Lunes, 19. 12 h, Crown Heights, Brooklyn
Solía estar oscura, pero aquella noche se veía blanca. La sinagoga parecía resplandecer de blancura por la luz de la luna que se reflejaba en la nieve. Dentro había tantos hombres como los que Will había visto el viernes por la noche, solo que en ese momento no iban vestidos de negro, sino casi enteramente de blanco.
Sobre sus trajes negros, llevaban ligeras túnicas que los cubrían desde los hombros hasta los tobillos; y, en lugar de los zapatos negros de rigor, calzaban zapatillas de deporte blancas. La mayoría de los chales de oración eran igualmente blancos, lo mismo que los solideos de quienes no llevaban sombrero. Se mantenían muy juntos y formaban una compacta masa blanca que oscilaba al ritmo de la oración.
Aquello, según TC le contó durante una breve llamada que Will hizo al hospital, era el ne'eilah, la parte final de lo que habría sido un maratoniano servicio religioso que duraba todo un día. La tradición exigía que la congregación -que se había visto obligada a ayunar durante las veinticuatro horas previas- se mantuviera así en reconocimiento de la gravedad del momento, ya que aquellas eran las horas finales de Yom Kippur, del Día de la Expiación y del Día del Juicio. En ese momento, las puertas de los cielos se estaban cerrando y urgía arrepentirse. Will lo imaginó como TC se lo había contado: el penitente del último minuto deslizándose por la rendija de la puerta mientras esta se cerraba a su espalda con grave estruendo. Los que no habían expiado sus culpas o lo habían dejado para el último instante se quedaban fuera.
Durante todo el día, aquel amplio espacio había resonado con antiguos cánticos mientras miles de voces cantaban juntas:
B'Rosh Hashana yichatayvun…
En el primer día del año queda inscrito, y sellado en el Día de la Expiación. Cuántos morirán y cuántos nacerán, quién vivirá y quién morirá, quién en la medida de los días de los hombres y quién antes…
La gravedad del momento cayó sobre Will en cuanto entró. Los rostros parecían sombríos como en un funeral, se reconocían mutuamente pero no sonreían. La mayoría tenía los ojos clavados en los libros de oraciones que sostenían mientras oscilaban en sus súplicas:
Sha'arei shamayim petach…
Abre las puertas del cielo… Sálvanos, oh, Señor.
– Perdón -dijo Will intentando abrirse paso a través de aquella multitud.
El gentío era compacto, y su avance fue lento. Tenía que localizar al rabino Freilich si deseaba aprovechar su oportunidad. Le desvelaría la identidad de los verdaderos perseguidores de los hombres justos, y él, a cambio, liberaría a Beth. Miró el reloj. Le quedaba una media hora para actuar. Había calculado que debía hacerlo ya, mientras la amenaza fuera muy grave. Si esperaba hasta después de Yom Kippur, y si el justo número treinta y seis se mantenía oculto y a salvo, los hasidim podían llegar a la conclusión de que el peligro había pasado. Si eso sucedía, perdería su baza para negociar.
Empezó a preguntar dónde podía encontrar al rabino Freilich, pero la mayoría de los presentes hizo caso omiso. De vez en cuando, uno le indicaba a la derecha o a la izquierda sin apartar los ojos de los textos de oración o manteniéndolos firmemente cerrados.
Era como vadear un río bravo. Miró la hora. Le quedaban veintitrés minutos.
Una mano se apoyó en su hombro provocándole una punzada de dolor. Will se dio la vuelta con el puño preparado.
– Will…
– ¡Sandy! ¡Por Dios, qué susto me has dado!
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– No hay tiempo para explicaciones. Escucha, ¡tengo que hablar con el rabino Freilich ahora mismo!
Sandy no dijo nada y se limitó a agarrar a Will por la muñeca y a guiarlo entre la gente hasta las mesas donde Will había visto a los hombres estudiando unos días atrás. Allí, balanceándose adelante y atrás, con los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia los cielos, se hallaba el rabino Freilich.
– Rabino… Es Will Monroe -anunció Sandy.
El rabino bajó la cabeza y abrió los ojos, como si despertara de un sueño. Luego, al ver las magulladuras del rostro de Will, su rostro reflejó sorpresa.
– Rabino, sé quién ha estado asesinando a los hombres justos, y también sé por qué lo hacen.
Los ojos del rabino se agrandaron.
– Se lo diré -prosiguió Will-. Se lo diré ahora mismo, mientras aún dispone de tiempo para detenerlos, pero primero tiene que hacer algo por mí. Debe llevarme junto a mi esposa ahora mismo.
La frente del rabino se contrajo en una arruga. Se quitó las gafas y se masajeó el puente de la nariz. Miró el reloj. Le quedaban veinte minutos. Will sabía que estaba decidiendo qué hacer.
– De acuerdo -repuso finalmente pero sin abandonar su expresión angustiada-. Venga conmigo.
Les resultó más fácil salir de la shul que atravesarla: en señal de respeto, la gente se apartaba para dejar pasar al rabino. Sin embargo, su maltrecho acompañante fue objeto de algunas miradas de curiosidad.
Salieron a la penumbra del atardecer mientras los sonidos de las plegarias llenaban el aire. El rabino caminaba rápidamente; al llegar a la esquina giró a la izquierda. Will miró su reloj. Les quedaban catorce minutos. Cada paso que daba era un tormento; aun así, casi corría.
De repente, el rabino se detuvo frente a una casa de ladrillo rojo.
