11

– ¿Que tenemos qué? -grita Charlie.

– No puedo creerlo -balbuceo, con la mano aún apoyada en el auricular del teléfono-. ¿Tienes idea de lo que significa esto?

– Significa que somos ricos -dice-. Y no estoy hablando de asquerosamente ricos o incluso extremadamente ricos; estoy hablando de obscenamente, grotescamente, imposiblemente ricos. O como me dijo una vez mi peluquero cuando le dejé cinco pavos de propina: «Ésa sí que ha sido una buena acción.»

– Estamos muertos -digo, todo el peso de mi cuerpo se derrumba contra la cabina telefónica. Eso es lo que saco de un estúpido momento de ira-. No hay forma de expli…

– Les diremos que ganamos toda esa pasta en las apuestas de la Super Bowl. Podrían creerlo.

– Hablo en serio, Charlie. No se trata solamente de tres millones, es…

– Trescientos trece millones de dólares. Te he oído las primeras tres veces. -Cuenta con los dedos, desde el meñique hasta el índice-. Trescientos diez… trescientos once… trescientos doce… trescientos trece… Santo guacamole, me siento como ese tío viejo con bigote en el Monopoly, ya sabes, el que lleva el monóculo y la cabeza cal…

– ¿Cómo puedes bromear?

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Apoyarme contra una cabina telefónica y quedarme ahí encogido el resto de mi vida?

Me pongo erguido sin decirle nada.

– Ahora te sientes mejor, ¿verdad? -pregunta.

– No se trata de un juego, Charlie. Nos matarán por esto…

– Sólo si lo encuentran, y la última vez que comprobé todas esas compañías falsas… ese chico malo es infalible.

– ¿Infalible? ¿Estás chiflado? No estamos… -me interrumpo y bajo la voz. En la calle aún hay mucha gente-. No estamos hablando de cuatro chavos -susurro-. De modo que deja ya de jugar a Butch Cassidy y…

– No. Ni hablar -me interrumpe-. Es hora de ser realistas, Ollie, no es otra cosa de la que debamos huir, esto es el País de las Maravillas. Todo ese dinero es nuestro. ¿Qué más quieres? Nadie sabe cómo encontrarlo… nadie sospecha de nosotros; si antes era bueno, ahora es doblemente bueno. Trescientas trece veces mejor que antes. Por una vez en nuestras vidas podemos sentarnos y…

– Maldita sea, Charlie, ¿qué pasa contigo? -le grito, apartándome de la cabina y cogiéndole por el cuello del abrigo-. ¿No me escuchabas mientras te hablaba? Ya oíste a Shep, la única forma de que esto funcione es que nadie sepa que el dinero ha desaparecido. Podemos meter en nuestros bolsillos 1res millones de dólares… pero trescientos trece… ¿te imaginas de lo que son capaces para recuperar ese dinero? -Hago todo lo que puedo para mantener el tono de voz en un susurro, pero la gente comienza a mirarnos. Miro a mi alrededor y le suelto-. Ya está -murmuro-. Estoy acabado.

Charlie se alisa el cuello del abrigo. Yo me vuelvo hacia el teléfono.

– ¿A quién llamas? -me pregunta.

No le contesto, pero observa mis dedos cuando pulsan los números. Shep.

– Yo no lo haría -me advierte.

– ¿De qué estás hablando?

– Si son inteligentes, estarán controlando todas las llamadas que llegan al banco. Tal vez incluso las escuchen. Si quieres información, vuelve y habla con él personalmente.

Dejo de marcar a mitad del número, miro a Charlie por encima del hombro y comienza oficialmente la competición de miradas. Él conoce mi expresión: el dubitativo Thomas. Y yo conozco la suya. El honesto Injun. También sé que es sólo un truco… su táctica preferida para que me tranquilice y así poder salirse con la suya. Es lo que hace siempre. Pero ni siquiera yo puedo discutir con la lógica. Cuelgo el teléfono con violencia y paso junto a él.

– Será mejor que tengas razón -le advierto mientras emprendo el regreso al banco.


Una breve parada en la cafetería me proporciona un cuarto de litro de calma y una excusa perfecta para explicar por qué salí corriendo del edificio. No obstante, ello no impide que el agente del servicio secreto que está instalado en la puerta principal añada otra marca junto a mi nombre… y una junto al de Charlie.

– ¿No quiere besarnos el culo? -pregunta Charlie al agente.

El agente nos fulmina con la mirada como si la marca que consta junto a nuestros nombres fuese suficiente para ponernos de rodillas, pero ambos sabemos cuál es la realidad: si tuviesen la más mínima sombra de sospecha, nos sacarían esposados del banco. En cambio, estamos entrando en el edificio.

