Capítulo 45

Domingo, 20. 46 h, Crown Heights, Brooklyn


Así, esa era la razón de que aquella gente hubiera muerto: ni más ni menos que por algo tan oscuro como una leyenda bíblica. Aquel desperdicio de vidas golpeó a Will con fuerza renovada. ¡Qué locura, qué crueldad que Howard Macrae y Pat Baxter hubieran sido asesinados en nombre de una fantasía para chiflados! ¡Conque el fin del mundo! Obviamente no tenía sentido. ¿Quién podía creer que treinta y seis personas mantuvieran el mundo con vida? No en vano Will se había empapado de los conocimientos empíricos y del escepticismo de Oxford.

No obstante, lo que él pudiera opinar carecía de importancia. Estaba claro que había otras personas que sí creían en ello, y con una convicción que los llevaba a asesinar a individuos completamente inocentes en cualquier parte del mundo. Si ese era el móvil de los asesinos, ¿qué importaba que fuera racional o no?

Eso era lo que Will se decía. Sin embargo, algo seguía incomodándolo, algo sobre aquel hombre y sus libros, algo relacionado con el respeto que TC le manifestaba; algo sobre TC, sobre Tova Chaya. Esos judíos no eran unos estúpidos maníacos, sino los encargados de preservar una antigua tradición que se remontaba a los tiempos de Sodoma. La historia de los treinta y seis había ido pasando de generación en generación desde los tiempos de Abraham a través de los siglos, desde Babilonia hasta Europa Central y, después, a América. Los judíos no eran una panda de chiflados entregados a fantasías, al menos no por lo que él sabía. Sus conversaciones con TC siempre le habían producido la misma impresión, que el judaísmo no estaba interesado en lo sobrenatural sino en la forma en que los seres humanos se trataban unos a otros en el momento presente: no parecían creer en platillos volantes ni en la posibilidad de que, de repente, un tullido pudiera levantarse y caminar. Eran demasiado sensatos para algo así; de manera que si creían en la presencia oculta de treinta y seis hombres justos debía de ser por alguna razón.

Algo más se le escapaba al normalmente escéptico Will. De no haberlo descubierto por sí mismo, no lo habría creído, pero Macrae y Baxter, Samak en Bangkok y Curtis en Londres encajaban a la perfección con la descripción del rabino. Ciertamente, habían llevado a cabo actos de desacostumbrada bondad y lo habían hecho en el más absoluto secreto. Habían esquivado toda publicidad, como mandaba la leyenda. Will sospechaba que, hasta que él los había sacado a la luz, los actos de Macrae y de Baxter habían permanecido en el anonimato más completo. De hecho, aquellas cuatro personas se habían disfrazado de pecadores y de individuos más dignos de ser despreciados que admirados. Un macarra y un activista de extrema derecha, ¡por el amor de Dios!

Pero ¿y si aceptaba la existencia de aquellos lamadvavniks solo para seguir esa argumentación? Se abría una nueva línea de reflexión. Hasta ese momento, su único interés en desentrañar aquella extraña leyenda había sido para que lo condujese hasta su esposa; pero al reflexionar sobre aquella nueva idea sus manos empezaron a sudar. Si aquel mito tenía algún fundamento, la persecución de aquellos hombres justos no era solo un crimen cruel, sino que también acarrearía el desastre para el mundo. Por primera vez comprendió el sentido de las palabras que el rabino Freilich le había dicho por teléfono la noche anterior: «Su esposa es importante para usted, señor Monroe, desde luego que lo es, pero el mundo, la creación del Todopoderoso, me importa a mí».

«Treinta y seis», se dijo Will. ¡Eran tan pocos! Solo treinta y seis personas en todo el planeta contra, ¿cuántas?, ¿seis mil millones? Ya habían muerto cuatro. De eso estaba seguro. ¿Significaba eso que había otras treinta y dos personas repartidas por el mundo que ya habían muerto o que estaban a punto de morir sin que nadie se diera cuenta?

Se acordó de nuevo de su conversación con el rabino Freilich: «Una historia muy antigua se está desarrollando, algo que la humanidad ha temido durante siglos». Así pues, eso era lo que significaba, la antigua historia era la de los treinta y seis hombres justos, la leyenda de los lamad vav, y el desenlace que todos temían era ni más ni menos el fin del mundo.

