros sabemos. No hará falta que mencione al señor Pugachov, el encargado de los apartamentos de TC, perdón, de Tova Chaya, que ha sido asesinado esta madrugada por ese matón de la gorra de béisbol que usted ha mandado que nos persiga, ¿verdad?
– Lo siento, pero no tengo ni idea de qué me está contando.
– Vamos, rabino, déjese de juegos. ¿Es que no lo entiende? Hemos descubierto lo que está pasando.
– Will, ya es suficiente -intervino TC hablando con su acento habitual.
– No sé nada de ningún Pugachov ni de nadie con una gorra de béisbol -aseguró el rabino.
– No le creo. ¡Esto es ridículo! Usted envió ayer a alguien para que me siguiera. Nosotros lo vimos, conseguimos escapar, y ahora el hombre que nos ayudó a lograrlo yace muerto en el apartamento de ella. -Will se resistía a llamarla Tova Chaya, ya se le había hecho bastante raro la primera vez.
– Will, por favor… -TC le rogaba que lo dejara correr, pero él no estaba dispuesto a detenerse. La presión acumulada durante los últimos días era demasiado fuerte.
El rostro del rabino parecía tenso.
– Le prometo que no sé nada de ningún hombre con una gorra de béisbol. No he ordenado a nadie que lo siga a usted.
No le he mentido, señor Monroe, ni una sola vez. Cuando me preguntó sobre el hombre de Bangkok, no lo negué y le dije que se había producido un terrible error. Y cuando nosotros… -hizo una pausa para escoger la palabra adecuada- nos encontramos en erev shabbos, el viernes por la tarde, incluso admití que reteníamos a su mujer. No, no le he mentido antes, y ahora le estoy diciendo la verdad. Lo que acaba de contarme sobre lo sucedido en el apartamento de Tova Chaya no tiene nada que ver conmigo.
– Entonces, ¿quién lo ha hecho? Si usted no ha ordenado que mataran a ese hombre, ¿quién ha sido?
– No lo sé. Pero eso debería preocuparle mucho, porque indica que, sea quien sea la persona o personas que se hallan detrás de esta trama, ahora está usted en su lista.
– Rabino Freilich -intervino TC, que volvía a sonar como Tova Chaya-, creo que debe usted explicarnos qué ocurre aquí. Usted sabe cosas, y nosotros sabemos cosas. Todos somos conscientes de que el tiempo se nos acaba. Ya estamos en el Día del Juicio. El que haya organizado esto quiere sin duda haber acabado antes de que los Diez Días de Penitencia lleguen a su fin. No tenemos tiempo para discutir entre nosotros. Hasta el momento, ¿qué ha conseguido usted haciendo las cosas por su cuenta? ¿Ha evitado más asesinatos?
El rabino tenía la cabeza baja y apoyaba una mano en su frente. Las palabras de TC parecían haberle tocado una fibra sensible. El hombre parecía abrumado por las preocupaciones.
– No -murmuró inaudiblemente.
TC se le acercó sin levantarse del asiento para intentar llegar a un acuerdo.
– Los asesinatos prosiguen. Puede que en veinticuatro horas hayan liquidado a los últimos lamadvavniks que quedan. ¿Quién sabe qué pasará entonces? Rabino, nosotros podemos ayudarlo y usted a nosotros. Por el amor de HaShem, debe hacerlo.
Por el amor del Nombre, por el amor de Dios mismo. Aquel era el argumento definitivo, el que ningún creyente podía rechazar. ¿TC lo utilizaba porque sabía cómo dar en el clavo o era en realidad Tova Chaya quien hablaba, temerosa de que el mundo llegara a su fin si no intervenían? Will no estaba seguro, pero, de haber tenido que decidirse por una posibilidad u otra, se habría inclinado para su sorpresa a favor de la segunda. A pesar de su escepticismo, a pesar de los diez años que había pasado alejada de Crown Heights, a pesar de sus desayunos con beicon y de sus piercings, TC no obraba exclusivamente para ayudarlo a encontrar a Beth ni tampoco por la supervivencia de los hombres justos que quedaran. En ese momento, Will se dio cuenta de que lo que realmente movía a TC era ni más ni menos que el miedo por el destino del mundo.
– Tenemos tan poco tiempo, Tova Chaya… -El rabino Freilich había levantado la cabeza y se había quitado las gafas revelando un rostro surcado por la angustia-. Lo hemos intentado todo. No sé qué más puedes hacer, pero te contaré qué sabemos.
Inesperadamente, se puso en pie y se dirigió hacia la puerta principal. Se puso el sombrero y el abrigo e hizo gesto a Will y a TC de que lo siguieran.
Fuera, estaba todo más silencioso que nunca. Las calles se veían desiertas, y tampoco circulaban coches, porque las restricciones impuestas por el Yom Kippur prohibían cualquier tipo de tráfico. Unos pocos grupos de hombres jóvenes caminaban juntos, envueltos en sus chales de orar. A pesar de que la noche no era fría y la gente salía, el ambiente no resultaba festivo. Al contrario, Crown Heights parecía sumido en la contemplación y el recogimiento: era como si todo el barrio fuera una gran sinagoga al aire libre. Will se sintió cómodo con su atuendo, de ese modo podía moverse en aquel extraordinario ambiente sin romper el encanto.
Se dio cuenta de que se dirigían a la sinagoga. De nuevo se preguntó si no estarían metiéndose sin querer en la boca del lobo al dejar que fuera el mismísimo lobo quien les hiciera de guía.
Sin embargo, no entraron por la puerta principal, sino que se metieron en el edificio contiguo, que parecía totalmente fuera de lugar en aquel entorno. Tenía el aspecto de uno de aquellos anexos de ladrillo rojo que se veían en la Universidad de Oxford, y parecía viejo para lo que era Nueva York. Fuera había una multitud que salía del vestíbulo, pero no tuvieron que abrirse paso: todos se hicieron a un lado tan pronto reconocieron al rabino. Will vio algunas expresiones de sorpresa, y dio por hecho que se debían a que él era un desconocido; pero, cuando vio que TC iba con la cabeza gacha, lo comprendió: su sorpresa se debía a que veían a una mujer en un lugar reservado a los hombres.
TC murmuró una explicación: estaban entrando en la casa del Rebbe. Aquel era el lugar donde el fallecido líder había vivido y que también le había servido de lugar de trabajo.
Will se quedó boquiabierto: aquel era el sitio. Allí había estado hacía cuarenta y ocho horas.
Enseguida llegaron a una escalera. El número de gente disminuyó. Subieron un piso y se adentraron por un pasillo desierto.
«Directos a la trampa», se dijo Will.
El rabino Freilich los hizo pasar por una puerta que reveló otra. Se detuvo y dio media vuelta para explicarse con TC.
– Quiero que sepan que lo que van a ver es la manifestación de nuestra desesperación. Es una violación del Yom Kippur que nunca se ha dado en este edificio, y Dios quiera que nunca más vuelva a producirse. Si lo hacemos es únicamente por…
– Por pikuach nefesh -lo interrumpió TC-. Lo sé. Es cuestión de salvar vidas.
El rabino asintió, agradecido por la comprensión de la joven. Luego, se volvió y respiró profundamente, como si se acorazara ante el secreto que se disponía a desvelar. Solo entonces, el rabino Freilich se atrevió a abrir la puerta.