Sábado, 23.27 h, Manhattan
De no haber sido por el deseo y por el sentimiento de culpabilidad, puede que Will nunca lo hubiera visto. Todavía no había explicado a TC su conversación con Jay Newell ni lo que había descubierto; ella estaba de puntillas para alcanzar un libro de los estantes superiores. Al estirarse, su jersey se levantó, dejando al descubierto la tersa piel de la base de su espalda. A pesar de que se sentía avergonzado, Will volvió a deleitarse con las curvas del cuerpo de su ex novia, de modo que se dio la vuelta.
Para que no hubiera duda de que no era un mirón, centró su atención en el escritorio de TC, que estaba lleno de papeles, recortes de revistas -principalmente de arte- y de periódicos, y donde también se veía algún número suelto del NewYorker o del Atlantic Monthly. Vio folletos de ciclos cinematográficos, unos cuantos catálogos de tiendas de ropa, dos gruesos ejemplares de Vogue y lo que le pareció una carta manuscrita.
De haber estado en una entrevista de trabajo, Will habría dicho que su siguiente impulso se debió a la curiosidad profesional, pero la verdad pura y simple era que estaba fisgoneando. Tiró de la hoja que se hallaba atrapada entre un ejemplar de la revista dominical de The New York Times y una guía del Lincoln Center hasta que tuvo a la vista la mitad superior de la primera página.
Se sobresaltó. La carta estaba redactada en una serie de símbolos que parecían un galimatías; no obstante, estaba claro que era una carta redactada en papel personal y con la fecha escrita arriba a la derecha en números convencionales. Frunció el entrecejo. Si TC hubiera sido una experta en otras lenguas él lo sabría. De hecho, recordaba que una de las áreas en la que flaqueaba era en los idiomas. Ella siempre comentaba lo mucho que lamentaba no haber aprendido francés o español; pero, si no había tenido tiempo para hacerlo, había sido precisamente por culpa de su intensa formación.
Un movimiento en la calle atrajo su atención, y miró por la ventana. Una pareja se estaba apeando de un Volvo que acababan de aparcar. Quizá volvían del cine o de una reunión con amigos. Podrían haber sido él y Beth, disfrutando de una vida normal. Aquel pensamiento le provocó una punzada de dolor y, por enésima vez desde la llamada telefónica de unas horas atrás, volvió a oír la voz de su esposa: «¿Will? ¿Will? ¡Soy Beth!».
Apartó la vista. Un poco más lejos, en la calle, vio a dos adolescentes vestidos con vaqueros muy anchos y a una mujer mayor que llevaba una solitaria flor. Al instante, Will se vio escuchando a Beth en el Carnegie Deli mientras ella le contaba la historia del muchacho que había regalado una rosa a la recepcionista de la clínica. Beth se había conmovido ante aquel acto de humanidad, pero Will estaba convencido de que ella era la responsable de que el muchacho lo tuviera.
Justo en la acera de enfrente, al otro lado de la calle, se hallaba el hombre de la gorra de béisbol.
Will no lo reconoció al instante. Incluso después de haberse fijado en su chándal azul tardó en establecer la relación; pero algo en su postura, cierta actitud relajada que indicaba que no se dirigía a ninguna parte, sino que estaba donde debía estar, despertó un recuerdo en Will.
Soltó la cortina y se apartó de la ventana. Había visto a aquel hombre esa misma noche. Lo había tomado por un turista solitario que admiraba la sede de The New York Times y se entretenía en el escaparate como si no tuviera nada mejor que hacer. Pero en ese instante ese mismo hombre se hallaba frente al edificio de apartamentos de TC. Demasiada coincidencia.
– TC, ¿cuántas salidas tiene esta casa?
Ella alzó la vista de la Biblia del rey Jacobo que había sacado de la estantería.
– ¿Qué? ¿De qué me estás hablando?
– Creo que nos han seguido y que deberíamos marcharnos ahora mismo. El problema es que no podemos salir por la puerta principal. ¿Se te ocurre alguna idea?
– ¿Estás de broma? ¿Cómo iba alguien a…?
– Escucha, TC, no tenemos tiempo para discutir.
– Bueno, hay una salida de incendios en el pasillo. Eso creo, al menos.
– Demasiado arriesgado. Podría haber alguien más vigilando la parte de atrás. ¿Este edificio tiene portero?
– ¿Si tiene qué?
– Ya sabes, alguien que cuide de la casa.
– Ah, sí. Es un tipo agradable. Vive en el sótano.
– ¿Lo conoces? Vamos, dime que tiene debilidad por ti.
– Más o menos. ¿Por qué? ¿En qué estás pensando?
– Ya lo verás. Recoge todo lo que puedas necesitar.
– ¿Necesitar, para qué?
– Para pasar la noche fuera de aquí. No creo que debamos arriesgarnos a volver.
