Sábado, 8. 00 h, Brooklyn
Esta es la edición del fin de semana, titulares de la mañana: los propietarios de viviendas podrán beneficiarse de la subida de un cuarto de punto de los tipos decidida por la Reserva Federal. El gobernador de Florida declara algunas "zonas catastróficas" tras el paso de la tormenta tropical Alfred. Un escándalo al estilo británico. Pero antes las noticias…»
Eran las ocho de la mañana, y Will a duras penas estaba despierto. Él y Beth se habían dormido pasadas las tres de la madrugada. Con los ojos cerrados alargó el brazo hacia donde se suponía que debía estar su mujer. Tal como imaginaba, ni rastro de ella. Ya se había marchado. Beth trabajaba en una clínica un sábado de cada cuatro, y aquel era uno de ellos. El vigor de la joven lo sorprendía; además, sabía que los niños y sus padres nunca tendrían la menor idea de que la psiquiatra que los atendía estaba haciendo horas extra: cuando Beth estaba con ellos era a pleno rendimiento.
Will se arrastró fuera de la cama y se dirigió hacia la mesa del desayuno. No le apetecía comer nada, lo que quería era ver el periódico. Beth le había dejado una nota: «Buen trabajo, cariño. Hoy es un día importante. Esta noche lo celebraremos por todo lo alto». Y también la sección de noticias locales abierta por la correspondiente página B3.
Will pensó que podría haber sido peor.
El titular que encabezaba una docena de párrafos decía: ASESINATO EN BROWNSVILLE RELACIONADO CON LA PROSTITUCIÓN. Debajo estaba su firma. Cuando empezó en el periodismo -de hecho fue durante su estancia en Oxford, como colaborador de Cherwell, la gaceta de los estudiantes- tuvo que tomar una decisión: ¿firmaría como William Monroe Jr. o simplemente como Will Monroe? El orgullo le dictó que tenía que ser él mismo, por lo que firmaría con su nombre: Will Monroe.
Echó una ojeada a la primera página de Local y al resto del periódico para comprobar quién de sus nuevos colegas -y por lo tanto rivales- iba en ascenso. Se fijó en sus nombres y fue a ducharse.
Una idea empezó a tomar cuerpo en su cabeza, una idea que fue creciendo y haciéndose más fuerte tras vestirse y salir a la calle, donde jóvenes parejas paseaban a sus hijos recién nacidos o disfrutaban de un desayuno en Court Street. Cobble Hill estaba llena de gente como él y Beth: jóvenes profesionales de entre veinte y treinta años que habían transformado una típica zona de Brooklyn en una pequeña comunidad que era un paraíso para yuppies. Mientras se dirigía hacia la parada de metro de Bergen Street, Will reparó en que andaba más deprisa que los demás. Para él también era un fin de semana de trabajo.
Una vez en la redacción, fue directamente a ver a Harden, que estaba repasando las páginas de The New York Post a una velocidad que denotaba disgusto.
– Oye, Glenn, ¿qué te parecería un trabajo? -le propuso-. Un reportaje titulado: «Anatomía de un asesinato: la verdadera naturaleza de las estadísticas del crimen».
– Te escucho.
– Ya sabes, algo del estilo: «Howard Macrae puede parecer otro breve perdido entre las noticias, una víctima más del crimen de Nueva York, pero ¿cómo era? ¿Qué vida llevaba? ¿Por qué lo asesinaron?».
Harden dejó de pasar las páginas y alzó la mirada.
– Will, no soy más que un tipo que vive en el extrarradio y cuyo mayor problema consiste en llevar puntualmente a dos hijas al colegio todas las mañanas. -Aquello no era ninguna metáfora, era la realidad-. ¿Por qué va a interesarme la muerte de un proxeneta de Brownsville?
– Tienes razón. No es más que otro nombre en la lista de la policía; pero ¿no crees que a nuestros lectores les gustaría saber qué ocurre realmente cuando alguien muere asesinado en esta ciudad?
