Domingo, 16.04 h, Manhattan
– ¿Cuándo ha llegado?
– Ahora mismo.
– Bueno, pues la primera conclusión es que, después de todo, Yosef Yitzhok no era nuestro informante.
– De eso no podemos estar seguros, TC. Su asesino puede haberle cogido el móvil y seguir enviando mensajes.
Nada más decirlo, se dio cuenta de que aquello era absurdo. ¿Cuántas posibilidades había de que un agresor robara un móvil, comprobara el archivo «enviar» y siguiera mandando mensajes en clave con la misma pauta? Además, había una manera muy fácil de comprobarlo.
– Sandy, ¿puedes hacerme un favor? Llama a casa y averigua si alguien cogió el móvil de Yosef cuando lo asesinaron. -Luego, volviendo a hablar por teléfono con TC, le expuso una nueva teoría-: ¿Y si, para empezar, alguien le hubiera robado el teléfono?
– Bueno, pues entonces tampoco habría sido Yosef, ¿no te parece?
TC se estaba poniendo nerviosa. Temerosa de regresar a su apartamento, se había refugiado en Central Park, y para su alivio se había encontrado con gente a la que conocía, parejas casadas y con montones de hijos. Will oyó a través del teléfono que se había metido en medio del grupo. Según TC, los carritos de recién nacido, los crios y las mantas del picnic formaban un buen cordón de seguridad capaz de mantener a raya tanto a posibles secuestradores como a quien la estuviera siguiendo. Al escuchar el sonido de la charla de los niños, de los juegos de pelota y de las madres repartiendo la comida, Will sintió una punzada de envidia o de añoranza por poder pasar un domingo de tranquila y soleada normalidad.
– ¿Quieres decir que se trataba de otra persona desde el principio?
– Sí. Eso creo. Yosef está muerto, pero los mensajes no han cesado. Por lo tanto, no era él quien los enviaba.
– Vale, pero entonces, ¿por qué lo mataron?
– ¿Quiénes?
– Los hasidim.
– No sabemos si quienes lo mataron fueron los hasidim. Esa no es más que otra de tus conclusiones precipitadas, Will. La verdad es que no sabemos prácticamente nada. Podemos especular y dar tantas vueltas al asunto como quieras, pero lo cierto es que seguimos sabiendo muy poco.
– ¿Y qué hay del dibujo de la biblioteca? ¿Has visto algo?
– Creo que seguramente nos está diciendo algo muy simple. Nos está diciendo que pensemos en la cábala. La imagen es tan compleja, está tan llena de elementos relacionados entre sí que no puede ser uno solo de ellos. Tiene que ser la idea general. Ese diagrama es la piedra fundacional de toda la cábala. Es casi como un logotipo.
– Espera un momento. Está entrando otro mensaje. Enseguida te llamo.
Will andaba mientras pulsaba los botones para abrir el mensaje, un mensaje que deseaba que fuera diáfano. Sin TC a su lado, necesitaba desesperadamente un poco de simplicidad.
CONTEMPLA AL SEÑOR DEL CIELO PERO NO DEL INFIERNO.
Solo habían tenido que andar unas pocas manzanas hacia el norte para encontrar el cruce al que los había enviado el mensaje: la Quinta Avenida con la calle Cinco. Ahí era donde se encontraban en esos momentos. Alzándose ante ellos se hallaba la mole gótica de la catedral de San Patricio, donde hacía menos de una semana había estado sentado, escuchando extasiado El Mesías, con su padre.
Su padre. Sentía una punzada de culpabilidad. Apenas había dejado que participara en la investigación. Estaba claro que deseaba colaborar, lo había manifestado la noche anterior y de nuevo por la mañana, incluso había intentado descifrar el mensaje; a pesar de todo, Will se había mostrado impaciente y se había limitado a utilizarlo de chofer de lujo y poco más. Puede que, a pesar de los esfuerzos de los últimos años, no estuvieran tan unidos como a Will le gustaba pensar. En una crisis como aquella, la mayoría de la gente habría tenido a su padre como principal aliado, pero él no era como la mayoría: gran parte de su infancia y de sus años de formación los había pasado viviendo en otro continente.
En esos momentos, Will recordó la impresión que le causó la catedral la primera vez que puso los pies en Nueva York. Se le antojó un tanto ridícula. A pesar de su aprecio por los edificios antiguos, aquella enorme y abovedada estructura, que habría encajado sin problemas en Londres, París o Roma, le pareció extrañamente fuera de lugar en pleno Manhattan. Encajonada entre rascacielos de acero y cristal, sus arqueados ventanales, sus almenadas torres y altas agujas no solo parecían fuera de lugar, sino también fuera del tiempo. Parecían encarnar una especie de futilidad, el vano intento de contener la modernidad. Aquella era la ciudad más vanguardista del mundo, y esa catedral se alzaba implacablemente en su centro, intentando detener el reloj.