Mientras planeaba la salida, Will recogió las notas de TC repartidas en los Post-it, su móvil, la Blackberry y lo metió todo en los voluminosos bolsillos de su abrigo mientras oía que ella abría y cerraba cajones.
Antes de salir, revisaron una última vez el apartamento. Por la fuerza de la costumbre, TC fue a apagar las luces, pero Will la sujetó justo a tiempo.
– No querrás que todos se enteren de que nos vamos, ¿verdad?
Aquello le dio una idea. Como muchos neoyorquinos preocupados por la seguridad, TC tenía varios artilugios conectados a sus lámparas. La mayoría de la gente los utilizaba cuando salía y los programaba para que actuaran como habitantes fantasma: las luces se encendían por la noche y se apagaban por la mañana. Sin preguntar, Will entró en el dormitorio, lo localizó y lo programó para que se apagara a medianoche. No, demasiado exacto; mejor a las doce menos diez. A continuación, se metió en el cuarto de baño y, con cuidado de no curiosear demasiado, programó el aparato para que se encendiera cinco minutos antes y se apagara al cabo de veinte. Con un poco de suerte, el tipo de la calle llegaría a la conclusión de que él y TC se habían ido a dormir.
Luego, se dirigieron hacia el sótano. El lugar, lleno de puertas sin picaporte y donde hacía un calor asfixiante, parecía un mal sitio para vivir, pero ese era el hogar del señor Pugachov, el encargado ruso. TC llamó suavemente a su puerta, tras la cual, para alivio de Will, se oían los sonidos de un programa de televisión. Al final, la puerta se entreabrió.
Para su sorpresa, el encargado no era un viejo despeinado, y no iba vestido con un agujereado cárdigan y pantuflas, como los que recordaba de los colegios de su niñez. Al contrario, el señor Pugachov era un tipo bien parecido, de unos cincuenta años, que mostraba un curioso parecido con el antiguo campeón ruso de ajedrez, Garry Kasparov. Teniendo en cuenta los hábitos migratorios de la desaparecida Unión Soviética, no habría sido ninguna sorpresa que ese hombre, cuyo trabajo consistía en firmar las entregas de la paquetería y el correo y en arreglar tuberías atascadas, fuera un gran campeón de ajedrez.
– ¡Señorita TC! -exclamó el encargado, encantado. Su expresión cambió en el instante en que vio a Will tras ella.
– Hola, señor Pugachov.
«Coquetea -se dijo Will-. Bien.»
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Bueno, verá, mi amigo y yo habíamos pensado dar una agradable sorpresa de cumpleaños a su mujer.
«Buena ocurrencia la de dejar claro que no soy su novio.»
– Y ese cumpleaños va a empezar… -TC miró su reloj con exagerado ademán-… en este mismo momento, justo a medianoche.
– El caso es -dijo Will tomando las riendas de la situación- que necesitamos salir de aquí sin que ella nos vea, porque la hemos dejado en la entrada del edificio. Bueno, ya imagino que puede sonar un poco raro, pero nos preguntábamos si habría alguna forma de que usted nos ocultara en…, no sé…, en alguna carretilla que pueda tener y nos sacara por la parte de atrás.
Por la manera en que Pugachov los observaba, Will se dio cuenta de que el ruso se había quedado estupefacto. TC lo estaba animando con la mejor de sus sonrisas, pero con escaso resultado. El encargado estaba totalmente perplejo, de modo que Will se decidió por un lenguaje universal.
– Aquí tiene cincuenta dólares. Puede sacarnos en uno de esos cubos de basura -dijo señalando un montón de enormes cubos de plástico alineados junto a la puerta de atrás.
– ¿Me está pidiendo que meta a la señorita TC en un cubo de basura?
– No, señor Pugachov, lo que le estoy pidiendo es que nos meta a los dos en ese cubo y nos saque a la calle. Cien dólares. ¿Qué le parece?
Will decidió que la negociación había terminado. Metió el dinero en la mano del encargado y se dirigió hacia la puerta trasera. Meneando la cabeza, Pugachov la abrió. Will le indicó el cubo azul con ruedas marcado con la palabra PERIÓDICOS y le hizo gestos para que lo acercara a la puerta tanto como pudiera. Era demasiado arriesgado salir y que los vieran. A continuación, Will volcó el cubo y vació su contenido en el suelo. Un montón de revistas, diarios, folletos y guías telefónicas se esparcieron por doquier. Cuando en el rostro del encargado apareció una mueca de disgusto, Will le entregó otros veinte dólares. Con el cubo en posición horizontal, a Will no le costó demasiado meterse dentro a cuatro patas, como si se introdujera en un túnel; a continuación se hizo un ovillo e indicó a TC que lo imitara. Los dos quedaron encajados como las dos partes de una nuez en el fondo de un recipiente.