Will vio que Harden no acababa de decidirse; andaba escaso de reporteros: era el Año Nuevo Judío, y eso, en The New York Times, significaba que la plantilla se hallaba muy disminuida, particularmente en fin de semana. El diario tenía a muchos judíos en nómina, y la mayoría de ellos tomaba vacaciones para respetar aquella fiesta religiosa. Además, tampoco deseaba admitir que por culpa de la rutina ya no le interesaba ni siquiera un asesinato.
– Te diré qué haremos -contestó Harden-. Haz unas cuantas llamadas. Mira a ver qué puedes averiguar. Si consigues algo, lo hablaremos.
Will pidió al taxista que esperara. Durante las siguientes horas necesitaría poder moverse, y eso significaba disponer de un coche. Además, para ser sincero, notar cerca la presencia del vehículo hacía que se sintiera más seguro. En aquellas calles no deseaba dar la impresión de que estaba solo.
Sin embargo, al cabo de unos pocos minutos empezó a preguntarse si el trayecto había valido la pena. El agente Federico Penelas, que había sido el primer policía en presentarse en la escena del crimen, se mostraba reacio a que lo entrevistaran y se limitaba a contestar con monosílabos.
– ¿Se produjo algún tipo de barullo cuando usted llegó?
– No.
– ¿Quién había?
– Solo una o dos personas. La mujer que nos avisó.
– ¿Habló usted con ella?
– Solo anoté los detalles de lo que había visto y le di las gracias por haber llamado a la policía. -A Will aquello le sonaba nuevamente a frases aprendidas.
– ¿Figura entre sus obligaciones cubrir a la víctima con una manta?
Penelas sonrió por primera vez. Su expresión era más burlona que agradable. «No tienes ni idea.»
– Aquello no era una manta de la policía. La policía utiliza bolsas con cremallera. El tipo ya tenía la manta encima cuando yo llegué.
– ¿Quién se la puso?
– Ni idea. Supongo que la persona que lo encontró, imagino que por respeto o decoro. Por la misma razón que les cierran los ojos a los muertos. La gente hace esas cosas porque las ha visto en las películas.
Penelas no quiso darle el nombre de la persona que había hallado el cadáver, pero, tras una llamada, la IARP se mostró más dispuesta a colaborar, aunque siempre off the record. Will tenía al fin un nombre con el que trabajar.
Tuvo que andar un rato por el barrio para dar con la mujer. Con su metro ochenta, sus pantalones de algodón, su chaqueta azul y su acento inglés se sentía ridículo y llamativamente blanco en aquel miserable barrio negro. No todos los edificios se hallaban en ruinas, aunque la mayoría de ellos se encontraba en bastante mal estado. Había pintadas por todas partes, los rellanos apestaban a orines y se veía gran cantidad de ventanas rotas. Iba a tener que abordar a la primera persona que viera por la calle y confiar en que hablara.
Tomó una rápida decisión: limitarse a las mujeres. Sabía que era un impulso cobarde, pero se dijo que no tenía por qué avergonzarse. Una vez había oído decir a un famoso corresponsal que los mejores reporteros de guerra eran los cobardes: los valientes eran demasiado audaces y siempre acababan muertos. Aquel barrio no era precisamente Oriente Próximo, pero lo mismo daba: ya fuera por las drogas o por las pandillas, la guerra se había apoderado de sus calles.
La primera mujer a la que abordó no le dijo palabra; y la siguiente tampoco. A la tercera el nombre le sonaba, pero no supo situarlo. Le encaminó a otra vecina, y Will fue de una a otra hasta que al fin estuvo cara a cara con la mujer que había encontrado a Howard Macrae.
Se llamaba Rosa y era una afroamericana de unos cincuenta años. Will dedujo que se trataba de una fiel parroquiana, una de esas mujeres negras que lograban evitar que los barrios como aquel se hundieran para siempre. La mujer aceptó hablar con él de la escena del crimen.
