Lunes, 19.28 h, Crown Heights, Brooklyn
El sonido del Ne'eilah, la intensa plegaria en la hora culminante del día más sagrado de todo el año, surgía no solo de la sinagoga, sino también de los edificios circundantes.
– ¿Aquí? -preguntó Will-. ¿Quiere decir que usted…? -Se quedó mirando fijamente al rabino.
– No, señor Monroe, no soy yo.
Will miró a su alrededor, y se le empezó a hacer un nudo en el estómago. No había más hombres allí. No podía ser.
– Imposible. No pretenderá que yo…
– No, señor Monroe -contestó el rabino que, sonriendo más ampliamente, hizo un leve gesto con la cabeza en dirección a Beth.
– ¿Beth? Pero yo creía que los treinta y seis justos eran solo hombres…
– Y lo son. Su esposa lleva en sus entrañas al hombre justo que hace el número treinta y seis. Está embarazada, señor Monroe, embarazada de un niño.
– Me temo que se ha equivocado, rabino. Llevamos intentándolo desde… -Will se interrumpió al ver la expresión de Beth, que lloraba y sonreía al mismo tiempo.
– Es cierto, Will -dijo ella-. Por fin he tenido ocasión de utilizar esa prueba de embarazo que llevo en el bolso desde hace tanto tiempo. Vamos a tener un niño.
– Ya lo ve -intervino Freilich-. Su esposa no sabía que estaba embarazada, pero la Torá, sí. La Torá nos lo dijo. Fue el último mensaje que el Rebbe entregó a Yosef Yitzhok antes de morir. En ese momento nadie se dio cuenta, pero sus últimas palabras nos llevaron al versículo treinta y seis del libro del Génesis, el libro de los nuevos comienzos. Ese versículo, el décimo del capítulo decimoctavo, se mantuvo separado de los demás y no figuraba en los papeles del Rebbe ni aparecía en sus charlas. Nadie podría haberlo localizado en nuestros ordenadores. Sin embargo, nosotros calculamos las letras como sabíamos y obtuvimos una dirección: la de su casa, señor Monroe. Al principio, supusimos que el tzaddik era usted; pero luego Yosef examinó mejor las palabras del versículo. Este describe el momento en que Dios habla a Abraham y le dice que su esposa, Sarah, va a tener un hijo. Ella hace tiempo que no tiene hijos; sin embargo, va a tener uno. Yosef comprendió lo que el Rebbe quería decirnos. No teníamos que fijarnos en usted, Will, sino en su esposa. Así encontramos al más oculto de entre los ocultos. Y se trata de su hijo.
Will abrazó a Beth, pero al estrecharla notó que algo se le clavaba en el pecho a través de los vendajes y volvió a oír las palabras del sacerdote: «Le hemos vendado las heridas. Confío en que el dolor esté remitiendo».
Se abrió la camisa y se arrancó el apósito que había debajo mientras se maldecía. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¡Había seguido al pie de la letra el guión que aquel hombre le había preparado! «Intente, en cambio, alumbrar la senda.» Y eso era exactamente lo que había hecho. Desde luego, allí estaba, oculto entre los vendajes: un simple cable conectado por un extremo a un diminuto transmisor y, por el otro, a un micrófono.
Pasó un segundo, quizá dos antes de que forzaran la puerta a golpes. Mientras esta golpeaba la pared violentamente, Will alcanzó a distinguir dos cosas: dos ojos de un azul muy claro y el cañón de un revólver con silenciador. El instinto, más que el razonamiento, lo llevó a proteger a Beth mientras echaba una rápida ojeada al reloj: faltaban nueve minutos.
El rabino Freilich y la mujer de la casa se quedaron petrificados por la sorpresa.
– Gracias, William. Has hecho exactamente lo que te pedimos.
La voz no pertenecía al pistolero, sino a la figura que se alzaba tras él y que entraba en la estancia. Su sonido paralizó a Will, que supo que estaba oyendo al líder de la Iglesia de Jesús Renacido, al hombre que había ordenado el asesinato de treinta y cinco de los hombres más virtuosos del planeta, el hombre que deseaba desencadenar ni más ni menos que el fin de los días. Y aun así, aquel rostro y aquella voz pertenecían a alguien a quien conocía desde siempre.