Domingo, 20. 16 h, Crown Heights, Brooklyn
Hacer una llamada telefónica era un riesgo que TC no quería correr. Temía que el rabino Mandelbaum quedara demasiado impresionado al escuchar aquella voz del pasado, pero también temía que llamara a sus padres. Era más que probable que durante todos aquellos años se hubiera sentido culpable: había conspirado en secreto con la joven Tova Chaya y a la vista estaba el resultado.
En consecuencia, TC decidió plantarse ante su puerta y no darle esa opción. Miró el reloj. Con suerte se encontraría en casa tras haber vuelto de la sinagoga. Recordaba perfectamente la dirección; cuando vio luces en la casa, pidió al taxista que esperara.
– Lo siento, Will. Solo necesito un minuto. -Observaba la ventana, como si fuera incapaz de moverse-. Hace casi diez años de aquello. Yo era otra persona.
– Tómate el tiempo que quieras.
Will miró por la ventanilla. Las calles estaban extrañamente silenciosas. El suyo era el único vehículo. No se veía a nadie caminando. El único sonido provenía de la radio, donde sonaba una canción. Al principio, Will no se fijó, pero al cabo de un momento la letra captó su atención. Era John Lennon que declaraba: «Dios es el concepto con el que medimos nuestro dolor». Prestó atención. La canción se acercaba a su clímax final: «No creo en la magia, no creo en la Biblia, no creo en Jesucristo, no creo en los Beatles, solo creo en mí, en Yoko y en mí, y esa es la realidad».
Nunca la había oído, pero se le hizo un nudo en la garganta. Era como si Beth estuviera hablándole, como si hubiera conseguido enviarle un mensaje desde su celda. La añoranza que Will sintió en esos momentos fue tan poderosa que apenas dejó sitio en él para otra emoción.
Por fin, TC le hizo señales para que saliera del taxi. Pagaron al conductor y caminaron juntos hacia la casa. Will se ajustó la kipá una vez más. TC llamó a la puerta. Transcurrieron unos instantes, pero al final Will oyó cierta actividad. Se oyeron pasos que se arrastraban hacia la puerta, y apareció un hombre encorvado y de barba gris. No podía tener menos de ochenta años.
– Rabino Mandelbaum, soy Tova Chaya Lieberman, su antigua discípula. He vuelto.
Los ojos del anciano fueron los primeros en hablar; cobraron brillo y se iluminaron al instante. Los miró una y otra vez sin pronunciar palabra; luego, asintió lentamente y les hizo señal de que entraran. Andaba delante de ellos y levantó el brazo al pasar ante el salón para indicarles que entraran allí mientras él seguía camino de la cocina.
El olor de los libros antiguos asaltó a Will de inmediato. La estancia estaba llena, de arriba abajo, con los mismos ejemplares encuadernados en piel y oro que había visto en la sala donde lo habían interrogado el viernes por la noche. Textos sagrados. La superficie de la mesa estaba cubierta por un mantel y un hule, y estaba tan abarrotada de libros abiertos que la cubrían casi por entero. La luz la proporcionaba una única lámpara, de modo que no se veía bien. A pesar de todo, Will supo que allí no había una sola palabra en inglés.
No había cuadros en las paredes, solo fotografías. Puede que hubiera una docena, y todas con el mismo motivo: el Rebbe. A pesar de llevar dos años fallecido, seguía observando desde todos los rincones, a veces sonriendo, a veces con el brazo en alto, pero siempre mirando intensamente. En una fotografía, aparecía en un grupo junto al rabino Mandelbaum. Las demás parecían haber sido realizadas con una finalidad puramente comercial, en especial las montadas en aquellos marcos que imitaban la madera. A Will le recordó los souvenirs que podían comprarse en algunos pueblos italianos donde aparecían los santos locales.
El rabino regresó sosteniendo precariamente una bandeja con un solitario vaso de agua.
– Sentaos, sentaos -insistió mientras ofrecía la bandeja a Will.