– Bueno, yo venía del súper, de comprar un poco de pan y gaseosa, cuando me fijé en que en la acera parecía haber un bulto. Recuerdo que me molestó. Pensé que alguien había abandonado otra vez sus trastos en plena calle; pero, cuando me acerqué, me di cuenta de que no era ningún sofá. No, no. Era poco voluminoso y tenía protuberancias.
– ¿Se dio cuenta de que se trataba de un cuerpo?
– Solamente cuando me acerqué más. Hasta entonces para mí no era más que un bulto.
– Estaba oscuro.
– Pues sí, y era tarde. En fin, el caso es que cuando lo tuve delante me dije: «Esto no es ni un sofá ni una silla. Lo que hay bajo esa manta es un cuerpo».
– Perdón, pero lo que le pregunto es qué vio al principio, antes de que cubrieran el cuerpo con una manta.
– ¡Y es lo que le estoy describiendo! Lo que vi fue una manta oscura con la forma de un cuerpo humano debajo.
– ¿La manta ya estaba allí? Eso significa que usted no fue la primera que vio el cuerpo.
– No, yo fui la primera. Fui yo quien llamó a la policía. Nadie lo había hecho. Mi aviso fue el primero que recibieron.
– Pero ¿el cuerpo ya estaba tapado?
– Eso es.
– Según parece, Rosa, la policía cree que fue usted quien le echó la manta por encima.
– Pues se equivocan. ¿De dónde iba a sacar yo una manta en plena noche? ¿O acaso cree que nosotros, los negros, nos paseamos con una manta bajo el brazo por si las moscas? Sé que las cosas en este barrio están bastante mal, pero no hay para tanto.-No dijo aquellas palabras con amargura.
– Bueno. -Will hizo una pausa, sin saber por dónde continuar-. Entonces, usted dejó el cadáver cubierto con la manta, ¿no?
– Le estoy contando lo mismo que le conté al agente de policía. Así fue como lo encontré. Y la manta era buena, muy suave. Puede que fuera de cachemira. En cualquier caso, era de calidad.
– Lamento volver sobre lo mismo, pero ¿hay alguna posibilidad de que no fuera usted la primera que lo encontrara?
– No veo cómo. Estoy segura de que la policía se lo habrá contado. Cuando levanté la manta, el cuerpo todavía estaba tibio. En aquel momento no era un cuerpo, era todavía un hombre. ¿Sabe a qué me refiero? Todavía estaba caliente, como si acabara de ocurrir; la sangre todavía manaba, a borbotones, igual que un escape de agua. Era terrible, simplemente terrible. ¿Y sabe qué era lo más raro? Pues que tenía los ojos cerrados, como si alguien le hubiera bajado los párpados.
– No irá a decirme que no fue usted quien lo hizo.
– Pues no fui yo. Nunca he dicho que lo hiciera.
– ¿Y quién cree que pudo hacerlo? Me refiero a cerrarle los ojos.
– Seguramente pensará que estoy loca. A pesar del modo en que ese infeliz había sido acuchillado… No, no. Usted dirá que estoy loca.
– No, por favor. Siga. No creo que esté loca, en absoluto.
Will se había inclinado hacia delante en un gesto involuntario. Normalmente, ser alto suponía una ventaja porque podía intimidar. Sin embargo, en esos instantes no deseaba imponerse a aquella mujer; lo que quería era que se sintiera cómoda, de manera que se puso a su altura para poder mirarla a los ojos sin que ella tuviera que levantar demasiado la vista.
– Mire -prosiguió ella-, sé que ese hombre fue asesinado de un modo espantoso, pero parecía como si su cuerpo hubiera sido…, ya sabe, dispuesto para el descanso eterno.
Will no dijo nada y se limitó a mordisquear el extremo del bolígrafo.
– ¿Lo ve? -continuó la mujer-. Cree que estoy chiflada. No sé, puede que lo esté.
Will le dio las gracias y siguió su recorrido. Tras andar unas pocas manzanas se adentró en una zona degradada, donde las viviendas tapiadas servían para meterse crack y los jóvenes se pasaban papelinas mientras miraban subrepticiamente por encima del hombro. Allí estaba la gente con la que tenía que hablar si deseaba saber más de Howard Macrae.