La mayoría de los días me dirijo directamente al ascensor. Hoy la situación es claramente diferente. Sigo a Charlie mientras pasa junto a la ventanilla con el mostrador de mármol del cajero y dejo que me arrastre hacia el laberinto de escritorios. Como siempre, está lleno de empleados chismosos, pero hoy parecen hallarse en su apogeo.

– ¿Cómo estás? -saluda Jeff de Nueva Jersey. Intercepta nuestra marcha para palmear a Charlie en el pecho.

– Ya estamos -canta Charlie-. Mi palmada diaria en el pecho. Extraño para muchos… reverenciado por unos pocos.

Jeff se echa a reír; nos paramos a pocos pasos del ascensor.

– Sabes que tengo razón -dice Charlie, disfrutando de cada instante.

Estoy tentado de arrastrarle hacia el ascensor, pero está claro lo que mi hermano busca. Tal vez Jersey Jeff invade demasiado tu espacio personal, pero cuando se trata de chismes de oficina, hasta yo sé que es la abeja reina.

– ¿Cuál es la historia con el Señor Asistencia? -pregunta Charlie, haciendo una seña hacia el tío rubio que está junto a la entrada principal.

Jeff muestra una amplia sonrisa. Finalmente tiene una oportunidad de fanfarronear.

– Dicen que está haciendo una comprobación de seguridad, pero nadie se lo ha tragado. Quiero decir, ¿tan estúpidos creen que somos?

– ¿Bastante estúpidos? -propone Charlie.

– Muy estúpidos -conviene Jeff.

– ¿Tú qué crees? -pregunto con la paciencia de… bueno… con la paciencia de alguien que acaba de robar trescientos trece millones de dólares.

– Es difícil decirlo, es difícil decirlo -contesta Jeff-. Pero si tuviese que adivinar… -Se inclina hacia nosotros, disfrutando del momento-. Apuesto por un robo. Un trabajo interno.

– ¿Qué? -susurra Charlie, simulando indignación. Por la expresión de mi rostro, se da cuenta perfectamente de que estoy a punto de perder los estribos.

– Es sólo una teoría -dice Jeff-. Pero ya sabéis cómo son las cosas, en este lugar no se cambia un rollo de papel higiénico sin enviar antes un memorándum. ¿Y, de pronto, deciden cambiar toda la seguridad sin ni siquiera avisar?

– Tal vez querían ver cuál era nuestro funcionamiento habitual -digo.

– Y tal vez no querían gritar fuego con el cine lleno de gente. Es igual que cuando cogieron a aquella tía que se estaba llevando pasta de Cuentas por Pagar… trataron de mantener las cosas controladas. No son tontos. Si se hace público, a los clientes les entrará el pánico y comenzarán a retirar su dinero.

– Yo no estaría tan seguro -añado, negándome a dar mi brazo a torcer.

– Eh, puedes creer lo que quieras, pero tiene que haber un motivo muy poderoso para que todos los peces gordos estén reunidos en este momento en el cuarto piso.

El cuarto piso. Charlie me mira. «Allí está mi escritorio», dice su mirada.

– ¿Cómo dices? -pregunta.

Jeff sonríe. Eso era lo que se estaba reservando.

– Pues sí -dice, regresando a su escritorio-. Llevan allí toda la mañana…

Miro a Charlie y él me mira a mí. Cuarto piso.


En el instante en que se abre la puerta del ascensor, Charlie sale a la alfombra gris y realiza un rápido reconocimiento del lugar. La sala de las fotocopiadoras; la máquina del café; el cubículo en forma de cañón que se alza en el centro de la habitación; todo parece estar en su sitio. Los carritos con la correspondencia ruedan por la sala, resuenan los teclados y unos cuantos grupos están de palique. No obstante, no es necesario ser un genio para saber dónde está la acción; en este piso sólo hay un lugar donde los peces gordos pueden ocultarse. Mientras nos dirigimos hacia el escritorio de Charlie como si fuese un día cualquiera, ambos clavamos la vista en el extremo más alejado de la habitación. La Jaula.

Es imposible decir si realmente están allí o si Jeff se estaba echando uno de sus habituales faroles. La puerta está cerrada. Siempre está cerrada. Pero eso no nos impide mirar, estudiamos el grano de la madera, el brillo del pomo, incluso los diminutos botones negros en la cerradura codificada. Yo podría entrar fácilmente, pero… hoy no. No hasta que nosotros…

– Llama a Shep… averigua dónde está -susurro cuando entramos en el cubículo de Charlie. Mi hermano se sienta sobre una rodilla en el sillón, la cabeza unos centímetros por debajo del borde superior del cubo. Descuelga el teléfono y marca el número de Shep. Me inclino para escuchar sin quitar los ojos de la puerta de Mary. Shep suele responder a la primera llamada, le pagan para ser paranoico. Hoy no. Hoy el teléfono sigue sonando.

