Viernes, 22. 05 h, Crown Heights, Brooklyn
Veo que los dos hemos cometido un error. El suyo ha sido mentirme, mentirme repetidas veces y bajo considerable presión. Teniendo en cuenta las circunstancias que ahora conozco, lo entiendo e incluso me parece admirable.
Will apenas pudo oír aquellas palabras por encima del martilleo de su propio corazón. Estaba aterrorizado, mucho más de lo que lo había estado fuera. El Rebbe había descubierto la verdad. Algo en el contenido de su cartera lo había traicionado, sin duda el recibo extraviado de alguna olvidada tarjeta de Blockbuster. Solo Dios sabía qué tormentos lo esperaban.
– Ha venido usted aquí buscando a su mujer.
– Sí. -Will fue consciente del agotamiento que su voz reflejaba, y también de la angustia.
– Lo entiendo y creo que yo haría lo mismo si estuviera en su situación. Estoy seguro de que Moshe Menachem y Tzvi Yehuda están de acuerdo. -De repente, los dos matones tenían nombres-. Es un deber de todos los maridos atender y proteger a sus esposas. Esa es la naturaleza del compromiso matrimonial.
– ¿De modo que reconoce que la tienen aquí?
– No reconozco nada y no niego nada tampoco. Ese no el propósito de lo que le estoy diciendo, señor Monroe, Will. Lo que intento explicarle es que las reglas habituales no aplican en este caso.
– ¿Qué reglas habituales? ¿Qué caso?
– Desearía poder decirle más, Will; realmente me gustaría, pero no puedo.
Will no sabía si se debía al efecto del calvario por el que acababa de pasar durante los últimos… ¿qué?, ¿horas, minutos?, o si simplemente era el alivio de que hubiera finalizado, pero estaba convencido de que había algo distinto en la voz del Rebbe. El tono de amenaza había desaparecido; en su lugar percibía una tristeza, una pena que interpretaba como comprensión, incluso compasión hacia él. Pero resultaba ridículo. Aquel hombre era un torturador. Will se preguntó si no estaría sucumbiendo al síndrome de Estocolmo, al extraño vínculo que podía crearse entre el cautivo y su carcelero: primero, había dependido del israelí como si fuera un lazarillo para ciegos en lugar de una bestia violenta, y después percibía rasgos de humanidad en el jefe de los torturadores. Sin duda debía de tratarse de una reacción irracional que tenía lugar al final de la tortura: en lugar de furia por lo sucedido, lo que sentía era agradecimiento hacia el Rebbe por haberle puesto fin. El síndrome de Estocolmo, un caso típico.
A pesar de todo, Will se consideraba un buen juez del carácter de las personas. Siempre había sido perceptivo, y estaba seguro de que podía oír algo distinto en aquella voz.
– Dígame una cosa que creo que tengo derecho a saber -exigió-. Mi mujer… ¿está a salvo? No le han hecho daño, ¿verdad? -No se atrevía a pronunciar la palabra definitiva: «viva». No porque temiera la reacción de los hasidim tanto como la suya propia. Lo que temía era que se le quebrara la voz, mostrar una debilidad que hasta ese instante había conseguido ocultar.
– Esa es una pregunta justa, Will. Y sí, estará a salvo mientras nadie haga ninguna locura o cometa una estupidez. Por «nadie» me estoy refiriendo principalmente a usted, Will. Y por «locura o estupidez» quiero decir implicar a las autoridades, eso lo estropearía todo y entonces ya no podría garantizar la seguridad de nadie.
– No entiendo qué quieren ustedes de mi esposa. ¿Qué puede haberles hecho? ¿Por qué no dejan que se vaya? -No lo había pretendido, pero sus labios habían tomado la decisión por su cuenta: estaba suplicando.
– En efecto. No ha hecho nada a nadie, pero no podemos dejar que se marche. Lamento no poder decir más. Puedo imaginar lo duro que esto debe de ser para usted.
Aquel fue el error del Rebbe, aquella última frase. Will notó que la sangre le hervía y que se le hinchaban las venas del cuello.
– ¡No! ¡No tiene ni jodida idea de lo duro que resulta! ¡A usted no le han secuestrado a su mujer! ¡Usted no ha sido zarandeado, encapuchado, sumergido en agua helada y amenazado de muerte por gente de la que no conoce ni la cara! ¡Así que no me diga que puede imaginarlo, porque no puede imaginar nada de nada!
Tzvi Yehuda y Moshe Menachem, tan sorprendidos como el propio Will por aquella demostración de ira, estuvieron a punto de levantarse de un brinco. Will había estado refrenando su furia desde que había puesto los pies en Crown Heights; en realidad, desde antes, desde que aquel mensaje había aparecido en su Blackberry: «Tenemos a su mujer».