Por otra parte, Will se dio cuenta de que la persona que les había estado enviando los mensajes conocía aquella historia. Mientras el rabino Mandelbaum se levantaba para coger otro libro, Will echó una rápida ojeada a su móvil y releyó el último mensaje que había recibido. Un poema de cuatro versos:


SOLO HOMBRES SOMOS, Y EN NÚMERO ESCASO

DESCRIPTIBLES EN DÍGITOS DE DOS;

NOS DIVIDIMOS SI ESTOS MULTIPLICAMOS,

SI PERECEMOS, ENTONCES TODO LO DEMÁS DEBE MORIR.


«Hombres justos… descriptibles en dígitos de dos.» Las dos cifras eran 3 y 6. «Si estos multiplicamos…» Tres veces seis daba dieciocho: la mitad de treinta y seis: «… nos dividimos». El resto del texto se entendía: «Si perecemos, entonces todo lo demás debe morir».

Will intentó contenerse. Deseaba sacar su libreta de notas y empezar a poner orden en toda aquella información. No obstante, todavía le quedaba alguna pregunta.

– Esos treinta y seis hombres, ¿son todos judíos?

– Normalmente, en la tradición hasídica, los tzaddikim son judíos, pero aquí estamos hablando más de sociología que de teología. ¿A quién más conocían aquellos yidden? Solo a judíos. Ese era todo su mundo. En los escritos rabínicos primitivos hay distintos puntos de vista sobre la identidad de los tzaddikim. Algunos creían que todos vivían en el territorio de Israel; otros, que algunos vivían fuera; unos terceros opinaban que los hombres justos provenían de los goyim, de los gentiles. No hay una opinión unánime. Podrían ser todos judíos, no judíos o una mezcla de ambos.

– Pero ¿siempre se trataría de hombres?

– Siempre. En ese punto las fuentes son unánimes. No hay duda, los lamadvavniks son hombres.

TC leyó los pensamientos de Will: «Entonces, ¿por qué retienen a mi mujer?».

Lo cierto era que Will se sentía decepcionado. Desde que el rabino había empezado a hablar, él no había dejado de buscar el camino que lo condujera hasta Beth y su secuestro. Incluso antes de haber ido allí ya había aceptado que existía una conexión entre Baxter y Macrae, pero no había podido establecer un vínculo con su esposa. Aquella teoría de los treinta y seis se le antojaba extraña y descabellada, por no decir totalmente loca, pero, a su modo de entender, explicaba la forma de pensar de los hasidim. Quizá por alguna falsa razón habían creído que Beth era uno de aquellos justos, pero no era posible, porque pertenecía al otro sexo. Estaba tan confuso como al principio.

Una nueva pregunta acudió a su mente, y la formuló de inmediato:

– ¿Y quién podría desear tal cosa, me refiero al fin del mundo?

– Solo los que son esclavos del Sitra Achra.

Will frunció el entrecejo, perplejo, y el rabino Mandelbaum comprendió que debía explicarse mejor.

– Lo siento. Lo había olvidado. El Sitra Achra significa literalmente «el otro lado». Es la frase que se usa en la cábala para referirse a las fuerzas del mal. Por desgracia, estas se hallan presentes a nuestro alrededor, todos los días, en todo lo que nos rodea.

– ¿Es parecido al diablo, o a Satanás?

– No. No exactamente, porque el Sitra Achra no es una fuerza externa a la que podamos culpar de las cosas que van mal. El poder del Sitra Achra deriva de las acciones de los seres humanos. Me temo, señor Monroe, que no es Lucifer el que trae las tinieblas a este mundo, sino nosotros.

– Pero ¿por qué iban a desear las personas creyentes hacer algo semejante, matar a los hombres justos?

– No llego a imaginar el motivo. Verá, nosotros, los judíos, solemos decir que quien salva una vida salva al mundo entero. Por lo tanto, matar a una persona es un crimen gravísimo, el peor. Y matar a un tzaddik sería una profanación aún mayor del nombre del Todopoderoso. ¿Matar a más de uno, matarlos a todos? No puedo imaginar tanta maldad.

– ¿No hay ningún motivo que se le ocurra?

– Supongo que podría ser concebible que alguien deseara poner a prueba sus creencias hasta el límite, para ver si es cierto que los lamad vav mantienen el universo. Cuando los lamad vav hayan desaparecido, cuando ya no estén entre nosotros, entonces lo sabremos, ¿no es cierto?

– Pero también podría ser que alguien lo creyera ya, que lo creyera hasta el punto de desear el fin del mundo.