– No creo que Shep…

– Shhhhhh -le interrumpo. Algo pasa.

Charlie salta de su sillón y estudia La Jaula. La puerta se abre lentamente y la habitación se vacía. A través del pasillo vemos que Quincy es el primero en salir, seguido de Lapidus. Agacho la cabeza. Charlie permanece erguido. Es su escritorio.

– ¿Quién más está con ellos? -susurro con la barbilla besando el teclado del ordenador.

Charlie mantiene la vista fija en la puerta y alza ambas manos en el aire, fingiendo que está haciendo un estiramiento.

– Detrás de Lapidus está Mary -comienza a decir.

– ¿Alguien más?

– Sí, pero no les conozco…

Alzo la cabeza para echar un breve vistazo. Cuando Mary sale de La Jaula, le sigue un tío bajo y rechoncho vestido con un traje que le sienta fatal. Camina con una ligera cojera y no deja de rascarse el cuero cabelludo justo por encima de la nuca. Incluso con la cojera, tiene el mismo aspecto sólido de Shep. Servicio secreto. Detrás del Señor Rechoncho hay otro agente, mucho más fino tanto en pelo como en peso, que lleva lo que parece ser una caja de zapatos negra con unos cuantos cables que cuelgan. Los tíos del FBI tenían un chisme similar cuando procesaron a aquella mujer de Cuentas a Pagar. La conectas al ordenador y obtienes al instante una copia del disco duro del usuario. Es la forma más sencilla de mantener el lugar en calma, no permitir que te vean confiscando ordenadores, sólo te llevas las pruebas dentro de una discreta bolsa.

Cuando la puerta de La Jaula se abre de par en par alcanzo a ver el ordenador de Mary sobre su escritorio. La ranura del disco duro está precintada. Nada entra; nada sale.

Al cabo de un momento un último integrante se une a la caravana de payasos: la persona que estábamos esperando. Cuando sale al corredor, los ojos de Shep se clavan en Charlie. Espero una sonrisa, o quizá incluso una mueca perversa estilo Elvis. Pero lo único que vemos es una expresión de ansiedad en sus ojos abiertos como platos.

– Vaya, vaya -dice Charlie-. Mi niño tiene un aspecto deplorable.

– ¿Todo bien, Shep? -pregunta el Señor Rechoncho mientras él y el resto del personal del circo esperan la llegada del ascensor.

– Sí -tartamudea Shep-. Estaré con ustedes en un segundo. He olvidado algo en mi despacho.

Shep se dirige hacia el otro extremo del corredor, abre la puerta metálica y desaparece en la escalera. Justo antes de que la puerta se cierre, nos mira por última vez. No sube por la escalera. Se ha quedado allí, esperando. A nosotros.

Cuando el Señor Rechoncho se vuelve hacia el cubículo de Charlie, vuelvo a agacharme. Charlie no se mueve.

– ¿Qué están haciendo? -pregunto con una voz apenas audible mientras trato de mantenerme oculto. Oigo que se abren las puertas del ascensor.

– Nos saludan… -dice Charlie-. Ahora Quincy está detrás de Lapidus, tratando de colocarle las orejas de conejo… Vaya, hombre, Lapidus se ha dado cuenta. No hay orejas de conejo para nadie.

Charlie puede hacer todas las bromas que quiera, no consigue ocultar el miedo.

Oigo que las puertas del ascensor se cierran lentamente.

– Venga… -insiste Charlie, mientras señala mi vaso de café-. Vamos a buscar café.

Dejo el vaso encima de su mesa y le sigo fuera del cubículo hacia la máquina de café, que casualmente está junto a la escalera. Charlie avanza resueltamente. Yo controlo la situación por encima del hombro.

– ¿Estás seguro de que es…?

– Deja de dudar, Ollie, o se te pudrirá el cerebro.

Sin mirar atrás se lanza de cabeza hacia el abismo. Pero cuando llegamos la escalera está vacía. Se asoma a la barandilla y mira arriba y abajo. Nadie…

– No era exactamente lo que habíamos pensado, ¿verdad? -pregunta una voz grave cuando la puerta metálica se cierra con estrépito. Ambos nos volvemos. Shep está detrás de nosotros.

– No es un mal día de trabajo -susurra Charlie, extendiendo la mano.

