Capítulo 27

Sábado, 20.27 h, Manhattan

Llevaba allí tanto tiempo como ellos y se había pasado el rato murmurando en voz alta. Estaba solo; era un hombre de mediana edad -sin duda un indigente- con el rostro atezado por la exposición a los elementos. A lo largo de la tarde, Will había visto cómo devoraba media ración de tarta de manzana que le había entregado un joven que escuchaba música en su iPod -y que no se había quitado los auriculares- y puede que bolsa y media de patatas fritas, mientras leía en voz alta una Biblia con tapas de plástico que sostenía en sus mugrientos dedos.

A Will, al igual que a los demás clientes que habían procurado sentarse lo más lejos posible, aquellos sermones le habían resultado irritantes. Pero en ese momento le estaba enormemente agradecido, de modo que se le acercó llevando en la mano una taza de café caliente.

– Señor -le dijo-, me preguntaba si le apetecería una taza de café. Está recién hecho.

El indigente lo miró con ojos vidriosos. El blanco de sus ojos se veía amarillento.

– De no haber estado el Señor a nuestro lado, de no haber estado el Señor a nuestro lado cuando nuestros enemigos nos atacaron, nos habrían tragado vivos cuando su furia se desató contra nosotros.

– Sí, señor. Estoy seguro de que tiene usted razón -intentó responder Will durante el breve instante que el mendigo se tomó para respirar, pero de poco le sirvió porque el otro siguió con su perorata.

– La inundación nos hubiera arrastrado, el torrente nos hubiera sumergido, y entonces nos habríamos hundido en las furiosas aguas.

– Señor, escuche, lamento molestarle, pero me preguntaba si sería usted tan amable de prestarnos su Biblia.

– Bendito sea el Señor que no ha permitido que nos convirtamos en presas de sus dientes. Hemos escapado como pájaros de las trampas de los cazadores. La trampa se ha roto, y hemos escapado.

– Sí, señor. Yo rezo también por lo mismo, pero si me permitiera echar un vistazo a su Biblia… -Will se inclinó e intentó quitársela de las manos; sin embargo, la presa del mendigo resultó sorprendentemente vigorosa y no soltó el libro.

– Nuestra ayuda se halla en el nombre del Señor, creador del cielo y la tierra.

– Sí, sí. Eso pienso yo también, de modo que si me deja ver el libro…

El hombre lo sujetó con más fuerza todavía. Will volvió a tirar, y el mendigo forcejeó en sentido contrario y sin dejar de mascullar.

Will levantó la mirada. TC se había acercado. En esos momentos, él se hallaba prácticamente sentado al lado del indigente y tiraba de la Biblia. Sabía que estaba haciendo el ridículo intentando quitarle el Libro Sagrado de las manos a un simple mendigo.

– Señor -dijo TC dirigiéndose al hombre-, ¿le importaría que rezáramos juntos? -De repente, el indigente calló, y TC prosiguió en tono gentil y razonable-: Le propongo que tomemos como texto el libro de los Proverbios, capítulo diez.

Sin una sola queja, el hombre abrió el libro y pasó las finas páginas con el pulgar. A los pocos segundos empezaba a recitar.

– Los proverbios de Salomón. «Un hijo sabio es la alegría de su padre, pero un hijo necio es la aflicción de su madre.»

Will intentó mirar por encima del hombro para leer el resto del texto lo más rápidamente posible. Se le antojaba la habitual combinación bíblica de profundidad y oscuridad. Las Escrituras siempre habían ejercido ese efecto en él: las palabras producían una música conmovedora, pero su exacto significado solo podía alcanzarse mediante un gran esfuerzo. La mayor parte del tiempo -ya fuera en la iglesia o en los rezos matutinos del colegio- aquellos sonidos no le decían nada, lo mismo que en ese instante, en aquella extraña y espontánea reunión para rezar.

El mendigo había empezado con el segundo proverbio.

– «Los tesoros mal adquiridos no sirven de nada, pero la justicia libra de la muerte.»

Will siguió leyendo. Versículo tras versículo, sus ojos descubrieron algo inmediatamente inteligible o, mejor aún, algo que le sonaba familiar. Una palabra se repetía una y otra vez. Ya había aparecido en el segundo proverbio, y se repetía en el tercero: «El señor no deja que el justo sufra hambre, pero rechaza la avidez de los malvados».

Y de nuevo en el proverbio undécimo: «La boca del justo es fuente de vida, pero la violencia cubrirá la de los malvados».

Y en el decimosexto: «El salario del justo lleva a la vida; la renta del impío, al pecado».

Y también en el vigésimo primero: «Los labios de los justos sustentan a muchos, pero los necios mueren por falta de sensatez».

Allí donde Will miraba, la palabra parecía saltar de las páginas. En su estado de falta de sueño, casi le parecía percibir que furiosas voces masculinas se la gritaban. Volvía a aparecer en el proverbio vigésimo cuarto: «Al malvado le sucederá lo que teme, pero al justo se le dará lo que desea».

Escuchando cómo aquel indigente murmuraba, se imaginó al rabino de Crown Heights balanceándose mientras leía el proverbio vigésimo quinto y sus barbudos discípulos lo coreaban: «Pasa la tormenta, y ya no existe el malvado; pero eternos son los cimientos de los justos».

La palabra se resistía a desaparecer.

El proverbio vigésimo octavo la repetía: «Alegre es la esperanza de los justos; pero las expectativas de los malvados se desvanecerán».

Y también el trigésimo: «El justo no vacilará jamás, pero los malvados no habitarán la tierra».

Se repetía incluso en el último de los proverbios: «Los labios del justo destilan benevolencia; la boca de los malvados, perversidad».

El mendigo tenía en esos momentos los ojos cerrados y recitaba de memoria, pero Will ya tenía suficiente. Se levantó y se inclinó sobre el oído de TC.

– Oye, debo marcharme.

Sabía que entre los dos podrían haber pasado horas discutiendo aquello, revisando cada proverbio en busca de significados ocultos como si fueran dos estudiosos del Talmud, pero a veces era necesario seguir el instinto. Así funcionaba el periodismo. Uno iba a una conferencia de prensa, le entregaban un voluminoso dossier y de algún modo tenía que leerlo en cinco minutos, decidir qué era importante, hacer las preguntas pertinentes y marcharse. La verdad era que un dossier así no se leía en menos de cuatro o cinco horas, pero a los periodistas les gustaba pensar que semejantes exigencias quedaban reservadas a los simples mortales.

Así, Will hizo caso de su instinto. Además, estaba cansado de tanto hablar, descifrar e interpretar. Deseaba ponerse en marcha, ir a alguna parte. Llevaba horas allí dentro, respirando el aire caliente y dulzón de la comida basura.

Había oído lo que deseaba oír. Sabía exactamente adonde debía dirigirse, y sabía que debía ir solo.

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