¿Qué podía significar? Llamó a Sandy para que lo siguiera, se abrió paso entre la multitud de turistas y entró; se vio sumido en el reverente susurro de voces que los grandes templos parecen imponer por su propia majestad. Will avanzó mientras sus ojos buscaban cualquier cosa que pudiera encajar en el mensaje. ¿Quién era el señor del cielo pero no del infierno?
Miró por encima del hombro. Sandy apenas había pasado de la entrada y observaba boquiabierto los altos techos, como si el resonar del eco lo intimidara. Estaba claro que era la primera vez que estaba allí. El contraste con los artificiales adornos de la sinagoga de los hasidim lo impresionaba. Will recordó que su padre le comentó en una ocasión que las personas religiosas tenían mucho en común a pesar de que profesaran una fe distinta: «Para ellos funciona una misma magia». No cabía duda: a Sandy lo conmovía hallarse en aquel templo.
Will, que había estudiado en colegios y en universidades situados en edificios mucho más antiguos que aquel, no se dejó impresionar por los fríos suelos de piedra ni la arquitectura gótica. Admiró el órgano principal y el secundario. Estudió el altar y el pulpito, elevados como la cabina de mando de un navío. Examinó las estrechas estanterías en las que había velas encendidas en recipientes de cristal y cajas de velas nuevas que se ofrecían gratuitamente. Echó un vistazo a la pequeña capilla, que al parecer estaba reservada para las ceremonias privadas. Alzó la vista y vio las dos banderas: la de Estados Unidos y la del Vaticano. No tenía ni idea de qué estaba buscando.
Recorrió la nave arriba y abajo, estudiando las hileras de bancos. Observó los altavoces sujetos a las columnas. Vio tapices con inscripciones, pero ninguna referencia que pudiera encajar con el mensaje. Vio vidrieras con imágenes de santos, pastores y la serpiente, y creyó distinguir un par de ángeles.
Un momento. Justo encima de él, dominando el espacio, había un enorme crucifijo con una talla de Jesús. Estaba iluminado por los destellos de luz provocados por los turistas que hacían cola para fotografiarlo.
¿Sería ese el señor del cielo pero no del infierno? Al fin y al cabo, el inframundo era el dominio de Lucifer más que de Jesucristo. Puede que fuera tan sencillo como eso. Quizá lo que tenía que hacer era mirar a Jesús, pero luego ¿qué?
Deseó tener a TC a su lado, otro par de ojos, otra mente. Sandy era buena persona, pero carecía de la perspicacia y la capacidad analítica que Will necesitaba.
Se dirigió hacia la salida; de paso metió un billete en el cepillo de las donaciones, una urna de cristal que parecía repleta de monedas de diversos países.
Una vez en el exterior, marcó el número de TC.
– Escucha, hemos estado dentro de la catedral. Se supone que debo encontrar al señor del cielo pero no del infierno, pero no he visto nada que me lo sugiera. Sí, he andado arriba y abajo. Solo hay hileras de bancos, un crucifijo…
Notó que Sandy le tiraba de la manga. Intentó librarse, pero el tirón era insistente.
– ¿Qué pasa? Estoy hablando con TC.
– Mira. -Sandy señalaba no a la catedral, sino al otro lado de la calle.
– Enseguida te llamo, TC.
Se hallaban de cara al Rockefeller Center, y Sandy avivó el paso para verlo mejor. Cruzó la calle sin fijarse en el tráfico, con Will siguiéndolo de cerca, hasta que llegaron ante aquello, o mejor dicho, ante él.
De reluciente metal, sus muslos eran enormes y tan gruesos como columnas. Tenía una pierna delante de la otra, como si fuera un levantador de pesas buscando el equilibrio, y su estómago se ensanchaba para formar el mítico torso. Solo que el peso que sostenía no era un peso cualquiera.
Tenía los brazos extendidos y ligeramente alzados para rodear su carga; allí, sobre sus hombros, descansaba nada menos que el universo entero, rodeado por las circunferencias que forman los paralelos y los meridianos que envuelven el globo.
En cada uno de los arcos de metal se hallaban inscritos los nombres de los planetas. Estaban observando la mayor escultura del Rockefeller Center: la estatua de Atlas, de dos toneladas.
– El señor del cielo pero no del infierno -murmuró Sandy casi para sus adentros.
– Puedo ver por qué es el señor del cielo -dijo Will-, pero ¿lo del infierno?
Sandy tenía que hacer esfuerzos para que le salieran las palabras, a causa de la emoción que lo embargaba.
– Se trata de una famosa anécdota de la estatua. Cuando la hicieron…
– ¿Sí?
– Cuando la hicieron todavía no se había descubierto Plutón, de manera que Plutón no figura entre los planetas que hay grabados ahí.
– Y Plutón es el dios del inframundo -susurró Will. «Contempla al señor del cielo pero no del infierno.» Aquel era el lugar correcto. Llamó a TC y le contó lo que veía.
– De acuerdo -dijo ella-. Pasa a recogerme y después iremos a tu apartamento.
– ¿Por qué?
– Porque creo que por fin sé de qué va todo esto. Atlas me lo acaba de confirmar.