Shep le ignora. Está demasiado concentrado en mí.

– ¿De modo que está todo en la cuenta?

– Olvídate de la cuenta. ¿Por qué llamaste a los tíos del Servicio? -insisto.

– Ya estaban aquí cuando he llegado esta mañana -contesta Shep-. Supongo que ha sido idea de Quincy o de Lapidus, pero puedes creerme, cuando se trata de hacer cumplir la ley, el Servicio es mejor que el FBI. Al menos estamos tratando con amigos.

– Lo ves… -interrumpe Charlie-. Nada de qué preocuparse.

Ambos le fulminamos con miradas destinadas a hacer que se caiga de culo. La mía puede ignorarla. La de Shep es otra historia. Es hora de ponerse serios.

– Cogeremos a esa gente y recuperaremos el dinero lo antes posible -anuncia Shep, inclinándose sobre la barandilla y echando un vistazo a los pisos superiores. Baja el tono de voz y pronuncia dos palabras-. Aquí no. -No quiere correr ningún riesgo.

– ¿Adónde quieres ir a almorzar? -pregunta Charlie rápidamente.

Inteligente. Necesitamos un lugar donde poder hablar. Un lugar privado. Miramos simultáneamente el suelo, los tres permanecemos en silencio. Estamos todos en la misma página, repasando el atlas mental.

– ¿Qué os parece el Yale Club? -propongo. El escondite preferido de Lapidus.

– Me gusta -dice Charlie-. Tranquilo, apartado y lo suficientemente reprimido y altivo como para saber mantener la boca cerrada.

Shep sacude la cabeza. Al observar nuestra expresión de desconcierto, saca la cartera y nos muestra fugazmente su permiso de conducir. Buen argumento. Para acceder al Yale Club tendríamos que identificarnos.

– Entiendo -dice Charlie-. ¿Y Vía 117?

Sonrío. Ahora es Shep quien está desconcertado. Un breve susurro al oído le pone al día.

– ¿Estáis seguros de que podemos…?

– Confía en mí -dice Charlie-. Nadie sabe ni siquiera que existe.

Shep nos observa cautelosamente pero no tiene demasiadas alternativas.

– ¿Entonces nos vemos al mediodía? -pregunta Shep. Charlie y yo asentimos y Shep se aleja escaleras arriba. Desaparece rápidamente, pero seguimos oyendo sus pisadas sobre los escalones de hormigón.

Una puerta se cierra con fuerza encima de nuestras cabezas y yo también me lanzo escaleras arriba como Stallone en la primera Rocky.

– ¿Adónde vas? -grita Charlie.

No le contesto, pero él ya lo sabe. No pienso esperar a la hora del almuerzo, quiero ver el resto de la película ahora.

Mientras continúo subiendo la escalera de caracol, miro hacia atrás y compruebo que Charlie sube detrás de mí.

– Jamás te permitirán entrar -me dice entre jadeos.

– Ya lo veremos…

Quinto piso… sexto piso… séptimo piso… salgo al pasillo y me dirijo directamente hacia la secretaria de Lapidus. Charlie espera detrás, observando la escena a través de un pequeño resquicio en la puerta que se abre al rellano de la escalera.

– ¿Aún están allí? -pregunto, pasando rápidamente delante del escritorio de la secretaria como si me estuviesen esperando.

– Oliver, no…

Pero no es lo bastante rápida. Abro la puerta y desaparezco dentro del despacho.

La ruidosa conversación se apaga al instante. Todas las cabezas se vuelven hacia mí. Lapidus, Quincy, Mary, Shep… incluso los dos agentes del servicio secreto que están junto al escritorio antiguo de Lapidus. Me miran como si hubiese irrumpido en su funeral.

– ¿Quién diablos es este tío? -ladra el Señor Rechoncho.

Miro a Lapidus en busca de ayuda, pero debí de haberlo imaginado.

– Yo me encargo de esto -dice Lapidus, acercándose rápidamente hacia mí. Me coge del codo, y con la elegancia de un bailarín de salón, pasa junto a mí, me obliga a girar y me acompaña nuevamente a la puerta. Es tan suave que apenas si me doy cuenta de lo que sucede-. Primero necesitamos resolver algunas cosas. Tú ya comprendes… -añade como si no tuviese importancia. Se oye un crujido y la puerta se abre. Tres segundos después mi culo está fuera del despacho de Lapidus.

Al otro lado del pasillo, Charlie me observa desde el rellano de la escalera. Mis ojos se clavan en la alfombra. Detrás de mí, Lapidus me da las palmadas de rigor y me envía a que siga mi camino.

