Capítulo 42

Domingo, 18.02 h, Brooklyn

Will no sabía qué decir. Se quedó sentado en el sofá, petrificado. Escuchaba con atención mientras su mente intentaba procesar lo que TC le decía; pero al mismo tiempo funcionaba a toda velocidad, revisando sin parar los sucesos de las últimas cuarenta y ocho horas, observando cada momento bajo una nueva luz. Y no solo las últimas cuarenta y ocho horas, sino los últimos cinco o seis años: todas las experiencias que había compartido con TC le parecían completamente distintas.

– Tú ya has visto esas familias con una docena de hijos. Bueno, pues así era la mía. Yo era la tercera, y detrás de mí venían seis más. Mi hermana mayor y yo éramos como unas mamas en pequeño. Desde el día que tuvimos la edad suficiente no dejamos de preparar biberones y cambiar pañales.

– ¿Y tú también tenías ese… bueno, ya sabes, ese aspecto?

– Pues claro. El disfraz completo: vestidos hasta el suelo, gafas, el cabello recogido… Y mi madre llevaba peluca.

– ¿Peluca?

– Eso es algo que nunca te he contado, ¿verdad? ¿Te acuerdas de aquella mujer con el cabello tan extrañamente bien peinado que viste y de que todas parecían ir peinadas de la misma manera? Bueno, pues era porque llevaban sheitls, las pelucas que se ponen las mujeres casadas en señal de humildad, porque se supone que solo pueden mostrar el cabello a sus maridos.

– ¿En serio?

– Sé que piensas que es raro, Will, pero lo que debes entender es que a mí me encantaba. Me lo tragaba todo. Si hasta leía esos relatos folclóricos de Tzena Arenna, las viejas leyendas del Baal Shem Tov.

Will puso cara de perplejidad.

– Me refiero al fundador de los hasidim. Todas esas historias iban de sabios que viajaban a través de los bosques, pobres indigentes que se revelaban hombres de gran piedad y eran alabados por Dios. A mí me encantaba.

– ¿Y qué te hizo cambiar?

– Yo debía de tener unos doce años. En aquella época ya llenaba los cuadernos de dibujos y garabatos, pero entonces empecé a sorprenderme de lo que era capaz de hacer. Hasta yo me di cuenta de que mis dibujos se volvían más trabajados y que eran bastante buenos. Sin embargo, no tenía a mano obras ni dibujos de referencia. No sé si lo sabes, pero los judíos ultra-ortodoxos no son muy dados a representar imágenes. En casa no había libros de arte. Un día, en el seminario, el colegio para las niñas, encontré un libro: Introducción a los grandes pintores. Trataba de Vermeer. Lo robé y lo escondí bajo la almohada. No bromeo, durante meses esperé a que mis hermanas se durmieran para esconderme bajo las sábanas y poder admirar aquellas maravillosas imágenes, simplemente admirarlas. Entonces supe qué deseaba hacer y ser.

– Y empezaste a pintar.

– No. Nunca tuve tiempo para dedicarme a pintar. En el seminario solo estudiaba los textos sagrados. En casa, debía limpiar, cocinar, cambiar pañales, jugar con los bebés y ayudar a los más pequeños con sus tareas escolares. Además, compartía habitación con mis dos hermanas, de modo que no tenía ni tiempo ni espacio.

– Debiste de volverte loca.

– Más o menos. Soñaba todos los días con la forma de escapar de allí. Deseaba ir al Metropolitan Museum para poder disfrutar viendo a Vermeer, pero la pintura era solo parte del problema.

– Sigue.

– Ya sé que puede parecer extraño teniendo en cuenta cómo soy ahora, pero era buena con los estudios religiosos.

– Pues, lo siento, pero no me parece nada sorprendente.

– Era la primera de la clase. Me resultaba fácil. Los textos, con sus múltiples significados y referencias cruzadas, parecían abrirse para mí. En una ocasión, uno de los rabinos me dijo que era tan buena o más que cualquier muchacho.

– ¡Caramba!

– Yo me puse furiosa. Se supone que las chicas solo pueden llegar hasta cierto límite. Cuando las chicas cumplen dieciséis o diecisiete años se convierten en mujeres, lo que significa que se casan, tienen hijos y pasan a ocuparse de la casa y el marido. Los hombres pueden proseguir con el yeshiva tanto como deseen, pero a las mujeres solo se les permite aprender lo básico, después deben parar. Así son las normas. Los cinco libros de Moisés, un poco de Gemara, que son unos comentarios rabínicos, y ya está.

– O sea, que no llegaste a estudiar nada de la cábala…

– No está permitido. Recuerda que solo pueden hacerlo los hombres mayores de cuarenta años.

