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El asiento trasero del taxi del gitano negro está cubierto con una toalla marrón llena de manchas que huele a pies. En circunstancias normales bajaría las ventanillas de cristales ahumados para que entrase un poco de aire, pero en este momento -después de haber oído todas esas sirenas- estamos mucho mejor con las ventanillas oscuras cerradas. Agachados de modo que nadie pueda vernos, Charlie y yo no hemos abierto la boca desde que subimos al taxi. Obviamente, ninguno de los dos se arriesgaría a hablar delante del conductor, pero cuando miro a Charlie, que está acurrucado junto a la puerta y con la mirada perdida fuera de la ventanilla, sé que no es sólo porque quiera intimidad.

– Gire a la derecha en la esquina -le digo al taxista, atisbando por encima del apoyacabezas para tener una mejor visión de Park Avenue. El tío gira bruscamente en la calle 50 y conduce aproximadamente hasta la mitad de la manzana-. Perfecto. Aquí mismo.

Cuando el coche se detiene, lanzo un billete de diez dólares entre los asientos delanteros, abro la puerta y me aseguro de que no pueda vernos bien. Estamos a pocas manzanas de la estación Grand Central, pero es mejor no echarse a correr en plena calle.

– Vamos -le digo a Charlie, que ya me sigue a pocos pasos. Me dirijo resueltamente hacia la puerta de la panadería italiana que se encuentra a pocos pasos del taxi. Pero en el momento en que el coche acelera, doy media vuelta y me alejo. No es momento de correr riesgos. No conmigo… y mucho menos con Charlie.

– Vamos -digo, corriendo nuevamente hacia Park Avenue. El frío viento de diciembre trata de lanzarnos hacia atrás, pero lo único que consigue es que la multitud que nos rodea y que acaba de almorzar forme una piña y avance encorvada. Mejor para nosotros. Tan pronto como llegamos a Park Avenue, comienzo a subir los escalones de hormigón. Detrás de mí, Charlie mira la ornamentada estructura de ladrillo color rosa y finalmente comprende. Instalada entre los bancos de inversión, las firmas de abogados y el Waldorf, se encuentra la única isla de misericordia en medio de un océano de ostentación. Y más importante aún, es el lugar más cercano del que nadie nos echará a patadas, no importa el tiempo que deseemos quedarnos.

– Bienvenidos a la iglesia de San Bartolomé -susurra una voz suave cuando accedemos al vestíbulo de piedra abovedado. A mi izquierda, desde detrás de una mesa cubierta con biblias y otros libros religiosos, una abuela entrada en carnes nos saluda con la cabeza y luego aparta rápidamente la vista.

Meto un par de dólares en la caja de los donativos y me dirijo hacia las puertas del santuario principal donde, al instante de abrirlas, me golpea ese olor característico a incienso y madera vieja de las iglesias. En el interior, el cielo se eleva hasta formar una cúpula dorada, mientras que en el suelo se extienden cuarenta lilas de bancos de madera de arce. Toda la nave está en penumbra, iluminada apenas por unos pocos candelabros colgantes y la luz natural que se filtra a través de los vitrales a lo largo de las paredes.

Ahora que el almuerzo ha terminado, la mayoría de los bancos están vacíos, pero no todos. Aproximadamente una docena de fieles están distribuidos entre las filas, y aunque estén rezando, sólo se necesita un rápido vistazo para darse cuenta de que cualquiera de ellos podría ser el Luchador contra el Crimen de la Semana. Examino detenidamente el santuario, para buscar algo menos concurrido. Cuando una iglesia tiene este enorme tamaño, habitualmente hay… Allá vamos. En la pared de la izquierda, aproximadamente a la altura de la mitad de la nave, hay una puerta sin ninguna placa.

Charlie y yo mantenemos el paso normal, tratando de no llamar la atención. La puerta se abre con un sonoro crujido. Me encojo de forma instintiva y la abro de golpe para silenciar el chirrido. Entramos tan deprisa que trastabillo en la habitación de piedra, que tiene el tamaño justo para albergar unos pocos bancos de madera y un pequeño altar votivo lleno de velas encendidas. Aparte de eso, estamos solos en la capilla privada.

La puerta se cierra y Charlie permanece en silencio.

– Por favor, no te hagas esto a ti mismo -le digo-. Sigue tu propio consejo: lo que le sucedió a Shep… no es culpa mía y tampoco tuya.

Charlie no contesta y se derrumba sobre un banco de un rincón. El cuerpo se hunde y el cuello se sacude inerte. Aún está conmocionado. Hace menos de media hora vi cómo mataban a un compañero de trabajo. Charlie vio morir a alguien a quien consideraba su amigo. Y aunque ambos apenas se conocían, aunque lo único que hicieran fuese hablar de algunos partidos disputados en la época del instituto, para Charlie eso significa toda una vida. Se inclina hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.

La sola visión de mi hermano derrumbado hace que vuelva la sensación de vómito a mi garganta.

– Charlie, si quieres que hablemos de ello…

– Lo sé -me interrumpe con voz temblorosa. Está haciendo un gran esfuerzo para no desmoronarse, pero algunas cosas son demasiado fuertes. Esto no es solamente por Shep. A la izquierda, las velas arden y nuestras sombras titilan conila la pared de piedra-. Nos matarán, Ollie, como mataron a Shep.

Me acerco, le doy una palmada en la nuca y me siento junto a él en el banco. Charlie no es un llorón. Cuando se rompió la clavícula tratando de bajar la escalera con su bicicleta no derramó una sola lágrima. O cuando tuvimos que decirle adiós a la tía Maddie en el hospital. Pero hoy, sin embargo, cuando abro los brazos, cae en ellos.

– ¿Qué vamos a hacer? -pregunta con voz apenas audible.

– Tengo algunas ideas -le digo. Es una promesa vacía, pero Charlie no se molesta en discutir. Mantiene la cabeza apoyada en mi hombro buscando apoyo. En la pared somos una enorme sombra única. Entonces suena mi móvil.

El sonido resuena a través de la habitación. Doy un respingo; Charlie no se mueve. Meto la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y apago el móvil. Cuando no obtiene respuesta, la persona vuelve a llamar. Quienquiera que sea, no se da por vencido. El teléfono vibra contra mi pecho. Lo desconecto.

– ¿Estás seguro de que no deberíamos responder? -pregunta Charlie, observando mi expresión.

– Creo que sí -contesto rápidamente.

Asiente como si eso nos mantuviese a salvo. Ambos sabemos que es mentira. A lo largo de la pared de piedra, las diminutas llamas de las velas siguen bailando. Y no importa que queramos cerrar los ojos, a partir de ahora las cosas sólo empeorarán.

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