– Te llamaré cuando tengamos alguna noticia -añade Lapidus, con la voz súbitamente empañada. Trescientos millones de dólares es demasiado grande incluso para él. Cuando echo un vistazo por encima del hombro, parece más andrajoso que mi hermano y yo… y la forma en que se aferra al pomo dorado de la puerta, es casi como si necesitara contar con un punto de apoyo. Cuando me alejo, Lapidus cierra la puerta lentamente. Pero en el último segundo… justo cuando se da la vuelta… justo cuando se pasa la mano por el labio superior… juro que está reprimiendo una leve sonrisa.


– ¿O sea que no te ha dicho nada? -pregunta Charlie mientras avanzamos por Park Avenue, zigzagueando en tándem a través de la multitud que ha salido a almorzar.

– ¿Podemos no hablar de ello por favor? -digo.

– ¿Qué ha…?

– ¡He dicho que no quiero hablar de ello!

Charlie retrocede con ambas palmas alzadas.

– Escucha, no tienes que repetírmelo veinte veces, de todos modos tengo mejores cosas que hacer. ¿Qué quieres comprar primero? Yo estoy pensando en algo pequeño, pero fácil de ocultar… como Delaware.

Esta vez decido no contestarle.

– ¿Qué? ¿No te gusta Delaware? De acuerdo, ¿qué me dices de Carolina?

Sigo sin responder.

– Venga, Ollie, demuéstrame un poco de amor… un abrazo, un grito, algo.

Él sabe que soy demasiado obstinado para morderme la lengua, pero también sabe que cuando me quedo en silencio es porque mi mente está en otra cosa.

– ¡Hoolaaaaaa, aquí planeta Tierra llamando a Oliver! ¿Habla usted español?

Bajo el bordillo y cruzo la calle 41. Sólo queda una manzana.

– ¿Crees que Shep nos la jugará? -pregunto de pronto.

Charlie se echa a reír. Esa risa de hermano pequeño.

– ¿Es por eso que te estás cagando en los pantalones?

– Hablo en serio, Charlie. Puede que ésa sea la razón por la que ha aceptado reunirse con nosotros. Podría grabar toda nuestra conversación y luego sólo tendría que entregársela a…

– Ja, ja, ja… ha llegado el momento de subir al tranvía y largarse de la Tierra de Nunca Jamás. Es de Shep de quien estamos hablando. El no está aquí para jodernos. Quiere ese dinero tanto como nosotros.

– Habla por ti -le digo-. Yo no quiero saber nada de ese dinero. Sólo me preocupa que cuando llegue el momento, no estemos metidos hasta las cejas en «él dijo/nosotros dijimos».

– Bien, deja que te diga una cosa, si llegamos a ese punto, Shep sería un perfecto imbécil. Quiero decir, la forma en que ha salido todo, no podríamos haberlo hecho sin la ayuda de nadie. Hasta Shep lo sabe. De modo que si comienza a señalarnos con el dedo, está claro que tenemos un montón de sus huellas dactilares para señalarle a él. Además, no tenemos alternativa; Shep es nuestro único hombre dentro.

Me quedo nuevamente en silencio. Charlie tiene razón en ese punto. Aún nos falta una tonelada de información. Ahora mismo, cuando cruzamos la calle 42 y nos acercamos a paso vivo a las puertas de cristal y latón de la estación Grand Central, hay un solo lugar al que podemos entrar.

– ¿Estás preparado? -pregunta Charlie, abriendo la puerta e inclinando ligeramente el cuerpo como si fuese un mayordomo. Me observa atentamente para comprobar si muestro algún signo de vacilación.

Me detengo en el umbral pero sólo por un segundo. Antes de que Charlie pueda plantear el desafío, entro sin mirar atrás.

– Ahora nos entendemos -dice.

– Vamos -digo en voz alta, retándole a que no se quede atrás. Sólo por el silencio puedo saber lo que está pensando. No es capaz de decidir si mi acto de valentía es auténtico, o si sólo estoy ansioso por conseguir algunas respuestas. En cualquier caso, cuando me vuelvo para examinar la expresión de su rostro, no hay duda de que está impresionado.

Al principio corremos a través de un túnel subterráneo, claustrofóbico y de techo bajo. Luego -como ese momento en el que tu coche emerge del Battery Tunnel de Brooklyn y todo Manhattan aparece ante ti- vamos hacia la luz… el techo asciende, asciende… y aparece el vestíbulo principal cubierto de mármol de la estación Grand Central. Charlie dobla el cuello hacia arriba para contemplar las ventanas arqueadas de veinte metros a lo largo de la pared izquierda, y el mural del zodíaco en blanco y azul que decora el techo abovedado.