– Bueno -prosiguió-, usted ha dicho que era hora de hablar claro. ¿Qué tal si empezamos? ¿De qué demonios va toda esta historia?
– Eso no se lo puedo decir. -La voz sonaba más calmada que en ningún otro momento, casi desengañada-. Pero se trata de algo mucho más importante de lo que pueda pensar.
– ¡Eso es ridículo! Beth es psiquiatra. Se ocupa de niños que no quieren hablar y de chicas que dejan de comer deliberadamente hasta que se mueren de hambre. ¿Qué asunto «más importante» puede afectarla? ¡Está usted mintiendo!
– Le estoy diciendo la verdad, Will. El destino de su esposa depende de algo mucho más grande que ella o yo. En cierto sentido, se remonta a la historia antigua; nadie habría podido imaginar que iba a resultar así. Nadie predijo esto. No había un plan de contingencia. En nuestros textos sagrados no se nos preparaba, al menos no en ninguno que hayamos encontrado; y créame, lo hemos buscado.
Will no tenía la más remota idea de a qué se estaba refiriendo aquel hombre. Por primera vez se preguntó si aquellos hasidim no serían simplemente víctimas de alguna alucinación. ¿Acaso no los había visto aquella misma noche, poseídos por un extático frenesí de adoración a su líder, reverenciándolo como si fuera el Mesías? ¿Acaso no era posible que hubieran caído en un estado de locura colectiva junto con aquel hombre, su líder, el más loco de todos?
– Ojalá pudiera decirle más, pero lo que está en juego es demasiado. Debemos resolver esto, señor Monroe, y no tenemos mucho tiempo. ¿Qué día es hoy? ¿Shabbos Shuva? Solo disponemos de cuatro días. Esa es la razón de que no pueda correr ningún riesgo.
– ¿A qué se refiere cuando dice que hay «demasiado» en juego?
– Will, no creo que le sirviera de ninguna ayuda que me extendiera sobre ese punto, y por una razón muy simple: no creo que usted creyera ni una palabra.
– Si se refiere a que es probable que no me fíe de un hombre que ha intentado matarme y ha estado a punto de conseguirlo, está en lo cierto.
– Lo sé. Y algún día, que sospecho será muy pronto, entenderá por qué hemos tenido que hacer lo que hemos hecho. Todo quedará claro. Así es como funcionan estas cosas. Le repito lo que le he dicho antes: temía que fuera usted un agente federal, y, cuando me confirmaron que no lo era, temí que fuera algo mucho peor.
– ¿Y qué puede temer usted de un agente federal? ¿A qué teme más incluso que a eso? ¿En qué está metido?
– Ahora entiendo por qué es periodista, Will. Siempre está haciendo preguntas. Lo haría usted bien en nuestro oficio. Eso es lo que significa el estudio de la Torá: hacer las preguntas pertinentes. Pero me temo que se ha acabado el turno de preguntas y respuestas de esta noche. Es hora de que nos digamos adiós.
– ¿Y ya está? ¿Se va a marchar y a dejarme así? ¿No va a contarme qué ocurre?
– No. No puedo arriesgarme a eso, de modo que solo le diré unas cuantas cosas para que las recuerde. Más tarde puede anotarlas si lo desea. La primera es que este asunto es mucho más grande que ninguno de nosotros. Todo aquello en lo que creemos, todo en lo que usted cree, pende de un hilo. La vida misma. La apuesta no podría ser más alta.
»La segunda es que su mujer estará a salvo a menos que usted ponga en peligro su vida por culpa de su imprudencia. Le ruego que no lo haga, no solo por su propio bien, sino por el bien de todos nosotros, de todo el mundo. Por lo tanto, a pesar de lo mucho que la quiera y desee protegerla, le ruego que me crea cuando le digo que lo mejor que puede hacer como amante esposo es mantenerse lejos. Retírese y no se inmiscuya. Si interfiere no puedo garantizarle nada con respecto a ella, con respecto a usted o a ninguno de nosotros.
»Y la tercera es que no espero que lo entienda. Usted se ha metido en esto por accidente, aunque también es posible que no sea un accidente, sino unos pasos que únicamente nuestro Creador entiende, y esto es lo más difícil de todo: le estoy pidiendo que crea en cosas que no puede comprender, que confíe en mí solo porque yo se lo pido. Ignoro si es un hombre de fe o no, Will, pero así es como la fe funciona. Debemos creer en Dios a pesar de no tener ni idea de lo que Él tiene en mente para el universo. Debemos obedecer normas que parecen carecer de sentido, simplemente porque creemos. No todo el mundo es capaz, Will. Tener fe requiere ser fuerte, y eso es lo que necesito de usted: la fe para confiar en que yo y la gente que ve aquí estamos actuando en nombre de Dios.
– ¿Incluso si eso supone prácticamente ahogar a un hombre inocente como yo?
