Miércoles, 15. 13 h, estado de Washington
El vuelo a través del estado de Washington fue breve aunque movido; y el trayecto desde Spokane, precioso. Las montañas ofrecían un paisaje increíblemente bello con sus nevadas cumbres que parecían espolvoreadas de fino azúcar glas. Los árboles eran rectos como lápices, y estaban tan densamente agrupados que la luz parecía estroboscópica.
Will condujo en dirección este y no tardó en cruzar la demarcación del estado que lo separaba de Idaho, en la estrecha franja de territorio donde Estados Unidos parece mostrar el dedo a su vecino del norte, Canadá. Cruzó Coeur d'Alene, cuyo nombre sonaba a pueblecito de esquí suizo, pero que era mucho más famoso por ser la sede del movimiento racista conocido como Nación Aria. Will había visto las fotos durante las maquetaciones: los hombres vestidos con sus uniformes casi nazis, los carteles de SOLO BLANCOS de la entrada. Sin duda podía resultar un lugar apasionante para detenerse, pero Will no se desvió de la carretera. Había otro sitio al que debía ir.
Su destino se hallaba al otro lado del «dedo» de Idaho, en la zona occidental de Montana. Las carreteras eran estrechas, pero no le importó. Le encantaba conducir por Estados Unidos, el país de las rutas interminables; le encantaban los carteles publicitarios que anunciaban tiendas de muebles a cincuenta kilómetros de distancia; le encantaban las paradas en los Dairy Queen, y también las pegatinas de los parachoques que le indicaban las preferencias políticas, religiosas y sexuales de sus colegas conductores. Además, así tendría tiempo de trazar su plan de ataque.
Ya había hablado con Bob Hill, y este lo esperaba. Hill respondía a la caricatura que los medios hacían de él, donde lo dibujaban como un tipo rústico pirado por las armas; preguntó el nombre completo de Will y su número de la seguridad social. «Así podré comprobarlo y asegurarme de que es quien dice ser.» Will se preguntó si las indagaciones de Hill lo señalarían como británico. No estaría mal; por lo general, a los norteamericanos les gustaban los ingleses. A pesar de que consideraran a la mayoría de los europeos unos débiles mariquitas, los británicos tenían su aprobación: eran una especie de aspirantes cualificados. En cuanto a lo de tener un padre que era juez federal…, podía ocasionarle problemas. Esa gente despreciaba a los funcionarios gubernamentales; sin embargo, los jueces no siempre aparecían junto a los odiados burócratas que representaban al gobierno. A veces incluso eran vistos como guardianes de la libertad que se mantenían alejados de las garras de los políticos. No obstante, si Hill escarbaba lo suficiente, encontraría abundante material ofensivo en los archivos del juez Monroe. Will esperaba que su anfitrión no ahondara mucho.
¿Qué más? Unos padres divorciados. Eso podía irritar a los tipos de la milicia, pero aquello no era Alabama, y los miembros de los grupos de supervivencia no estaban en el mismo bando que los ultraconservadores religiosos. Puede que hubiera ciertas coincidencias, pero no eran lo mismo.
Las reflexiones de Will se interrumpieron cuando vio el cartel, BIENVENIDO A NOXON. POBLACIÓN: 230. Echó una ojeada a la nota escrita que tenía en el regazo, las indicaciones de Hill.
Tuvo que girar a la izquierda, en la gasolinera, y meterse por una carretera que se convertía en camino. El cuatro por cuatro empezó a bambolearse al pasar por los baches, las raíces y los charcos de barro, justificando el alto precio que Will -y por lo tanto The New York Times- había pagado por él.
Poco después llegó a una verja. No había carteles indicadores ni señales. Tal como habían acordado, empezó a marcar el número de teléfono de Hill; pero de repente vio a un hombre a través del parabrisas. Debía de tener unos sesenta años, vestía vaqueros, botas y una vieja chaqueta. No sonreía. Will se apeó.
– ¿Bob Hill? -preguntó-. Soy Will Monroe.
– Así que no le ha costado encontrarnos, ¿eh?