Según el reloj que hay en el centro de la estación, sólo nos quedan tres minutos. Me vuelvo hacia Charlie sin dejar de correr.

– ¿Cuál es la forma más fácil de…?

– Sígueme -me interrumpe y toma rápidamente la delantera. Es posible que haya oído muchas veces adónde vamos, pero nunca he estado allí. Este lugar pertenece a Charlie. Conmigo pisándole los talones, gira abruptamente a la izquierda, se abre camino a través de la multitud de pasajeros y turistas, y acelera hacia una docena de escalones que llevan al nivel inferior de la estación.

– Ahora tranquilo -digo, tirando de su camisa para que aminore el paso en la escalera. No quiero montar un número.

– Sí, como si alguien estuviese mirando -dice, alzando una ceja.

Charlie salta los últimos tres escalones y aterriza con un golpe seco que hace sonar sus zapatos contra el suelo de hormigón. Sus pies seguramente han acusado el impacto dentro de los zapatos de vestir, pero no dice nada. Odia el ya-te-lo-ha-bía-dicho.

– ¿Ahora hacia dónde? -pregunto cuando llego a su lado.

Sin responder, Charlie continúa corriendo a través del nivel inferior de la estación en el que ahora hay otro bar de comidas. La nariz de Charlie sigue el olor de las patatas fritas, pero sus ojos están pegados a una flecha que señala a la izquierda situada en la base de un antiguo cartel de azulejos: «A las vías 100-117».

– Allá vamos -dice Charlie.

A lo largo del vestíbulo, tenemos el bar de comidas a nuestra izquierda y los accesos de fin de siglo a las vías a nuestra derecha. A medida que avanzamos cuento las puertas. 108… 109… 110. En el extremo del vestíbulo veo el cartel: Vías 116 y 117.

Atravesamos una puerta y nos encontramos en la parte superior de una elevada escalera desde donde se divisa el amplio andén de hormigón. Conforme al horario hay un tren estacionado en la vía 116 a la derecha del andén. A la izquierda, sin embargo -en la 117- no hay posibilidad alguna de que llegue ningún tren. Ni ahora ni nunca. Para decirlo con pocas palabras, la vía 117 oficialmente no existe. De acuerdo, el espacio está allí, pero no se trata de una vía activa. Durante los últimos diez años, ese espacio ha estado ocupado por una larga fila de remolques prefabricados.

– ¿Aquí es donde solías jugar? -pregunto mientras observamos a través de una ventana iluminada a dos obreros de la construcción en el interior de uno de los remolques.

– No… -contesta Charlie, dirigiéndose hacia un corto pasadizo que se abre a mi izquierda-. Aquí es donde solíamos escondernos…

Al ver la expresión de confusión en mi rostro, se explica:

– Cuando estaba en el instituto, Randy Boxer y yo solíamos recorrer los andenes los viernes por la noche tocando música para los viajeros. Su armónica, mi bajo y la mayor audiencia potencial a este lado del Madison Square Garden. Naturalmente, los polis nos perseguían cuando nos veían, pero en el laberinto de escaleras, el nivel inferior ofrecía los mejores lugares para desaparecer. Y aquí, detrás de la 117, nos volvíamos a reunir para volver a la lucha.

– ¿Estás seguro de que no hay peligro? -pregunto mientras Charlie se apresura a través del sucio pasadizo que corre perpendicular a la vía 117. No es el pasadizo lo que me detiene, sino la puerta metálica que se alza al final del mismo y las palabras marrones, desteñidas que están pintadas en ella:


Sólo empleados

¡Deténgase! ¡Mire!

¡Escuche!

Peligro


Peligro. Es ahí donde clavo los frenos. Y, como siempre, es ahí donde Charlie acelera el paso.

– Charlie, quizá no deberíamos…

– No seas miedica -exclama al tiempo que coge el pomo de la puerta. Observa el marco oxidado, tira con fuerza y, cuando la puerta se abre, una tormenta de arena se abate sobre nosotros. Charlie se mete en medio del remolino. Y descubro que estoy completamente solo.

Mientras sigo sus pasos hacia el espacio adyacente, nos encontramos en una enorme estación subterránea, parados en el borde de un grupo de vías abandonadas.

Para Charlie es una especie de regreso al hogar.

– «Donde los trenes vienen a morir», solía decir Randy.