Se había quitado la americana, algo necesario en aquella soleada mañana de septiembre, pero seguía encontrando muchas reticencias. Su rostro era demasiado blanco; su acento, demasiado diferente. La mayoría de la gente lo tomaba por un policía de paisano. Debían de creer que pertenecía a la brigada antidroga; y para aquellos que se fijaban en el coche que lo seguía a poca distancia, el vehículo no ayudaba a convencerlos de lo contrario. Todo el mundo apretaba el paso cuando Will sacaba la libreta de notas.
La primera grieta en el hielo la abrió, como suele ocurrir, una sola persona.
Will encontró a un hombre que conocía a Howard Macrae. El tipo parecía vagamente sospechoso, pero sobre todo se le veía aburrido y sin nada mejor que hacer que matar el tiempo hablando con un periodista. Durante un buen rato le estuvo contando las disputas locales, carentes por completo de importancia, como si fuera material de primera para The New York Times.
– Amigo, ¡querrá que esto aparezca en su periódico! -no cesaba de repetir entre risas asmáticas de fumador, mientras Will admitía que reír las gracias de tipos como ese formaba parte de los gajes del oficio.
– Bueno, ¿y qué me dice de ese tal Howard Macrae? -preguntó por fin Will cuando su interlocutor se tomó un respiro en su relato del mal funcionamiento de los semáforos de Fulton Street.
Al final resultó que no había tratado a Macrae tanto como aseguraba, pero sí sabía de otros que lo conocían, y se ofreció a presentárselos a Will con la inapreciable frase: «Es de fiar».
Will no tardó en formarse una idea. Macrae era evidentemente un tipo de mala vida. De eso no cabía duda. Hacía años que regentaba un burdel, pero el vecindario parecía tenerlo en alta estima. Según parecía, era fabuloso como proxeneta. Su casa de putas funcionaba y tenía buen aspecto, incluso llevaba la ropa de sus chicas a la lavandería. Will fue a echar un vistazo a la casa y se metió en algunas de las habitaciones. Lo mejor que podía decir era que no parecía tan horrible como había imaginado. Tenía el aspecto de una clínica de barrio pobre, no se veían jeringuillas tiradas por el suelo, e incluso había un dispensador de agua fría.
Todas las prostitutas le contaron la misma historia:
– Mire, señor, ¿qué voy a decirle que no le hayan dicho ya las otras de por aquí? Ese tío vendía sexo. Eso era lo que hacía. Cobraba el dinero, nos daba una parte y se quedaba con el resto.
Howard parecía un proxeneta satisfecho. El prostíbulo formaba parte de sus dominios, y estaba claro que era un anfitrión simpático y afable. Will se enteró incluso de que por las noches ponía la música a tope y bailaba.
Era ya entrada la tarde cuando Will encontró lo que llevaba todo el día buscando: alguien que de verdad lamentaba la muerte de Howard Macrae. Se había puesto en contacto con los de la funeraria, que estaban esperando que les enviaran el cuerpo desde el depósito de cadáveres de la policía, y fue en taxi hasta allí, un establecimiento tan desvencijado que resultaba deprimente incluso para aquel barrio. Will se preguntó de cuántos asesinatos como aquel se ocuparían.
Solo estaba la recepcionista, una joven mujer negra con las uñas más largas y extravagantemente pintadas que Will había visto en su vida. Eran la única nota de color que había en todo el lugar. Él le preguntó si alguien, algún pariente, se había puesto en contacto con la funeraria para organizar el funeral de Howard Macrae, pero resultó que no. La recepcionista tenía la impresión de que el difunto carecía de familia. Will contuvo su impaciencia; necesitaba reunir más detalles personales, añadir más color, para que su artículo consiguiera salir publicado, de modo que insistió. ¿Nadie los había llamado para el asunto de Macrae, nadie en absoluto?