A la orden de Will, Pugachov cerró la tapa y, gruñendo por el esfuerzo, puso el cubo en posición vertical y empezó a empujarlo. De repente, en un arrebato de pánico, Will se dio cuenta de que no le había dicho adonde debía llevarlos.
En el fondo del cubo, entre zarándeos y vaivenes, tanto él como TC se abstuvieron de hacer el menor ruido que pudiera delatarlos. Sus rodillas se tocaban, y sus rostros quedaban a escasos centímetros el uno del otro. Cada vez que Pugachov pasaba por encima de un bache, apenas podían contener las risas ante lo ridículo de su situación; pero en el caso de Will la sonrisa siempre iba seguida de un pensamiento más apremiante: «Beth».
Notaron que la velocidad aminoraba. Pugachov debía de estar cansado. Will dio unos golpecitos en el cubo, y el encargado lo inclinó para dejar que salieran arrastrándose. Había hecho un buen trabajo: había recorrido casi tres manzanas sin salir del estrecho callejón que había tras los edificios de apartamentos. Sin duda, nadie los habría visto.
Se despidieron. TC dio un fuerte abrazo a Pugachov, y Will no tuvo ninguna duda de que aquel gesto valía mucho más que todo el dinero que le había dado. Observaron cómo el inmigrante ruso regresaba empujando el cubo vacío por las calles de Nueva York. Aquel era uno de los mejores aspectos de la gran ciudad: nada se consideraba fuera de lo normal, de modo que nadie prestaba atención a lo que ocurría.
– De acuerdo -dijo Will mirando a su alrededor y situándose-. Ahora todo lo que debemos hacer es andar seis manzanas hacia el norte. Sería mejor si fuéramos a paso ligero.
Se pusieron en marcha.
– Will -dijo TC al cabo de un momento-, ¿qué demonios está pasando? Ves a un tipo con una gorra de béisbol y de repente nos metemos de cabeza en un cubo de basura. Y por si fuera poco, ahora tenemos que correr. ¿Qué ocurre?
– A ese tío ya lo había visto antes, delante del edificio de The New York Times.
– ¿Estás seguro? ¿Cómo puedes asegurarlo desde un quinto piso? Solo lo has visto durante un segundo.
– Créeme, TC, era el mismo hombre. -Se disponía a explicarle su teoría de la postura, pero se dio cuenta de que sonaría poco creíble-. Su ropa era la misma. Estaba allí para vigilarme o para vigilarnos a los dos.
– ¿Crees que lo han enviado los hasidim?
– Seguramente. Debe de ser uno de ellos. No ha tenido más que cambiarse de ropa para parecer alguien normal.
TC lo miró.
– Ya sabes a qué me refiero -se explicó Will-.Así podría desaparecer entre la multitud. Lo que vi en Crown Heights la semana pasada… ¡Mierda, pero si fue ayer! Lo que vi en Crown Heights ayer me dice que toda esa gente ha nacido en entornos perfectamente normales. -Empezaba a faltarle el aliento-. Para ellos no tiene que resultar difícil deshacerse de todo eso si la misión lo requiere.
Pocas veces Will había parecido más decidido. No tardaron en llegar a su destino: la estación Pennsylvania. Solo disponían de cinco minutos para esperar lo que él llamaba «el golfo», un anglicismo para definir los servicios que funcionaban después de medianoche. Aparte de un individuo sin afeitar que parecía dormir la mona, tenían el vagón para ellos solos.
– Este es el tren que solía coger para ir a ver a mi padre a su casa antes de que tuviéramos coche.
Enseguida se arrepintió de haber utilizado la primera persona del plural. De algún modo le parecía injusto recordarle constantemente a TC que estaba casado, ya que ella seguía sin pareja. Y su arrepentimiento le recordó que no había pasado ni un solo fin de semana con ella en Sag Harbor. Al contrario, era como si la hubiera imitado manteniendo su relación en secreto. TC solo había visto al padre de Will en una ocasión, y apenas pasaron unas horas juntos. En cambio, Beth encajó desde el comienzo. Fue otro de los aspectos que hicieron que se sintiera cómodo.
Se hizo el silencio. TC lo rompió al rebuscar en su bolso y sacar el objeto que había estado sosteniendo justo antes de salir del apartamento: la Sagrada Biblia.
– ¡Dios mío, un poco más y lo olvido! -dijo pasando las páginas a toda velocidad-. Aquí está: el libro de Proverbios, capítulo diez.
– ¿No lo habíamos consultado ya? -preguntó Will-.Ya hemos encontrado lo que él quería que encontráramos: los justos, los hombres justos.
– Ya lo sé, pero como soy un poco tonta quiero estudiarlo un poco más.
– ¿Qué estás buscando?
– No lo sé, pero algo me dice que lo sabré cuando lo vea.