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– ¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Crees que se trata de un montaje?

– No tengo ni la más remota idea, pero piensa en lo fácil que ha sido: un tío llama, te amenaza diciendo que quiere sus cuarenta millones de pavos, luego te da un número de cuenta y dice «Hazlo».

Vuelvo a mirar el número de cuenta de once dígitos que brilla en la pantalla delante de mí.

– No -insisto-. No es posible.

¿No es posible? Es como esa novela que publican cada ano: el malo engaña al héroe desde el principio…

– ¡Esto no es un estúpido libro! -grito-. ¡Se trata de mi vida!

– Se trata de nuestras vidas -añade Charlie-. Y lo único que estoy diciendo es que, en el momento en que pulses esa tecla, el dinero podría ir a parar directamente a algún banco en las Bahamas.

Mis ojos permanecen clavados en el brillo que desprende el número de la cuenta. Cuanto más lo miro, más parece brillar.

– Y sabes muy bien quién se las cargará si ese dinero desaparece…

Charlie se muestra muy prudente al decirlo. Como ambos sabemos, Greene & Greene no es como un banco normal. Citibank, Bank of America… ésas son grandes corporaciones sin rostro. Aquí no. Nosotros todavía somos una sociedad estrechamente constituida. Para nuestros clientes, eso nos mantiene exentos de algunas de las exigencias gubernamentales en cuanto a información, lo que nos ayuda a conservar la confidencialidad; lo que mantiene nuestros nombres fuera de los documentos; lo que nos permite escoger sólo a los clientes que queremos. Como ya he dicho: usted no abre una cuenta en Greene. Nosotros la abrimos con usted.

A cambio, los socios consiguen gestionar importantes cantidades de dinero con más libertad. Y lo que es más importante aún -mientras sigo mirando la transferencia de cuarenta millones de dólares de Tanner- cada socio es personalmente responsable de todos los valores del banco. En el último balance, controlábamos trece billones de dólares. Billones. Con B. Dividido por doce socios.

Olvídate de Tanner. Ahora sólo puedo pensar en Lapidus. Mi jefe. Y la persona que me hará tragar la carta de despido si pierdo a uno de los clientes más importantes del banco.

– Te digo que no es posible que se trate de un montaje -insisto-. La semana pasada oí a Lapidus que hablaba de esta transferencia. Quiero decir, no es como si Tanner hubiese llamado de ninguna parte.

– A menos, por supuesto, que Lapidus forme parte de…

– ¿Quieres dejarlo ya? Estás empezando a sonar como… como…

– ¿Como alguien que sabe de qué está hablando?

– No, como un lunático paranoico ajeno a la realidad.

– Debo decirte que me siento ofendido por la palabra «lunático». Y por las palabras «ajeno a».

Tal vez deberíamos llamarle para asegurarnos.

No es mala idea dice Charlie.

El reloj de la pared dice que me quedan cuatro minutos. ¿Qué es lo peor que puede hacer una llamada telefónica?

Busco rápidamente el número de la casa de Tanner en la Guía de Clientes. Sólo consta el número de teléfono de la oficina familiar. A veces, la privacidad te toca los huevos. Al no tener otra alternativa, marco el número y miro el reloj. Tres minutos y medio.

– Oficina Familiar Drew -contesta una mujer.

– Soy Oliver Caruso de Greene & Greene. Necesito hablar con el señor Drew. Se trata de una emergencia.

– ¿Qué clase de emergencia? -pregunta ella. Prácticamente puedo oír el tono burlón.

– De cuarenta millones de dólares.

Hay una pausa.

– Espere, por favor.

– ¿Le están buscando? -pregunta Charlie.

Ignoro su pregunta, vuelvo al menú de transferencia electrónica y muevo el cursor a «Enviar». Charlie se sienta nuevamente en el brazo del sillón y me coge la camisa con fuerza a la altura del hombro.

– Mamá necesita un nuevo par de zapatos de tacón… -susurra.

Treinta segundos más tarde, oigo nuevamente a la secretaria en el otro extremo de la línea.

– Lo siento, señor Caruso, pero el señor Drew no contesta.

– ¿Tiene móvil?

– Señor, no estoy segura de que comprenda…

– En realidad, la comprendo perfectamente. Ahora necesito su nombre para poder decirle al señor Drew con quién estuve hablando.

Otra pausa.

– Aguarde, por favor.

Nos quedan un minuto y diez segundos. Sé que el banco está sincronizado con la Reserva Federal, pero solamente se puede interrumpir el proceso a último momento.