– ¡Dios!

– Exacto. Y tú me conoces; sabes que si hay una zona prohibida es ahí precisamente donde me gusta meter las narices. Encontré ese extraño libro entre las cosas de mi padre, pero sabía que no podía hacerlo por mi cuenta y que necesitaba un guía, de modo que pregunté al rabino Mandelbaum.

– ¿Quién es?

– El que me dijo que podía ser tan buena como cualquier muchacho. Le expliqué que deseaba estudiar. Fui a verlo con todos los textos relevantes que afirman que tenía derecho, como mujer, a conocer lo que había en esos libros.

– ¿Y él estuvo conforme? ¿Te enseñó?

– Me daba clases en su casa todos los martes por la noche, en secreto. La única persona que lo sabía era su esposa, que solía llevarnos un té con limón para él, un vaso de leche para mí y rugelach, pequeños pasteles caseros para los dos. Duró cinco años -dijo sonriendo.

– ¿Y qué ocurrió?

– Empezó a preocuparse; no por él, porque era demasiado viejo para que le importara lo que la gente pudiera decir, sino por mí. Yo me estaba acercando a la edad de casarme. Me dijo: «Tova Chaya, necesitas a un hombre muy seguro de sí para no verse amenazado por una esposa tan sabia». Creo que le preocupaba la posibilidad de que hubiera arruinado mi futuro. Gracias a él, yo ya no iba a contentarme con ocuparme de un hogar, y no sería una buena esposa como la señora Mandelbaum. Él me había abierto los ojos, y en cierto sentido tenía razón.

»Sin embargo, no tendría que haberse preocupado: yo ya había planeado mi huida. Presenté una solicitud de admisión para la Universidad de Columbia y dejé una dirección postal para que nadie viera mi correspondencia. Solicité un montón de becas, de manera que pudiera costearme el alojamiento, y me presenté como una adulta independiente. En lo que a la universidad se refería, yo no tenía padres.

»Así pues, cuando llegó el día, preparé el desayuno de los niños, como siempre, me despedí de mi madre y, también como siempre, me dirigí a la estación de metro.

– ¿Y nunca volviste?

– Nunca.

La mente de Will giraba a toda velocidad, llena de preguntas; pero al mismo tiempo estaba saturado por las respuestas. De repente comprendía la cantidad de secretos que habían permanecido escondidos. «TC» no era ningún apodo de la infancia cuyos orígenes hubieran caído en el olvido, sino que se trataba de un vestigio de la anterior vida de Tova. En cuanto a sus padres, no era de extrañar que estuvieran envueltos en el misterio: representaban el pasado que ella había decidido dejar atrás; y no había fotos familiares porque habrían traicionado el secreto de TC.

– ¿Saben que estás viva y bien?

– Hablo con ellos por teléfono antes de las fiestas importantes, pero no los he visto desde los diecisiete años.

De repente, ella cobró sentido a los ojos de Will. Claro que era brillante, pero no sabía nada de música ni de televisión porque había crecido sin ella; y claro que no hablaba francés ni español: en su lugar se había entregado al estudio del hebreo.

De repente, Will reparó en las costumbres alimentarías de TC, en su afición por la comida china y los desayunos fuertes acompañados de generosas raciones de beicon. ¿Cómo era posible que le gustaran tanto esas cosas?

– Por la fe del converso -contestó ella maliciosamente.

Y habiendo estado hacía poco en Crown Heights, Will comprendía sin dificultad la magnitud de la ruptura de TC con su infancia. La observó: la ceñida camiseta que resaltaba la curva de sus senos, la barriga al aire, el piercing en el ombligo… Entonces se acordó del aviso que había leído: «Las mujeres y las jóvenes que visten ropa inadecuada y que, por lo tanto, llaman la atención por su aspecto físico se avergüenzan a sí mismas…».

La ruptura de TC con los hasidim no había podido ser más radical; aun así, Will no olvidaba cuál había sido su mayor rebelión: él.

La gente de aquella comunidad no solo no aceptaba el sexo fuera del matrimonio, sino que rara vez se casaba con gente de fuera, y menos aún con alguien que no fuera judío. Para él había sido una relación maravillosa, pero empezaba a comprender que para ella había significado una auténtica revolución.

De repente, vio a TC con otros ojos. Se la imaginó tal como habría podido haber sido: una estudiosa jovencita de Crown Heights educada para llevar una vida de modestia dedicada a criar a sus hijos y al cumplimiento de los preceptos religiosos. ¡Qué trayectoria había recorrido, saltando por encima de siglos de tradiciones y tabúes! Se levantó. Se le acercó y la estrechó cariñosamente entre sus brazos.

– Es un privilegio conocerte, Tova Chaya.

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