– ¿Es aquí? -preguntó Will.
– Aquí es.
Will apenas podía creerlo. El edificio se hallaba a la vuelta de la esquina de la sinagoga. Sin duda había pasado frente a aquella casa más de una vez y había estado cerca de Beth sin saberlo.
Su corazón empezó a latir aceleradamente. Habían ocurrido tantas cosas que tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto a su mujer. La necesidad de abrazarla era tan intensa que a duras penas podía contenerse.
El rabino llamó a la puerta. Respondió una voz de mujer en un idioma que Will no entendió, y el rabino contestó con lo que Will supuso que debía de tratarse de una contraseña en yiddish.
Al fin, la puerta se abrió y entraron en el vestíbulo de la casa. Una mujer de unos treinta y tantos años, ataviada con un vestido de dos piezas que podía haber pertenecido a su madre, cerró la puerta tras ellos. Llevaba el cabello peinado al estilo de Crown Heights, lo cual significaba que se había puesto una peluca. Will, que había confiado en ver aparecer a Beth enseguida, dejó escapar un suspiro.
– Dos is ihr man -dijo el rabino-. Bring zie ahehr, biteh. Este es su marido. Por favor, traiga a la mujer.
La mujer desapareció escalera arriba. Will oyó puertas que se abrían, pasos y el sonido de dos personas que bajaban.
Miró y vio una larga falda que descendía la escalera. Otro chasco. Pero cuando la mujer bajó un poco más, Will reconoció sus caderas y andares. Entonces vio su rostro.
No pudo controlarse. Los ojos se le llenaron de lágrimas nada más verla; solo en ese momento se dio cuenta verdaderamente de cuánto la había echado de menos, de hasta qué punto la había añorado con toda su alma. Subió de un salto los dos peldaños que los separaban y la estrechó en sus brazos allí mismo, en la escalera. Su visión era borrosa por culpa de las lágrimas y no podía ver la cara de Beth claramente, pero notó que ella se estremecía y que temblaba entre sollozos. Ninguno de los dos podía decir nada. La estrechó con fuerza, pero no con la suficiente. Deseaba que no los separara ni el menor espacio.
Por fin, Will se apartó y la miró detenidamente por primera vez. Los ojos de ella se encontraron con los suyos con una especie de timidez desconocida para él. No se trataba de humildad, sino de algo más: era respeto, respeto por la enormidad del amor que sentían el uno hacia el otro.
Al fin, Beth consiguió articular palabra a pesar de las lágrimas.
– ¿Lo ves? Ya te lo dije, te dije que creía en ti. ¿Te acuerdas de la canción, Will? Yo sabía que vendrías por mí y me encontrarías. Lo sabía, y mira: aquí estás.
Will atrajo a Beth a su pecho, y los dos se abrazaron, indiferentes a la presencia de la mujer que había abierto la puerta y del rabino Freilich, que permanecía al pie de la escalera; indiferentes a que alguien pudiera ser testigo de sus lágrimas por hallarse de nuevo en brazos el uno del otro.
– Señor Monroe, lo siento pero… -dijo Freilich con un carraspeo-. Señor Monroe…
– Sí -repuso Will secándose la cara con la manga de la camisa-. Sí, claro. -Se volvió hacia Beth-. ¿Te han contado algo de lo que ocurre?
– No sabe nada -se adelantó Freilich-, y ahora no tenemos tiempo. Por favor, señor Monroe…
Will a duras penas sabía por dónde empezar. ¿Por una secta cristiana que creía que había heredado todas las enseñanzas judías, incluso la doctrina del lamad vav? ¿Por cómo se habían aprovechado del fervor mesiánico de Crown Heights y habían empezado a piratear su red de ordenadores hasta que finalmente habían descubierto la identidad de los treinta y seis hombres justos? ¿Por cómo esa gente había recurrido a sus seguidores repartidos por el mundo para matar uno a uno a aquellos hombres justos haciendo coincidir los asesinatos con el Día de la Expiación y los Diez Días de Penitencia? Lo resumió todo lo mejor que pudo y añadió:
– Y dentro de doce minutos, esos Diez Días habrán pasado.
– Pero ¿por qué?
– No estoy seguro. Durante la ceremonia, aquella voz, el Apóstol, lo explicaba, pero fue entonces cuando empezaron a golpearme. Aquel hombre y el otro, el más joven, dijeron algo de redención, juicio y salvación, pero no lo entendí. Lo siento. -Will miró a Beth y la cogió de la mano. Parecía totalmente perpleja.
– ¿Puede alguien contarme qué está pasando? -preguntó.
Nadie contestó, y Will meneó la cabeza como diciendo: «No hay tiempo. Luego».
El rabino Freilich se acariciaba la barba en actitud pensativa.
– ¿Y dice que ha visto a ese grupo con sus propios ojos?
– Hace apenas una hora. Están aquí, en Nueva York. Estoy convencido de que son ellos y de que han venido para terminar el trabajo. El Apóstol dijo que el conocimiento definitivo se les escapaba. Creo que todavía no saben el nombre del trigésimo sexto hombre justo, pero están decididos a encontrarlo y matarlo. Ustedes tienen que protegerlo, rabino. ¿Dónde está? ¿Se encuentra a salvo?
– Está en el lugar más seguro del mundo.
– Tiene que decírmelo. De otro modo, no podemos estar seguros de que no vayan a localizarlo.
El rabino Freilich miró el reloj de nuevo y se permitió una leve sonrisa.
– Está aquí mismo.