– ¿Qué piensas hacer? -pregunta Charlie.

– Lo conseguiremos -le digo.

Cincuenta segundos.

Mis ojos están fijos en el botón digital de «Enviar». En la parte superior de la pantalla ya ha desaparecido la línea que dice cuarenta millones de dólares, pero ahora es lo único que veo. Pongo el teléfono en modalidad «Altavoz» para tener las manos libres. Siento que la presión de la mano de Charles aumenta sobre mi hombro.

Treinta segundos.

– ¿Dónde coño se ha metido esa mujer?

Mi mano tiembla de tal modo sobre el ratón que el cursor se mueve por toda la pantalla. No tenemos ninguna posibilidad.

– Ya está -dice Charlie-. Ha llegado el momento de tomar una decisión.

Tiene razón. El problema es que… yo… simplemente no puedo hacerlo. Me giro hacia mi hermano en busca de ayuda. No dice nada, pero puedo oírlo todo perfectamente. El sabe de dónde venimos. Sabe que me he estado matando durante cuatro años en este banco. Para todos nosotros, este trabajo es nuestra vía de escape de la sala de urgencias. Cuando faltan veinte segundos, Charlie asiente con un movimiento apenas perceptible.

Eso es todo lo que necesito, sólo un ligero empujón para comer el amargón. Vuelvo a mirar el monitor. «Aprieta el botón», me digo. Pero cuando estoy a punto de hacerlo, todo mi cuerpo se paraliza. Mi estómago comienza a desintegrarse y el mundo se convierte en una mancha borrosa.

– ¡Venga! -grita Charlie.

Las palabras resuenan, pero se pierden. Estamos en los segundos finales.

– ¡Oliver, aprieta ese jodido botón!

Dice algo más, pero lo único que siento es el violento tirón en la camisa. Charlie me aparta y se inclina hacia adelante. Veo que su mano baja a toda velocidad y aporrea el ratón con el puño cerrado. En la pantalla, el icono de «Enviar» se convierte en su propio negativo y luego vuelve a aparecer. Tres segundos más tarde una caja rectangular aparece en la pantalla:

«Status: Pendiente.»

– ¿Significa eso que hemos…?

«Status: Aprobado.»

Ahora Charlie comprende qué es lo que estamos mirando. Yo también.

«Status: Pagado.»

Ya está. Todo enviado. Un correo electrónico de cuarenta millones de dólares.

Ambos miramos fijamente el teléfono, esperando una respuesta. Sólo obtenemos un silencio devastador. Tengo la boca abierta. Charlie finalmente suelta mi camisa. Nuestros pechos suben y bajan al mismo ritmo… aunque por razones completamente diferentes. Luchar y huir. Me vuelvo hacia mi hermano… mi hermano pequeño… pero no dice una palabra. Y entonces se oye un ruido en el teléfono. Una voz.

– Caruso -gruñe Drew con un acento sureño que ahora es tan inconfundible como un tenedor en el ojo- si no se trata de una llamada de confirmación, será mejor que comiences a rezar.

– Lo… lo es, señor -digo, conteniendo una sonrisa-. Es sólo una confirmación.

– Muy bien. Adiós.

La comunicación ha terminado.

Me vuelvo pero es demasiado tarde. Mi hermano se ha marchado.


Salgo rápidamente de La Jaula y busco a Charlie, pero, como siempre, es demasiado veloz. En su cubículo, aferro con las dos manos el borde superior de su pared, me impulso hacia arriba y atisbo en su interior. Con los pies apoyados encima del escritorio está garabateando algo en un cuaderno de notas verde con espiral, tiene el capuchón del bolígrafo en la boca y está perdido en sus pensamientos.

– ¿Estaba feliz Tanner? -pregunta sin darse la vuelta.

– Sí, estaba realmente emocionado. No hacía más que darme las gracias… una y otra vez. Finalmente, le dije algo así como: «No, no hay necesidad de que me incluya en el perfil de Forbes-, haber podido contribuir a que usted forme parte de los cuatrocientos principales es todo el agradecimiento que necesito.»

– Eso es genial -dice Charlie, mirándome por fin-. Me alegro de que todo haya salido bien.

Odio cuando hace eso.

– Adelante -imploro-. Suéltalo.

Deja caer los pies al suelo y lanza el cuaderno de notas sobre el escritorio. Aterriza justo al lado del Play-Doh, que se encuentra a escasos centímetros de su colección de soldados verdes, que está justo debajo de la pegatina en blanco y negro de su monitor que dice: «¡Traiciono al Hombre todos los días!»-Escucha, lamento haber reaccionado de ese modo -digo.