Will, en un intento de romper el hielo, se deshizo en alabanzas sobre las instrucciones que Hill le había dado. El otro masculló algo en señal de aprobación mientras daba media vuelta y echaba a andar por una pendiente de barro seco en dirección a lo que a Will le pareció un denso bosque. A medida que se acercaban, Will distinguió el brillo de unas luces: una cabaña hábilmente camuflada.
Hill echó mano al cinturón, del que colgaba un aro con llaves, y abrió la puerta.
– Pase. Póngase cómodo. Hay algo que deseo enseñarle.
Will utilizó los pocos segundos de margen que tuvo para echar un vistazo a su alrededor y vio un escudo con unas difusas insignias militares colgado de la pared. Intentó leerlas: «MoM», la Milicia de Montana. Había algunas fotografías enmarcadas, incluida una de su anfitrión sosteniendo la cabeza de un ciervo recién abatido. En los estantes de hierro había una caja llena de folletos. Les echó un vistazo: «El Nuevo Orden Mundial: Operación Takeover».
– Sírvase como le plazca. Puede coger un ejemplar.
Will se volvió y se encontró a Bob Hill justo detrás de él. Siendo ex marine y veterano de Vietnam, sin duda sabía cómo pillar por sorpresa a un civil como Will.
– Lo escribí personalmente -añadió-, con la ayuda del difunto señor Baxter.
– Entonces, él… ¿estaba directamente implicado?
– Tal como le dije por teléfono, era un gran patriota, dispuesto a hacer lo que fuera para garantizar la libertad en esta nación; por mucho que a la nación la hayan engañado y la propaganda de Hollywood le haya sorbido el seso hasta el punto de impedirle comprender que su libertad está amenazada.
– ¿A hacer «lo que fuera»?
– «Lo que fuera» significa «lo necesario», señor Monroe. Ya sabrá quién dijo eso, ¿no? ¿O es que fue antes de que usted naciera?
– Sí, fue antes de que yo naciera, pero sé quién lo dijo. Era el eslogan de los Panteras Negras.
– Muy bien. Pues si era lo bastante bueno para ellos en su lucha contra el poder blanco, también es lo bastante bueno para nosotros en nuestra lucha por preservar la libertad en Norteamérica.
– ¿Se refiere a la violencia? ¿Al uso de la fuerza?
– Señor Monroe, no nos precipitemos. Puede hacerme las preguntas que quiera. Dispongo de mucho tiempo; pero antes tengo que mostrarle algo. A ver si esto interesa a los intelectuales de The New York Times de la costa Este.
Hill se hallaba sentado tras un viejo escritorio de metal, un mueble que no hubiera desentonado en la oficina de un taller de automóviles, y entregó a Will, que seguía de pie, dos hojas de papel grapadas.
Este tardó unos segundos en comprender lo que estaba viendo. Eran las notas de la autopsia practicada al difunto Pat Baxter.
– Me lo han enviado por fax desde Missoula esta mañana -le aclaró Hill.
Missoula era la ciudad más próxima.
– ¿Y qué dice?
– Vamos, no deje que le estropee el placer. Creo que debería leerlo usted mismo.
Will sintió una punzada de miedo. Aquel era el primer informe que veía de una autopsia, y le resultó casi imposible descifrarlo. Todos los encabezamientos estaban escritos en la jerga de los médicos, y los detalles resultaban igualmente incomprensibles. Frunció el entrecejo. Al fin, halló una frase que entendió:
Graves hemorragias internas que corresponden a una herida de bala, contusiones en la piel y en las vísceras. Observaciones generales: marcas de pinchazos de agujas hipodérmicas en la pierna que indican una anestesia reciente.
– Le pegaron un tiro -empezó a decir Will, no muy seguro-, y parece que fue anestesiado antes de que le dispararan; lo cual se me antoja muy raro, se lo aseguro.
– ¡Ah! Pero hay una explicación. Siga leyendo, señor Monroe.
Los ojos de Will escrutaron el documento en busca de alguna pista. La caligrafía en que estaba escrito y que se tratara de una copia enviada por fax no le facilitaron la tarea.
– En la segunda página -le indicó Hill-, en «Observaciones generales».
Will leyó:
– «Daños graves en los órganos internos: en el hígado, el corazón y el riñón (el único); otras vísceras, fragmentadas».