En el silencio que siguió, Will se sorprendió por algo en lo que había reparado a medias pero en lo que no había pensado a fondo hasta entonces: tratándose de alguien al que acababan de dar semejantes noticias, el rabino Mandelbaum permanecía extrañamente tranquilo, sentado en su silla, hojeando sus libros, como si se tratara de un asunto puramente teórico.

Fue este quien leyó entonces en la mente de Will.

– De todas maneras, eso es algo que nadie podría hacer -dijo el anciano, suspirando y acomodándose en la silla-, porque nadie sabe ni ha sabido nunca quiénes son los lamad vav. Ese es su mayor poder.

Will se avergonzó al darse cuenta de que aquello era en lo único en lo que no había pensado. Treinta y seis personas repartidas por todo el mundo y viviendo en el más completo anonimato. ¿Quién iba a descubrirlas? Aunque, por otra parte, ¿cómo habían dado con Baxter y Macrae?

– El tzaddik vive oculto, a veces incluso para sí mismo. Es posible que ni siquiera tenga conciencia de lo que realmente es. Y si un hombre no sabe qué es, ¿quién más puede saberlo?

– Por lo tanto, ¿nadie puede tener idea de quiénes son esos treinta y seis? No existe ninguna lista secreta, ¿no es eso?

El rabino parpadeó.

– No, señor Monroe. No existe tal lista. Tova Chaya, ¿puedes pasarme el libro del Rebbe Yosef Yitzhok que hay detrás de ti?

Will se sorprendió. Desde que había entrado en aquella habitación había oído pocos nombres que le sonaran, pero aquel le era conocido. TC vio su expresión y le susurró una explicación:

– Es el nombre del anterior Rebbe. A Yosef le pusieron ese nombre en su honor. Murió hace unos cincuenta años.

– Muy bien -dijo Mandelbaum recostándose en su asiento-, esto es una especie de autobiografía del Rebbe. Aquí describe a los tzaddikim como si formaran una especie de sociedad secreta. No se refiere a ellos directamente como los lamadvavniks, pero habla de ellos. Según él, estas personas, situadas en ciudades distintas, fueron las fundadoras de los hasidim. -Apartó la vista del libro y cerró los ojos como si estuviera leyendo dentro de sus párpados; Will supo que andaba buscando algo en los meandros de su memoria-. También estaba el gran rabino Leib Sorres, en el siglo dieciocho. Se dice de él que estaba en contacto con los hombres justos que se ocultaban, y que se aseguraba personalmente de que tuvieran sopa y alimentos. Se decía lo mismo de Baal Shem Tov, el fundador reconocido de los hasidim. -Abrió los ojos-. Pero son excepciones; por lo general, se da por sentado que los tzaddikim que se mantienen en el anonimato permanecen en él. Circulan algunas historias de tzaddikim que han estado a punto de tropezar el uno con el otro, y se supone que un hombre justo tendría la sabiduría suficiente para reconocer a otro; ya sabe, de algún modo vería su aura. -El rabino dejó entrever una sonrisa, la misma sonrisa traviesa que Will ya había visto y que procedía del joven que aquel anciano alguna vez había sido-. Por lo general, esa gente se mantiene alejada de los demás, alejada entre ellos y del resto de nosotros.

– ¿Y cómo podría alguien localizarlos?

– Vaya, esa es la clase de pregunta que Tova Chaya solía hacer, una pregunta que el rabino Mandelbaum no sabe responder. -Ambos intercambiaron una sonrisa, como el abuelo que mira a su nieta favorita-. Ojalá lo supiera, señor Monroe, pero no lo sé. Para averiguarlo deberá hablar con otros que han penetrado en los secretos más íntimos de la cábala.

Will se dio cuenta de que el rabino se estaba fatigando; no obstante, no quería dar por terminada la conversación. En la última media hora había conseguido más respuestas que en las cuarenta y ocho horas previas. Por fin no solo comprendía el alud de pistas que le habían llegado en forma de mensajes de texto, sino que además tenía una perspectiva más amplia de la historia antigua que se estaba desarrollando. Sin duda, aquel anciano debía de tener la llave del motivo del secuestro de Beth. Si pudiera pensar en la pregunta adecuada…

Se oyó un zumbido y la vibración de un móvil. TC, acostumbrada a llevar pantalones militares, parecía desconcertada por ir vestida con una falda larga y sin bolsillos, no sabía dónde buscar, hasta que al final se acordó de que había tomado prestado uno de los bolsos de Beth. Murmurando una disculpa, salió de la habitación para contestar la llamada.