– No te preocupes, hermano, le pasa a todo el mundo.

Dios mío, ¡qué suerte tener ese temperamento!

– ¿O sea que no te he decepcionado?

– ¿Decepcionado? Era tu cachorro, no el mío.

Lo sé… es sólo que… siempre te estás metiendo conmigo porque me vuelvo blando…

– Bueno, desde luego eres un tío blando; toda esta vida lujosa y codearte con los poderosos… eres como el culo de un bebé.

– ¡Charlie…!

– Pero no un culo de bebé blando, sino uno de esos culos completamente duros, como el de un bebé de sumo o algo así.

No puedo evitar sonreír ante la broma. Aunque no es tan buena como la que me hizo hace tres meses, cuando intentó hablar con voz de pirata durante todo el día (cosa que hizo).

– ¿Qué te parece si dejas que te lo agradezca con una cena?

Charlie me estudia durante un momento.

– Sólo si no vamos en un coche privado.

– ¿Quieres dejarlo ya? Sabes que el banco lo pagará después de todo lo que hemos hecho esta noche.

Charlie sacude la cabeza en señal de desaprobación.

– Has cambiado, tío… ya no te reconozco…

– Está bien, de acuerdo, olvida el coche. ¿Qué me dices de un taxi?

– ¿Qué me dices del metro?

– Yo pagaré el taxi.

– Que sea un taxi entonces.


Diez minutos más tarde, después de una breve parada en mi oficina, estamos en el séptimo piso esperando el ascensor.

– ¿Crees que te darán una medalla?

– ¿Por qué? -pregunto-. ¿Por hacer mi trabajo?

– ¿Hacer tu trabajo? Vaya, ahora pareces uno de esos héroes de barrio que han sacado a una docena de gatitos de un edificio en llamas. Afronta los hechos, Supermán, le has ahorrado a este lugar una pesadilla de cuarenta millones de dólares, y no de las buenas precisamente.

– Bueno, sí, pero hazme un favor y modera ese tono triunfal durante un tiempo. Aunque haya sido por una buena razón, hemos robado las contraseñas de otras personas para poder conseguirlo.

– ¿Y?

– Y sabes muy bien cómo se las gastan aquí con las cuestiones de seguridad…

Antes de que pueda terminar, el ascensor llega al piso con un ligero sonido y las puertas se abren. A esta hora espero que esté vacío, pero, en cambio, un hombre grueso con el pecho de un jugador de fútbol americano está apoyado contra la pared del fondo. Shep Graves: el jefe de Seguridad del banco. Vestido con camisa y corbata que sólo pueden haber sido compradas en la tienda local de Big & Tall, Shep sabe cómo mantener erguidos los hombros para que su cuerpo que frisa en los cuarenta parezca lo más joven y fuerte posible. Para este trabajo -proteger nuestros trece billones de dólares- tiene que hacerlo. Incluso con la tecnología más avanzada a su disposición, no existe un factor más disuasorio que el miedo, que es la razón por la que decido dar por acabada nuestra discusión sobre Tanner Drew en cuanto entramos en el ascensor. De hecho, cuando se trata de Shep, excepto por alguna charla circunstancial e insignificante, nadie en el banco habla realmente con él.

– ¡Shep! -exclama Charlie al verle-. ¿Cómo está mi guardián favorito de las malversaciones?

Shep extiende la mano y Charlie le toca los dedos como si fuesen las teclas de un piano.

– ¿Te has enterado de lo que ocurre en el Madison? -pregunta Shep con una torpe sonrisa de boxeador. Hay vestigios de un acento de Brooklyn, pero cualquiera que sea su lugar de origen, no quedan rastros de él-. Hay una chica que quiere jugar con el equipo universitario de baloncesto de los tíos.

– Bien… así es como debería ser. ¿Cuándo la veremos jugar?

– Hay programado un partido dentro de dos semanas…

Charlie sonríe.

– Tú conduces; yo pago.

– Los partidos son gratis.

– Muy bien, también pagaré por ti -dice Charlie. Al advertir mi silencio, me hace señas para que me acerque-. Shep, ¿conoces a mi hermano, Oliver?

Nos saludamos moviendo ligeramente la cabeza.

– Me alegro de verte -decimos al unísono.

– Shep fue a Madison -dice Charlie, refiriéndose orgullosamente a nuestro viejo instituto rival en Brooklyn.