– Oh, ahora que lo menciona -contestó la chica de las uñas pintadas-, una mujer llamó a la hora de comer para preguntar cuándo iba a ser el funeral. Quería presentarle sus respetos.
La joven encontró una nota donde había apuntado los datos, y Will llamó desde allí mismo. Cuando respondió una voz de mujer, él le dijo que telefoneaba de la casa de pompas fúnebres y que deseaba hablar con ella acerca de Howard Macrae.
– Puede venir ahora, si quiere -respondió la mujer.
De vuelta en el taxi, Will cogió la Blackberry y envió rápidamente un correo electrónico a Beth. Aquellos mensajes electrónicos tenían su propia lógica: durante el día, cuando sabía que su mujer tenía cerca una terminal de ordenador, utilizaba la Blackberry; por las noches, cuando no era así, escribía un mensaje de texto.
Necesito un curso acelerado de psicología: voy a entrevistar a una mujer que conocía a la víctima. Le he hecho creer que trabajo para la empresa de pompas fúnebres. Tendré que confesarle la verdad. ¿Cómo lo hago para que no se enfade y me eche a patadas de su casa? Necesito tu respuesta lo antes posible porque estoy a punto de llegar.
Besos, Will.
Esperó, pero no recibió ninguna respuesta.
Oscurecía cuando Will llamó con los nudillos en la puerta de rejilla. Una mujer se asomó a la ventana del piso superior. Will calculó que tendría unos cuarenta años. Era negra y atractiva, y sus cabellos alisados tenían tintes rojizos.
– Ahora bajo -dijo.
Al abrirle la puerta, la mujer se presentó como Letitia, pero no quiso decirle su apellido.
– Me llamo Will Monroe, y le presento mis disculpas. -Will empezó a explicarle que aquel era su primer artículo importante y que si le había mentido había sido porque estaba desesperado por no decepcionar a sus jefes, pero enseguida se dio cuenta de que ella no decía ni hacía nada. No lo estaba poniendo de patitas en la calle, simplemente lo escuchaba con expresión sorprendida. Al final, Will le soltó una de las muchas frases preparadas que guardaba en la recámara-: Escuche, Letitia, puede que esta sea la única manera de que se conozca la auténtica verdad sobre Howard Macrae.
Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que no hacía falta. Letitia parecía encantada de tener la oportunidad de explayarse. Le hizo un gesto para que pasara y lo condujo hasta una sala de estar repleta de juguetes de niño.
– ¿Era usted pariente de Howard? -le preguntó Will.
– No. -Letitia sonrió-. Solo vi a ese hombre una vez.
«"Ese hombre" -pensó Will-. Bueno, allá vamos. Ahora sí que vas a enterarte de la verdadera basura que era el tal Macrae.»
– Pero una vez fue suficiente -añadió la mujer.
Will notó que su entusiasmo aumentaba.
«Puede que esta mujer conozca algún secreto acerca de Macrae lo bastante oscuro para que pueda explicar su asesinato. Si es así, iré por delante de la policía.»
– Y eso ¿cuándo fue?
– Hace casi diez años. Mi marido, que está a punto de llegar, se hallaba en la cárcel. -La mujer vio la expresión de Will-. No, no había hecho nada. Era inocente. Pero yo no tenía dinero para pagar la fianza. Pasaba una noche tras otra en la celda y yo no podía soportarlo. Empezaba a desesperarme. -Levantó la mirada y observó a Will con la esperanza de que hubiera comprendido el resto y no tuviera que detallárselo con palabras-. Por aquí solo hay dos maneras de conseguir dinero rápidamente, o vender drogas o… Bueno, ya sabe.
Al final, Will lo entendió.
– O ir a ver a Howard, claro.
– Exacto. Me odié a mí misma solo por pensarlo. Verá, señor Monroe, yo crecí cantando en el coro de la iglesia.
– Puede llamarme Will. Lo entiendo perfectamente.
– Me habían educado correctamente, pero tenía que sacar a mi marido de la cárcel, de modo que… fui a ver a Howard.