Este estaba perplejo. ¿Por qué era el único a quien se ofrecía bebida? TC se le acercó y le susurró:
– El Yom Kippur ha empezado. Nada de comida ni bebida.
– Entonces, ¿por qué me ofrece agua?
– Porque es listo.
TC se había situado para quedar frente a su antiguo maestro.
– ¿Y la señora Mandelbaum? -preguntó en tono a la vez vacilante y amable.
– Haya Hindel Rachel, aleyha hosholom.
– Lo siento. HaMakom y'nachem oscha b'soch sh'ar aveilei Tzion v'Yerushalayim. -Que el señor lo conforte entre todos los que penan por Sión y Jerusalén.
Will tuvo que limitarse a observar y escuchar, pero entendía el lenguaje corporal lo suficiente para saber que TC estaba dándole el pésame.
– Rabino -prosiguió-, he vuelto después de tantos años por una cuestión de vida o muerte. Me parece que nos hallamos ante un sakonojur die gantseh breeye, un riesgo para toda la creación. -Hizo una pausa, como si recordara algo-. Este es mi amigo William Monroe. -El rabino hizo un leve movimiento con la ceja, como si dijera: «No creas que soy un ingenuo, jovencita. Sé cómo funcionan las cosas de este mundo, y también veo que este William Monroe no es judío a pesar de que vista como tal, y también que la palabra "amigo" tiene muchos significados»-. Su mujer ha sido secuestrada y la mantienen prisionera aquí, en Crown Heights. Creo que ha tenido que ser cosa del rabino Freilich. -Se volvió hacia Will, que la miraba estupefacto, como si dijera: «¿Por qué no me habías contado que sabías cómo se llamaba?»-. Él no niega el secuestro, pero nunca ha explicado el motivo.
En el rostro de Mandelbaum no se reflejó sorpresa alguna. Se limitó a asentir para que TC continuara.
– Hemos estado recibiendo mensajes que nos han llegado a través del teléfono, mensajes de texto. -Lo dijo midiendo las palabras, como si semejante idea pudiera resultar extraña a oídos de un anciano rabino, pero este no parecía en absoluto confundido-. No sabemos quién los envía, pero parecen dar algún tipo de explicación para los acontecimientos presentes y futuros. No estoy segura de qué significan, pero tengo una idea. Esa es la razón de que hayamos venido.
– Fregt mich a shale. -Haz tu pregunta.
– Rabino Mandelbaum, ¿podría explicar a Will el concepto de tzaddik?.
Por primera vez, el anciano dejó entrever un atisbo de emoción y miró a TC con expresión intrigada, como si se preguntara en qué estaba a punto de embarcarse.
– Tova Chaya, sabes perfectamente qué es un tzaddik. Lo aprendimos juntos. ¿Has vuelto por eso?
– Me gustaría escucharlo de sus labios. ¿Querría explicárselo?
El rabino miró a TC como si estuviera sopesando sus motivos. Al final, se volvió hacia Will con expresión vacilante y empezó:
– Señor Monroe, un tzaddik es un hombre justo. La raíz de la palabra es tzedek, que significa «justicia». Un tzaddik no solo es alguien sabio o culto. Para eso tenemos otras palabras. Un tzaddik es un hombre dotado de una sabiduría especial. Encarna la justicia misma. La palabra «justo» de ustedes es la que mejor lo resume.
William nunca había oído una voz como aquella. El rabino que lo interrogó con tanta rudeza -y de quien acababa de saber que se llamaba Freilich- se expresó con una entonación especial, musical, que ascendía y descendía pero que conservaba un acento norteamericano perfectamente reconocible. Aquel era distinto, ni alemán ni centroeuropeo exactamente; puede que una combinación de ambos. ¿Era ese el acento de la Mitteleuropa o se trataba de la voz de un lugar que ya no existía, la voz de la Europa de los judíos? En ella, Will reconoció las fotos que había visto en los libros de la Segunda Guerra Mundial: de los judíos de Polonia, Hungría o Rusia, de sus oscuros ojos asomándose a las imágenes en blanco y negro de un terrible destino que ni siquiera intuían. Oyó los lamentos de los violines de la música judía que en alguna ocasión había oído en la radio de Nueva York. En la voz de aquel hombre, Will creyó poder percibir toda una civilización extinguida.