Al mirar a mi alrededor comprendo la razón: el túnel es lo bastante amplio para alojar tres pares de vías, lo bastante alto para que entren los viejos trenes diesel y tiene los techos lo bastante ennegrecidos como para demostrar por qué prescindieron de los diesel. Junto a los raíles oxidados y entre los tirantes aún más oxidados, el suelo está cubierto de envoltorios de condones, colillas de cigarrillos y al menos dos jeringuillas usadas. No hay duda, es un excelente lugar para esconderse.

– Cierra la puerta -dice Shep desde un poco más arriba del andén.

– A mí también me alegra verte -dice Charlie. Señalando por encima del hombro, añade-: No te preocupes por la puerta, desde allí no se puede oír nada.

Shep le mira como si ni siquiera estuviese allí.

– Oliver, cierra la puerta -ordena.

No lo dudo. La puerta se cierra con un ruido apagado; el lugar queda en silencio. Disponemos de quince minutos antes de que alguien descubra que los tres nos hemos marchado al mismo tiempo. No quiero perder ni un segundo.

– ¿Es muy mala la situación? -pregunto, mientras me limpio las manos cubiertas de hollín en los pantalones.

– ¿Has oído hablar del Titanic? -pregunta Shep-. Deberías ver lo que está pasando allí arriba; están todos a punto de explotar. Lapidus se está arrancando las orejas y amenaza con lanzar las plagas de Egipto sobre cualquiera que filtre información al público. Al otro lado de la mesa, Quincy grita como un condenado por teléfono a la compañía de seguros y aporrea la calculadora para determinar cuál es la cantidad exacta que les afecta personalmente.

– ¿Se lo han comunicado ya a los otros socios?

– Hay una reunión de urgencia convocada para esta noche. Mientras tanto, están esperando a que el Servicio analice el sistema informático y encuentre quizá una pista de adonde ha ido el dinero desde Londres.

– O sea que todavía no saben dónde está… -comienza a decir Charlie.

– … y no saben que hemos sido nosotros -Shep completa la frase-. Todavía no, al menos.

Eso es todo lo que necesito oír.

– Muy bien -digo, con las manos apoyadas en las caderas.

Charlie me fulmina con la mirada. Odia esta postura.

No estoy de humor para escuchar sus comentarios, de modo que me vuelvo hacia Shep.

– ¿Qué te parece si nos entregamos? -pregunto.

– ¿Qué? -exclama Shep.

– El chico tiene miedo -dice Charlie.

– Oliver, no debemos precipitarnos -añade Shep-. Aunque ahora sople un tornado, las cosas finalmente se calmarán.

– Ah, ¿o sea que ahora crees que podemos eludir al servicio secreto?

– Lo único que digo es que aún puede salir bien -contesta Shep-. Conozco los procedimientos del Servicio. Cuando se trata de dinero, les lleva al menos una semana decidir si pueden encontrarlo. Si lo hacen, nos entregamos con una explicación completa de lo que sucedió. Pero si no es así… ¿por qué alejarse del botín? Olvídate de la calderilla… trescientos trece millones de dólares significa más de ciento cuatro millones para cada uno.

Una sonrisa se dibuja en las mejillas de Charlie. Al advertir la expresión de ira en mi rostro, da un paso hacia adelante y comienza a bailar. Nada exagerado, apenas unos movimientos de hombros y unos pocos pasos con los pies. Destinado deliberadamente a fastidiarme.

– Mmmmmm-mmmmm -canturrea, moviendo la cabeza en el mejor estilo Stevie Wonder-. ¡Huele a rico!

– Te aseguro que no hay ninguna razón para que nos entreguemos a la policía -insiste Shep, esperando convencerme-. Si jugamos bien nuestras cartas, podremos conseguirlo.

– ¿Acaso estás escuchando lo que dices? -digo-. No podemos ganar. Piensa en lo que dijiste cuando comenzó todo esto: «es un crimen perfecto cuando nadie sabe que se ha producido; son sólo tres millones de dólares», ése fue tu gran discurso. ¿Y dónde estamos ahora? Han desaparecido trescientos trece millones de dólares… el servicio secreto ha aparcado delante de nuestras casas… y cuando la prensa se entere de todo esto… eso sin contar al que quería el dinero en un principio… cuando acabe este asunto todo el mundo estará pegado a nuestro culo.