Will se esforzaba por entender todo lo que acababa de escuchar: las descabelladas teorías sobre el fin del mundo y los espantosos avisos de un cataclismo anunciado. Se llevó las manos a la cabeza. ¿En qué se había metido?

De repente, notó una mano en el hombro.

– Es algo terrible que un hombre se quede sin su esposa. Hace tres años que la señora Mandelbaum murió, pero yo sigo adelante con mi vida. Continúo estudiando y orando; pero de vez en cuando sigo soñando con ella por las noches.

Will notó que sus ojos se llenaban de lágrimas. Para no dejarse llevar por la emoción, carraspeó y se dispuso a formular una pregunta. No sabía si lo ayudaría a encontrar a Beth, pero deseaba saber tanto como fuera posible.

– ¿Qué se considera como bueno, cuáles son esas buenas acciones que definen a un hombre justo?

– No creo que sea tan simple como eso. Hay que pensar en el alma de un tzaddik, un alma de tal pureza, de tal bondad, que no puede evitar manifestarse. Las obras no son más que la manifestación externa de la bondad que anida en su interior. -El rabino empezó a levantarse de la silla como si fuera a iniciar una nueva expedición en busca de un libro-. El texto fundamental de los hasidim es el Tanya. En ese libro hay una definición del tzaddik según la cual en cada persona conviven dos almas, un alma animal y un alma divina. El alma divina es donde radica nuestra conciencia, la necesidad de hacer el bien, nuestro deseo de aprender y estudiar. En el alma animal se encuentran nuestros apetitos de comida, bebida y sexo. Todo esto proviene de nuestra alma animal.

Ahora bien, normalmente estas dos almas se hallan enfrentadas. Una buena persona intenta con todas sus fuerzas controlar su alma animal, mantener a raya sus deseos y no ceder a las tentaciones. Eso es lo que significa ser una buena persona en el sentido normal del término: ¡luchar! -Mostró una arrugada sonrisa, como si reconociera la fragilidad del ser humano-. Pero un tzaddik es diferente, un tzaddik no se limita a aplacar su alma animal, sino que la transforma. Cambia su alma animal en algo más y la convierte en una fuerza al servicio del bien; como si dijéramos que de repente funciona con dos motores en vez de con uno. Es como si tuviera dos almas divinas. Eso le confiere un poder especial y lo faculta para salvar el mundo.

– ¿Y con un solo acto sería suficiente?

– ¿A qué se refiere?

– Bueno, supongamos que un hombre ha realizado un acto de suprema bondad, ¿sería ese acto suficiente para que pudiéramos decir de él que es un tzaddik?

– ¿Tiene usted algún ejemplo en mente? Mi respuesta es que puede que a nosotros nos parezca que el tzaddik ha realizado solo un acto de bondad, pero recuerde que esos hombres ocultan su santidad. Los cierto es que puede que ese acto sea el único del que nosotros tenemos constancia.

– ¿Y qué tipo de acto sería ese?

– Ah, esa es una buena pregunta. ¿Sabe? En esa historia del rabino Abbahu y del hombre del prostíbulo…

– ¿Esa historia del siglo tercero?

– Sí, en ella, el tzaddik hace algo insignificante. No recuerdo los detalles, pero era un pequeño sacrificio para preservar la dignidad de una mujer.

Will tragó saliva. «Igual que Macrae.»

– Y eso parece ser la tendencia común. A veces se trata de un acto de grandes proporciones -Will pensó en el ministro Curtis, de Londres, desviando millones a favor de los pobres-, puede que el tzaddik salve una ciudad de la destrucción. A veces es un pequeño gesto dirigido a una persona concreta: una comida para quien está hambriento, una manta para quien tiene frío. En todos los casos, el tzaddik ha tratado a otro ser humano con generosidad y justicia.

– ¿Y de esa manera incluso un pequeño gesto puede redimir toda una vida?

– Sí, señor Monroe. El tzaddik puede haber vivido una existencia de pecado. Piense en el caso de Chaim el Aguador, que se emborrachaba hasta perder el sentido; sin embargo, esos actos de bondad y justicia cambian el mundo.

– De manera que la bondad no tiene que ver con las normas, no tiene que ver con llevar un cilicio ni con rezar más o menos fervorosamente ni con saberse la Biblia de memoria, sino que tiene que ver con el modo en que tratamos a los demás.

Bein adam v'adam. Entre hombre y hombre. Ahí es donde reside la bondad y hasta la santidad. No en los cielos, sino en la tierra, en nuestras relaciones con el prójimo. Aunque también significa que debemos ir con cuidado. Debemos tratar a todos los que se cruzan en nuestro camino con el debido respeto porque, a tenor de lo que sabemos, el hombre que conduce un taxi o el que barre las calles podría ser uno de los justos.