Se esforzó por volver al momento presente y se concentró en lo que le explicaba el rabino.
– Nuestra tradición nos habla de que hay dos tipos de tzaddik, los que son conocidos y los que permanecen en el anonimato. De estos últimos se dice que se hallan en un plano más elevado que aquellos cuya santidad es pública. Ellos son los justos y, aun así, no buscan ni fama ni gloria. Carecen del engreimiento que se adquiere con la vida pública; ni siquiera sus vecinos conocen su verdadera naturaleza y con frecuencia son pobres. Tova Chaya recordará las historias populares que leyó de niña: los tzaddikim que vivían casi en secreto, trabajando con sus manos. Podían ser muy pobres o desempeñar tareas muy humildes. En las leyendas populares podían aparecer como herreros, zapateros remendones o conserjes; sin embargo, esos hombres realizan actos de extrema bondad, actos de santidad.
– Pero ¿nadie sabe quiénes son? -La pregunta surgió espontáneamente de los labios de Will.
– Precisamente -repuso el rabino, que se permitió una sonrisa-. El tzaddik se toma grandes molestias para despistar, por decirlo de alguna forma. Nuestros escritos están llenos de historias que reflejan la profunda paradoja de hallar a los hombres más santos en los lugares menos santos. Es algo deliberado: desean ocultar su naturaleza tras una máscara, y por lo tanto se disfrazan de hombres toscos y, a menudo, incluso groseros. Seguro que Tova Chaya se acuerda del rabino Levi Yitzhok de Berditchev.
– God's Drunkard.
– Me alegra que no hayas olvidado lo que estudiamos juntos. Sí, God's Drunkard es la historia que tenía en mente. En ella, el rabino Levi Yitzhok descubre que, cuando se trata de la gracia divina, Chaim el Aguador, un ignorante que está shicker, borracho de la mañana a la noche, lo supera. -TC y el anciano intercambiaron una breve sonrisa.
– ¿De modo que algunos de los hombres más justos adoptan la apariencia contraria?
– Sí. Considérelo una especie de broma divina o la demostración de que el judaísmo es una filosofía profundamente democrática. Los más santos no son los que más saben ni los más nobles, tampoco los que rezan más a menudo y observan los mandamientos con mayor diligencia. La medida de la santidad se halla en el trato de bondad y justicia que dispensamos a nuestro prójimo.
– De modo que ese hombre, ese borracho, trataba bien al prójimo.
– Sin duda muy bien.
Los tres se quedaron en silencio durante un breve instante subrayado por la pesada respiración del anciano.
– Hay otra historia -prosiguió el rabino-. Es una de las más antiguas.
De nuevo había asomado una sonrisa a sus labios, y Will pudo ver a través de la barba y el acento a un hombre encantador que, aunque viejo y encorvado, en su juventud sin duda había sido un maestro carismático.
El rabino se levantó y rodeó la mesa arrastrando los pies para ir a coger un libro que había en la librería, detrás de Will.
– Aquí está. Es del Talmud Yerushalmi, del tratado que se ocupa de los primeros días. ¿No lo estudiamos juntos, Tova Chaya?
Will se había perdido.
– Perdón, ¿de dónde dice que es?
TC intervino:
– Proviene de lo que se conoce como Talmud Palestino, el libro de los comentarios rabínicos escrito en Jerusalén.
– ¿Cuándo?
El rabino Mandelbaum, que había regresado a su asiento y pasaba las páginas, respondió sin alzar la vista.