– ¿Qué le indica eso, señor Monroe? Lo que quiero decir es ¿cuál de esas palabras le salta a la cara y lo agarra por la garganta?
Will quiso decir «vísceras», por lo potente del término, pero sabía que no era la respuesta que Hill esperaba.
– La palabra «único».
– ¡Caramba, ustedes, los chicos de Oxford, son realmente tan listos como dicen! Exacto. «Único.» -Era evidente que Hill no había realizado su investigación a la ligera-. ¿De qué cree usted que va todo esto, señor Monroe? ¿Qué extraños sucesos tenemos delante que los especialistas de Montana han decidido pasar por alto? Bien, se lo diré.
Will se sintió muy aliviado. Se habían acabado las especulaciones.
– Mi amigo, Pat Baxter, fue anestesiado antes de que lo mataran. Querían que pareciera un robo, un robo que había tenido un final trágico, como dicen en la televisión; pero no fue más que una cortina de humo para despistar. Lo que deseaban en realidad era robar uno de los riñones de Pat Baxter.
– ¿Y por qué demonios podían querer hacer algo así?
– Vamos, señor Monroe, no me obligue a hacer todo el trabajo. ¡Abra los ojos! ¡Tenemos un gobierno federal que ha estado haciendo experimentos con biochips! -exclamó Hill, que enseguida se dio cuenta de que Will no lo seguía-. ¡Códigos de barras implantados bajo la piel! Así pueden controlar nuestros movimientos. Hay pruebas de que en estos momentos lo están haciendo con recién nacidos, directamente en las maternidades. Es un sistema de etiquetado electrónico que permite al gobierno seguirnos el rastro desde la cuna hasta la tumba. ¡Literalmente!
– Pero ¿para qué podían querer el riñón de su amigo Baxter?
– El gobierno federal tiene misteriosos objetivos, señor Monroe. Puede que desearan implantar algo en el cuerpo de Pat y les saliera mal. Puede que el efecto de la anestesia menguara y él empezara a resistirse. O quizá ya le habían metido algo en el cuerpo años atrás y deseaban recuperarlo. ¿Quién sabe? Es posible que los federales solo quisieran examinar el ADN de un disidente para ver si podían localizar el gen que caracteriza a los norteamericanos amantes de la libertad para erradicarlo.
– Eso me parece un poco exagerado.
– Se lo concedo, pero tenga en cuenta que estamos hablando de una ciencia industrial y militar que ha gastado millones de dólares en técnicas de control mental. ¿Sabe que en el Pentágono tenían en marcha un programa de investigación para averiguar si un hombre puede matar una cabra simplemente mirándola a los ojos? Y esto no me lo estoy inventando. Sí, reconozco que puede parecer exagerado, pero he llegado a la conclusión de que lo exagerado y lo falso son dos cosas totalmente distintas.
Al final, Will consiguió llevar a su interlocutor a terrenos menos descabellados y buscar detalles de la vida de Baxter que sabía que necesitaría. Y algo consiguió, incluidos algunos datos sobre el padre del asesinado, que resultó que había sido un veterano de la Segunda Guerra Mundial que perdió ambas manos; incapaz de trabajar, se había ido amargando por la imposibilidad de sostener a su familia con su miserable pensión. Hill le confirmó que Baxter había crecido despreciando a un gobierno que era capaz de enviar a sus hijos a matar y a morir por su país y que después, en el momento de regresar a casa, los abandonaba; cuando su generación vio que se repetía la historia con la experiencia de Vietnam, el resentimiento de Baxter ya no tuvo límites.
Will pensó que aquello le iría fabulosamente y que le serviría de clara clave psicológica, necesaria en todas las buenas historias, no solo las de la prensa sino también las del cine. Su reportaje estaba cobrando forma.
Luego, pidió a su interlocutor que lo acompañara hasta la cabaña de Baxter; utilizaron su coche para subir por el irregular camino que remontaba la empinada cuesta. Will no tardó en distinguir un color: el amarillo de las cintas del cordón policial.
– Esto es todo lo cerca que podemos llegar.