– Sí, aunque el precio sea muy elevado. En este caso estamos decididos a salvar vidas, Will; y esa es una causa que permite cualquier iniciativa. Pikuach nefesh. Ahora debo despedirme. Moshe Menachem le devolverá sus cosas. Buena suerte, Will. Manténgase a salvo; si Dios quiere, todo saldrá bien. Buen shabbos.
En ese momento, mientras imaginaba cómo el Rebbe se levantaba de su silla y se dirigía lentamente hacia la puerta, hubo una interrupción: alguien más acababa de entrar en la estancia. Y a juzgar por el ruido, sin pedir permiso. Parecía estar mostrando algo al Rebbe. Se oyó una conversación en voz baja. La nueva voz sonaba muy preocupada y no era más que un nervioso susurro. No tenían de qué inquietarse: lo único que Will podía oír era que no hablaban en inglés; sonaba parecido al alemán, con muchas «eh» y «sch». Yiddish.
La conversación concluyó. Parecía que el Rebbe se había marchado. El pelirrojo Moshe Menachem abandonó su posición de guardia al lado de Will y se colocó frente a él. En su mirada pudo leer arrepentimiento cuando le entregó la bolsa que Will había dejado en casa de Shimon Shmuel.
– Lo siento -murmuró-, ya sabe, por lo de antes.
Will cogió la bolsa y vio que habían metido la libreta de notas dentro. Su Blackberry seguía allí, intacta. Sacó la cartera por la curiosidad de ver qué documento o recibo lo había delatado. Tal como sabía, estaba llena de anónimos vales de taxi.
Abrió las ranuras destinadas a las tarjetas de crédito, un espacio que nunca utilizaba. En una encontró algunos sellos de correos, en otra la tarjeta de presentación de alguien a quien había entrevistado hacía mucho, y en la tercera, una foto de pasaporte… de Beth.
Una amarga sonrisa cruzó por su rostro. Había sido su mujer quien lo había delatado. Y ellos, naturalmente, la habían reconocido. Ella le había regalado la foto a las seis semanas de conocerse. Era verano, y habían pasado la tarde navegando en barco por Sag Harbor. Vieron un fotomatón y Beth no pudo resistirse.
Will dio la vuelta a la imagen, y allí estaba el mensaje que no dejaba lugar a dudas: «¡Te quiero, Will Monroe!».
Alzó la vista con los ojos húmedos. Ante él vio un nuevo rostro; supuso que se trataría del hombre que un momento antes había conversado brevemente con el Rebbe. Su cara era blanda y redonda, y tenía amplios mofletes delimitados por una barba negra como la tinta. Era rechoncho, con una cabeza redonda por encima de una redonda tripa. Will calculó que tendría unos veinte años.
– Venga, le enseñaré la salida.
Al levantarse, Will vio por fin la silla donde había estado sentado el Rebbe durante el interrogatorio. No era ningún trono, solo una silla. Al lado había una mesa auxiliar, como la que un conferenciante utilizaría para dejar sus notas o un vaso de agua. Lo que había en ella hizo que Will se sobresaltara.
Era un ejemplar de aquel día de The New York Times, doblado a propósito para resaltar su reportaje sobre la vida y muerte de Pat Baxter. De modo que eso era lo que aquel joven con el rostro redondo le había mostrado al Rebbe; de eso habían discutido. Will imaginó lo que le habría dicho: «Este tío es de The New York Times. Hablará de este asunto. Deberíamos mantenerlo aquí, donde no pueda abrir la bocaza».
Salieron fuera. Will sostenía la camisa blanca que el hasidim le había dado, pero todavía no se la había puesto: no había querido desnudarse delante de sus interrogadores. Ya se había sentido bastante humillado con la inspección de sus partes y el remojón en el mikve.
Llegaron a la calle, frente a la sinagoga. Los hombres seguían entrando y saliendo. Will miró la hora: las diez de la noche. Tenía la sensación de que eran las tres de la madrugada.
– Solo puedo reiterar mis disculpas por lo sucedido ahí dentro -dijo el joven.
«Sí, claro -se dijo Will-. Resérvatelas para el juez cuando os denuncie por asalto, detención ilegal y todo el jodido código penal.»
– La verdad es que una explicación sería mejor que cualquier disculpa.
– Una explicación no puedo dársela, pero sí un consejo. -Miró a un lado y a otro, como si quisiera asegurarse de que no lo observaban ni escuchaban-. Me llamo Yosef Yitzhok. Trabajo para difundir la palabra del Rebbe en el mundo. Escuche, sé a qué se dedica usted y este es mi consejo -bajó la voz en tono de conspiración-: si quiere saber qué ocurre, piense en su trabajo.
– No lo entiendo.
– Lo entenderá, pero debe fijarse en su trabajo. Ahora váyase. -Yosef Yitzhok parecía nervioso-. Recuerde lo que le he dicho: fíjese en su trabajo.