– Esta historia data del siglo tercero de la era común. -La «era común» se usaba como eufemismo para referirse al Anno Domini, el Año del Señor, de Jesucristo, palabras que ningún judío creyente podía utilizar-. Probablemente se trata de la historia más antigua de su clase. -Sus ojos examinaban el texto-. Bueno, podemos saltarnos los detalles secundarios. En esta historia el rabino Abbahu se da cuenta de que, cuando cierta persona se une a la congregación, los rezos para que llueva suelen ser atendidos. En cambio, cuando no está, no cae ni gota de lluvia. El caso es que ese hombre trabaja ni más ni menos que en un prostíbulo, y te pido disculpas, Tova Chaya, por mencionar estas cosas.
– ¿Quiere decir que a pesar de ser un proxeneta es uno de los hombres justos? -preguntó Will.
– Eso afirma el Talmud.
Will notó como si fragmentos de hielo recorrieran su espalda y se estremeció. No escuchaba lo que TC o el rabino decían. En su cabeza solo oía una voz, la de Letitia, la mujer que había conocido en Brownsville; oía sus palabras altas y claras: «Se lo repito, señor Monroe: puede que el hombre que asesinaron anoche hubiera pecado todos y cada uno de los días de su vida, pero para mí era la persona más justa que jamás he conocido». Esas eran las palabras que había dicho acerca de Howard Macrae, que, al igual que el hombre de la historia, se había ganado la vida como proxeneta.
– … Esas historias se recrean en paradojas así -decía el rabino-, donde los hombres más buenos se disfrazan de personas humildes o incluso de grandes pecadores.
A Will le daba vueltas la cabeza: Pat Baxter, el radical de la milicia, el fanático de las armas que nunca había sido detenido y que había donado uno de sus órganos de forma totalmente anónima; Gavin Curtis, que, despreciado como político corrupto, había desviado dinero para ayudar a los más desfavorecidos; Samak Sangsuk, otro millonario, en su caso tailandés, que había hecho todo lo posible para que los indigentes hallaran cierta dignidad en la muerte.
Will apenas podía seguir el ritmo de sus pensamientos. Se acordó del automóvil extremadamente humilde en el que Gavin Curtis se había refugiado del acoso de la prensa. ¿Y qué había dicho Genevieve Huntley acerca del donante de riñón? «La principal petición del señor Baxter fue la del anonimato. Eso fue lo único que me pidió a cambio de lo que hizo.» Todos aquellos hombres habían realizado buenas acciones, y todos lo habían hecho en secreto.
– ¿Y se sabe cuántos hombres justos hay?
El rabino miró al instante a TC.
– ¿No lo sabes, Tova Chaya? ¿Acaso lo has olvidado?
– No lo he olvidado, rabino Mandelbaum; pero quería que Will lo oyera de sus labios. Que lo oyera todo.
– Hay treinta y seis tzaddikim en cada generación. No sé si sabe que en hebreo cada letra tiene un valor numérico. En hebreo, el número treinta y seis se expresa con los caracteres hebreos «lamad», que es como una «ele», y «vav», que es el equivalente a la letra «uve». «Lamad» es «treinta» y «vav» es «seis». En yiddish, a esos hombres justos se los conoce como los «lamadvavniks», los treinta y seis hombres justos que sostienen el mundo.
Will dio un respingo y sus antenas se pusieron en alerta, como sucedía siempre que oía algo que intuía que podía ser noticia de primera página.
– Perdón, ¿a qué se refiere cuando dice que sostienen el mundo? -Por el rabillo del ojo vio que TC sonreía como si pensara que por fin se estaban acercando al meollo del asunto.
– Ah, eso es lo principal. Lo siento, señor Monroe, me estoy haciendo viejo. Debería habérselo dicho desde el primer momento. Por favor, déjeme pasar. -El rabino se levantó para coger otro libro, uno de los pocos que estaba en inglés: The Messianic Idea in Judaism, de Gershom Scholem-. Alguien lo dejó en el seminario. Creo que intenta explicar esos asuntos a un público más amplio.
Will se retorcía de impaciencia. Asintió educadamente pero con expresión ansiosa, deseoso de que el rabino se saltara las cuestiones académicas y siguiera con las explicaciones.