Will se metió la mano en el bolsillo, y, como si leyera su pensamiento, Hill añadió:
– Ni siquiera su carnet de prensa de Nueva York le abrirá esa puerta. La sellaron.
Will se apeó de todos modos, aunque solo fuera para tener una impresión de primera mano. El lugar le pareció una simple cabaña de troncos, de las que una familia adinerada podría utilizar para almacenar la leña. Por sus dimensiones, resultaba difícil creer que un hombre hubiera podido hacer de ella su hogar, de modo que le pidió a Hill que le describiera lo mejor que pudiera cómo era por dentro.
– Eso es fácil -le contestó su guía-. Casi no hay nada: una estrecha cama de hierro, una silla, una estufa y una radio de onda corta.
– Suena a celda.
– Piense en un alojamiento militar y será más acertado. Pat Baxter vivía como un soldado.
– ¿Lo dice por lo espartano?
– Exactamente.
Will le preguntó con quién más podía hablar, amigos, parientes…
– La milicia de Montana era su única familia -repuso Hill; en opinión de Will, con demasiada premura-. Y ni siquiera nosotros lo conocíamos bien. La primera vez que vi esta cabaña fue cuando la policía me llamó para que identificara qué ropas eran las de Baxter y cuáles podían haber sido abandonadas por los asesinos.
– Habla de los asesinos en plural.
– No creerá que una persona sola es capaz de realizar un trabajo de cirugía como ese, ¿verdad? Tuvo que hacerlo un grupo. Todo cirujano necesita una enfermera.
Will llevó a su guía de vuelta a su propia cabaña. Sospechaba que, por muy sencilla que fuera la oficina de Hill, su casa debía de estar en otra parte y no era ni de lejos tan austera como la de Baxter. Estaba claro que el asesinado era un exagerado caso de extremismo.
Se despidieron, intercambiaron sus direcciones de correo electrónico, y Will emprendió el largo trayecto de regreso. Resultaba evidente que Bob Hill era una especie de chalado, pero aquella, historia del riñón resultaba muy rara. ¿A santo de qué querrían aquellos asesinos anestesiar a Baxter?
Salió por la ruta 200 para repostar y llenar su estómago, encontró un restaurante y pidió un sándwich y un refresco. Había un televisor, sintonizado en las noticias de la Fox.
«Más noticias de Londres y del escándalo que amenaza con derribar al gobierno británico.»
Aparecieron imágenes de un Gavin Curtis con el semblante preocupado apeándose de un coche entre destellos de flash y focos de televisión.
«Según un diario británico de hoy, en las cuentas del Tesoro hay ciertas discrepancias que solo pudieron ser autorizadas desde las más altas esferas. Mientras que la oposición exige que se presenten todos los documentos, el portavoz del señor Curtis se ha limitado a declarar que no ha habido malversación.»
Sin pensarlo, Will empezó a tomar notas. No era que fuera a necesitarlas. En esos momentos las posibilidades de que Curtis llegara a presidir el FMI podían considerarse nulas. Mientras observaba las imágenes de cómo conducían a Curtis a través de la multitud de periodistas, su mente se deslizó hacia lo trivial. ¿Cómo era posible que su vehículo fuera tan vulgar? Gavin Curtis era el segundo hombre más poderoso de Inglaterra; sin embargo, iba de un lado a otro en lo que parecía el coche de un humilde vendedor. ¿Acaso todos los ministros británicos vivían con igual modestia o era cosa de Gavin Curtis?
Llamó a la oficina del sheriff del condado de Sanders y le dijeron que a pesar de las investigaciones federales y de las pesquisas en torno a Unabomber, Baxter carecía de antecedentes criminales. Era cierto que había sido sometido a vigilancia, pero sin resultados; solo había hecho un par de viajes sin motivo aparente a Seattle, y no existían pruebas de ninguna ilegalidad. Will repasó su libreta de notas. Había transcrito todo lo que había podido del informe de la autopsia, incluyendo el nombre del firmante del documento: el doctor Allan Russell, médico forense de la Unidad Forense del Laboratorio Criminalístico del Estado. Quizá el tal Russell pudiera contarle algo que los camaradas de Baxter de la milicia no habían podido: ¿de qué modo había muerto Baxter y por qué?