– No lo niego -dice Shep-. Pero eso tampoco significa que debamos hacernos el haraquiri el primer día. Además, Lapidus no dejará que esto trascienda. Si lo hace, los otros clientes comenzarán a lanzarse en busca de la salida. Es como cuando aquel pirata informático robó diez millones de pavos del Citibank hace unos años; hicieron todo lo que estaba en sus manos para que la noticia no llegase a los periódicos…

– Pero finalmente ocupó todos los titulares -interrumpo-. Las cosas siempre acaban por saberse. Ya no existen los secretos, no estamos en los cincuenta. Aunque Lapidus consiga retener la información durante un mes… entre informes, reclamaciones de las compañías de seguros y litigios… finalmente encontrará su camino hacia el exterior. Y entonces volveremos a encontrarnos donde estamos ahora, tres primos que…

Se oye un ruido y los tres nos quedamos en silencio. No es como los sonidos fortuitos que resuenan procedentes de las otras vías. Cualquiera que fuera el origen de ese ruido, procedía del lugar donde nos encontrábamos.

Shep gira la cabeza a la izquierda y examina las descascarilladas paredes de hormigón, pero no se ve nada. Sólo unas cajas eléctricas abandonadas hace mucho tiempo y algunos graffiti desteñidos.

– Creo que ha venido de allí -susurra Charlie ansiosamente al tiempo que señala hacia las sombras que cubren el techo abovedado. Entre la falta de luz y las manchas producidas por la acumulación de hollín, cada arco es una cueva oscura flotante.

– ¿Os han seguido? -pregunta Shep.

Pienso un segundo.

– No… no lo creo. A menos que…

Shep pone el índice sobre los labios indicando silencio. Girando el cuello repetidamente a uno y otro lado, examina el resto del espacio con precisión militar. Pero no se necesitan años de entrenamiento en el servicio secreto para saber lo que mis tripas me dicen. Todos experimentamos la misma sensación extracorpórea cuando nos están vigilando. Y mientras Charlie mira nerviosamente a su alrededor, un espeso silencio se asienta en la estación abandonada y no podemos evitar sentir que este lugar ya no nos pertenece sólo a nosotros.

– Larguémonos de aquí -dice Charlie.

Pero en el momento en que se gira hacia la puerta, se oye otro ruido. No un sonido sordo. Es más como un crujido. Alzo la vista instintivamente, pero no viene del techo. O de las paredes. Es más abajo.

Se produce otro crujido y los tres bajamos la vista.

– Detrás de ti -Charlie señala a Shep. Este se gira y examina una zona de planchas de madera que están empotradas en el suelo como si fuese una balsa salvavidas en miniatura.

– ¿Qué es eso? -pregunto en voz baja.

– Pasadizos verticales. Debajo de las planchas de madera hay pasadizos que conducen a las vías inferiores -explica Charlie-. Así es como mueven el equipo pesado y los generadores; quitan las maderas y los bajan por los agujeros.

Trata de parecer relajado, pero por las arrugas en su frente -y la forma en que se aleja de las planchas de madera- sé que está muerto de miedo. Y no es el único.

– ¿Podemos largarnos de aquí, por favor? -pregunto.

Shep se inclina hacia el suelo y gira la cabeza, tratando de atisbar entre las planchas de madera. Es como mirar en el interior de un conducto de aire acondicionado subterráneo.

– ¿Estás seguro de que el ruido venía de aquí? -pregunta-. ¿O es un eco que procede de otra parte?

Charlie cambia de rumbo y se acerca a echar un vistazo.

– Charlie, aléjate de ahí -le digo.

Otro crujido. Luego otro más. Más espaciados al principio, después más seguidos.

Shep alza la vista y vuelve a explorar todo el túnel. Si se trata de un eco, tiene que comenzar en alguna parte.

Me acerco rápidamente a Charlie y le cojo del hombro.

– ¡Vamos! -digo, mientras me dirijo hacia la puerta.

Charlie me sigue, pero no aparta la mirada de Shep.

A través de las planchas de madera, el ritmo del ruido se acelera. Como un suave rascado…

– ¡Vamos! -insisto.

… de alguien caminando… no, como si estuviese corriendo. El sonido no viene de aquí. Viene de fuera. Me detengo de golpe y resbalo sobre el suelo polvoriento.

– ¡Charlie, espera!

Pasa junto a mí y se vuelve para mirarme como si me hubiese vuelto loco.

– ¿Qué tratas de…?

En ese momento se oye un ruido seco en una esquina y la puerta se abre violentamente.

– ¡Servicio secreto, que nadie se mueva! -grita un hombre corpulento; entra en la estación abandonada y me apunta a la cara con una arma.

Retrocedo instintivamente. El hombre se frena y puedo verle perfectamente. El Señor Rechoncho. El investigador jefe.

– ¡Ha dicho que nadie se mueva! -grita un agente de pelo rubio que entra detrás del primero. Al igual que su compañero, nos apunta con su arma, primero a mí, luego a Charlie, luego nuevamente a mí. Lo único que veo es el orificio negro del cañón.

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