– Ah, sí, aquí está. Scholem dice que «la tradición judía habla de treinta y seis tzaddikim u hombres justos sobre los que, a pesar de que son desconocidos o se ocultan, descansa el destino del mundo». -Reseguía la página con el dedo-. «Ya en los Proverbios de la Biblia se dice que el hombre justo es el fundamento del mundo y por lo tanto lo sustenta.»
– Un momento, rabino -interrumpió repentinamente TC, muy alerta-. ¿En qué parte de los Proverbios aparece esa mención?
El rabino pasó la página despacio.
– En el capítulo diez, versículo veinticinco.
Al momento, TC metió la mano en el bolso y sacó las notas que había escrito en los Post-it después de haber descifrado los mensajes de texto que los habían llevado a Proverbios 10. Los pasó de uno en uno hasta que encontró el que deseaba y se lo entregó a Will.
Versículo 25: pasa la tormenta, y ya no existe el malvado, pero el justo tiene cimientos eternos.
– Cimientos -dijo TC en voz baja, y volviéndose hacia Will-: Los hombres justos son los cimientos sobre los que descansa el mundo. Sin ellos, el mundo se viene abajo.
– Tova Chaya lo ha resumido correctamente -aseguró el rabino-. Existe cierta polémica acerca del origen de la idea. Algunos eruditos creen que data de la época de Abraham, de su discusión con Dios sobre los habitantes de Sodoma.
TC se dio cuenta de que Will no sabía de qué hablaban y de que el rabino no se lo iba a explicar, de modo que intervino nuevamente.
– De lo que se trata en esencia es de que Dios se disponía a destruir toda la ciudad de Sodoma porque sus habitantes se habían vuelto pecadores -dijo a media voz, impaciente por dejar el asunto a un lado y evitar entrar en discusiones con su antiguo maestro-. Abraham intentó llegar a un acuerdo y propuso que si él, Abraham, lograba encontrar a cincuenta personas buenas en la ciudad, Dios no la destruiría. Dios aceptó, pero Abraham siguió negociando. Si Dios estaba dispuesto a salvar la ciudad a cambio de cincuenta, ¿por qué no de cuarenta? Dios también se avino. El regateo continuó y, al final, quedó en diez personas. «De acuerdo -dijo Dios-, encuéntrame a diez buenas personas y salvaré Sodoma.» De aquí arranca el principio de que, mientras haya gente justa a nuestro alrededor, el resto de nosotros se halla a salvo; estamos salvados por su presencia en este mundo.
El rabino tomó el hilo de la conversación.
– Hay cierto debate en torno al número exacto. Unos dicen que son treinta; otros que cuarenta. De todas maneras, desde el siglo cuarto, más o menos, el número parece haberse establecido en treinta y seis. Tal como escribe el rabino Abaye: «En el mundo hay no menos de treinta y seis hombres justos por cada generación sobre los que descansa la Shekhina».
– Perdón, ¿qué significa esa palabra?
– Discúlpeme. «Shekhina» significa el resplandor de Dios, el Divino Semblante.
– Se refiere -intervino TC en voz baja- a la apariencia externa de Dios. Es una especie de luz divina. -Y añadió con un deje de orgullo-: Es femenina.
– A ver -empezó a decir Will en tono vacilante-, quiero estar seguro de haberlo entendido correctamente. Las enseñanzas de los judíos dicen que existen treinta y seis personas que viven en un momento dado del tiempo y que son verdaderamente justas; que pueden estar ocultas, llevar vidas normales y hasta parecer vulgares pecadores; pero que, calladamente y en secreto, siguen realizando actos de extraordinaria bondad, y que mientras los tengamos a nuestro alrededor estaremos a salvo y el mundo se mantendrá a flote. -Will entendió entonces el sentido de la última pista que le habían dado: la estatua de Atlas del Rockefeller Center, la del coloso que sostenía el mundo sobre sus hombros-. Lo cual quiere decir que, si por la razón que fuera ya no estuvieran entre nosotros, eso supondría el fin del mundo.
El anciano rabino asintió lenta y pesadamente.
– Me temo que eso es precisamente lo que significa.