– Como planteamiento es bastante igualitarista, ¿verdad?

El rabino sonrió.

– Dar el mismo valor a toda vida humana. Esa es la preocupación principal de la Torá. Eso fue lo que Tova Chaya estudió día tras día en el seminario, y lo que estudió conmigo antes de… -De repente, el rabino pareció muy triste y muy viejo y dejó la frase sin terminar.

Will se sintió culpable, no personalmente -sabía que no era culpable de que TC hubiera abandonado aquel mundo-, sino como representante del mundo moderno. Eso era lo que había deslumbrado a la joven Tova Chaya y la había apartado de las rutinas que habían formado parte de la vida de los judíos durante siglos, ya fuera en la Rusia rural o en Crown Heights: Norteamérica, la modernidad. Manhattan, con sus brillantes rascacielos, K-ROC en la radio, los vaqueros ceñidos, Domino´s Pizza, los éxitos de taquilla en el Cineplex, Gap, la HBO, la revista Glamour, Andy Warhol en el MOMA, patinar por Central Park, las tarjetas de crédito, comprar con solo darle a un botón, la Universidad de Columbia, el sexo fuera del matrimonio. Todo eso era lo que había atraído a TC. ¿Cómo iba a competir con ello el conformismo medieval de los hasidim? La monotonía de sus vestimentas, la rigidez del calendario, los infinitos límites que se imponían en todo: en lo que uno comía, en lo que uno estudiaba, leía, dibujaba o amaba. No era de extrañar que TC hubiera tenido que escapar.

A pesar de todo, Will sabía que TC había perdido algo al marcharse. Lo podía percibir en la voz del rabino Mandelbaum y lo había visto en los ojos de ella. El mismo lo había experimentado en las pocas horas que había pasado allí antes de que lo detuvieran e interrogaran. Aquel lugar tenía algo que él apenas había conocido, ya fuera durante su infancia en Gran Bretaña o como adulto en Estados Unidos. La palabra más suave para definirlo era «comunidad». La gente fantaseaba a menudo con ella. En su casa, el mito del pueblecito inglés donde todos se conocían seguía ejerciendo un poderoso atractivo, a pesar de que él no lo había comprobado en persona. En Norteamérica, en las urbanizaciones de casas separadas por vallas de madera, a la gente le gustaba pensar que formaban comunidades, pero no tenían lo que Will había visto en Crown Heights.

Allí, las personas se relacionaban unas con otras como una vasta y extensa familia. Un complicado sistema de protección social en el que cada uno aportaba algo a los demás, como si todos echaran mano de un fondo común. Los niños entraban y salían de las casas de todos, y nadie parecía un extraño. TC le había contado que la sensación de claustrofobia que aquella comunidad provocaba podía resultar asfixiante -de hecho, ella había tenido que escapar para poder respirar-, pero también le había descrito una vida cálida y compartida que no había vuelto a vivir.

El rabino Mandelbaum tenía la mirada baja mientras pasaba las hojas de un nuevo libro.

– Hay una cosa más. No sé si puede ser útil o no. Según distintas leyendas, uno de esos treinta y seis hombres justos es aún más especial que los demás.

– ¿De verdad? ¿Especial en qué sentido?

– Uno de los treinta y seis es el Mesías.

Will se inclinó hacia delante.

– ¿El Mesías?

– Si la época lo requiriera, él mismo se revelaría. Eso es lo que dicen los eruditos.

– El candidato -dijo Will en voz baja.

– ¿Le ha hablado ya alguien más de esto?

– TC me contó que en cada generación aparece un candidato para convertirse en el Mesías. Si ahora hubiera llegado la hora mesiánica, ese hombre lo sería. Pero si el momento no es el adecuado, nada ocurre.

– Debemos merecerlo; de otra manera, la oportunidad se pierde.

Casi involuntariamente, Will observó las fotos del Rebbe, que lo miraban desde todos los rincones. A pesar de que llevaba muerto más de dos años, sus ojos seguían brillando.

– Exactamente -dijo el rabino Mandelbaum siguiendo la mirada de Will.

Los dos hombres se observaron.

La puerta se abrió y TC apareció con el móvil en la mano. Estaba pálida, y tenía los ojos vidriosos, como un animal atontado camino del matadero.

Se inclinó sobre Will y le susurró al oído:

– La policía me busca. Me acusan de asesinato.

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