Sin desviar la mirada, Will anotó: «Ojos brillantes».
– Estaba dispuesta a vender la única cosa que tenía -sus ojos se estaban llenando de lágrimas-, pero ni siquiera pude entrar. Me quedé escondida entre las sombras, dudando, hasta que Howard me descubrió. Creo que estaba barriendo, tenía una escoba en la mano. Me preguntó qué deseaba, ya sabe, en plan «¿En qué puedo ayudarla?». Yo le conté lo que me pasaba y por qué necesitaba el dinero. No quería que pensara que…, bueno, ya sabe. Entonces, aquel hombre al que no conocía de nada hizo la cosa más extraña del mundo.
Will se inclinó hacia delante.
– Dio media vuelta y entró en lo que parecía ser su habitación, y, sin más, empezó a deshacer la cama.
– ¿A deshacer la cama?
– Exactamente. Al principio, yo estaba asustada. No sabía qué pensaba hacer conmigo. El hombre hizo un montón con todos los cobertores y las mantas. Luego, fue hacia la mesilla de noche, desenchufó el reproductor de CD, se quitó el reloj y lo echó todo al montón. Entonces empezó a trasladar sus cosas; tuvo que quitarme de en medio. Su cama era de las buenas, con un magnífico colchón grueso y pesado, pero él lo arrastró hasta sacarlo fuera. A continuación fue a su camioneta, un viejo trasto hecho polvo, la abrió y comenzó a cargar el colchón y todo lo demás Se lo juro, yo no tenía idea de qué pensaba hacer aquel hombre. Al final, se puso al volante, bajó la ventanilla y me dijo que me reuniera con él a la vuelta de la manzana, en la esquina de Fulton Street. «Nos vemos ahí dentro de cinco minutos», me dijo.
»Yo estaba estupefacta, pero di la vuelta a la manzana como él me había indicado. Vi su camioneta. Estaba aparcada delante de una tienda de empeños. Y allí estaba Howard Macrae, dando instrucciones mientras unos tipos descargaban todo y el propietario le entregaba dinero en metálico. Lo siguiente que hizo Macrae fue entregarme los billetes.
– ¿A usted?
– Exacto. A mí. Fue la cosa más rara del mundo. Podría haberse contentado con darme una parte, pero no. Insistió en hacer aquel sacrificio, como si hubiera vendido todas sus posesiones de este mundo o algo así. Nunca en la vida olvidaré lo que me dijo al entregármelo: «Aquí tiene el dinero. Ahora vaya, saque a su marido de la cárcel y no se convierta en prostituta». Cogí el dinero y le hice caso: pagué la fianza y nunca vendí mi cuerpo, jamás. Y todo gracias a ese hombre.
Se oyó un ruido en la puerta de entrada. Will se volvió y oyó unas voces que se acercaban: las de tres o cuatro niños y la de un hombre.
– Hola, cariño.
– Will, este es Martin, mi marido, estas son nuestras niñas, Davinia y Brandi, y este es nuestro hijo, Howard. -Letitia dirigió una mirada fulminante a Will para que no hablara-. Martin, este señor es periodista, ahora iba a acompañarlo a la puerta.
Cuando salieron, Will susurró:
– ¿Lo sabe su marido?
– No. Y no tengo la menor intención de contárselo. Ningún hombre debería saber algo así acerca de su esposa.
Él pensó en decirle que opinaba lo contrario, que la mayoría de los hombres se sentirían halagados al saber que sus esposas estaban dispuestas a realizar tamaño sacrificio, pero lo pensó mejor.
– Y a pesar de todo, su hijo se llama Howard.
– Yo le dije que el nombre me gustaba, pero la verdadera razón solamente la sé yo, y con eso basta. «Howard» es un nombre que mi hijo puede lucir con orgullo. Se lo repito, señor Monroe, puede que el hombre que asesinaron anoche hubiera pecado todos y cada uno de los días de su vida, pero para mí era la persona más justa que jamás he conocido.