– ¿De modo que tú también fuiste al Sheepshead Bay? -pregunta Shep. Es una simple pregunta, pero el tono de su voz… parece un interrogatorio.

Asiento con la cabeza y me vuelvo para apretar el botón de «Cerrar puerta». Luego vuelvo a apretarlo. Finalmente, las puertas se cierran.

– ¿Qué estáis haciendo todavía aquí? Todo el mundo se ha marchado pregunta-. ¿Algo interesante?

No contesto rápidamente-. Lo de siempre.

Charlie me mira sorprendido.

– ¿Sabías que Shep trabajó en el servicio secreto? -pregunta.

– Eso es genial -digo sin apartar la vista del menú de cinco platos que han colocado encima de los botones del ascensor.

El banco tiene su propio chef sólo para los clientes que vienen de visita. Es la forma más sencilla de impresionarles. Hoy han servido costillas de cordero y aperitivos de arroz con romero. Sospecho que se trataba de un cliente de veinte a veinticinco millones de dólares. Las costillas de cordero sólo aparecen en el menú si tienes más de quince millones.

El ascensor reduce la velocidad en el quinto piso y Shep se aparta de la pared del fondo.

– Aquí me bajo yo -anuncia, dirigiéndose hacia la puerta-. Que disfrutéis del fin de semana.

– Tú también -dice Charlie. Ninguno de los dos dice nada hasta que las puertas vuelven a cerrarse-. ¿Qué pasa contigo? -me recrimina Charlie-. ¿Desde cuándo eres tan aguafiestas?

– ¿Aguafiestas? ¿Eso es todo lo que se te ocurre, abuelita?

– Hablo en serio. Shep es un buen tío, no tenías ningún motivo para tratarle de ese modo.

– ¿Qué querías que dijera, Charlie? Ese tío no hace otra cosa que rondar por el edificio y actuar de un modo sospechoso. Entonces, entras en el ascensor y de pronto se convierte en el Señor Alegría.

– Verás, ahí es donde te equivocas. Shep es siempre el Señor Alegría (de hecho, es un arco iris de sabores frutales), pero tú estás tan ocupado con Lapidus, Tanner Drew y todos los demás peces gordos que olvidas que la gente insignificante también sabe hablar.

– Te pedí por favor que dejaras de…

– ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con un taxista, Ollie? Y no me refiero a decirle «la 53 con Lexington», estoy hablando de una conversación: «¿Cómo está? ¿A qué hora ha comenzado el servicio? ¿Alguna vez ha visto a alguien follando en el asiento trasero?»

– ¿O sea que eso es lo que piensas? ¿Que soy un esnob intelectual?

– No eres lo bastante inteligente para ser un esnob intelectual, pero sí eres un esnob cultural.

Las puertas del ascensor se abren y Charlie se apresura a salir al vestíbulo, que está lleno de antiguas y hermosas mesas escritorio que aportan la exacta sensación de dinero añejo.

Cuando los clientes entran y la colmena está hirviendo de banqueros, es lo primero que ven sus ojos; a menos que estemos tratando de atrapar a alguien realmente importante, en cuyo caso le introducimos por la entrada privada que hay en la parte posterior del edificio y le conducimos junto al chef Charles y su oh-debería-examinar-nuestra-cocina-de-un-millón-de-dólares-sólo-para-nosotros. Charlie pasa velozmente junto a la cocina. Estoy justo detrás de él.

– Sin embargo no debes preocuparte -dice-. Aún te quiero… aunque Shep no lo haga.

Cuando llegamos a la salida lateral, introducimos nuestros códigos en el teclado que hay justo en la parte interior de la gruesa puerta de metal. Se abre con un chasquido y nos franquea el paso a una pequeña antecámara con una puerta giratoria en el otro extremo. En la jerga de la industria la llamamos trampa para hombres. La puerta giratoria no se abre hasta que no se haya cerrado la pesada puerta metálica a nuestras espaldas. Si hay algún problema, ambas puertas se cierran y quedas atrapado.

Charlie cierra la puerta de metal detrás de él y se oye un ligero siseo. Los cerrojos de titanio caen con estrépito. Cuando la puerta está herméticamente cerrada, se oye un fuerte ruido delante de nosotros. Los cerrojos magnéticos de la puerta giratoria comienzan a abrirse. En ambos extremos de la habitación hay dos cámaras tan bien ocultas que ignoramos dónde las han instalado exactamente.

– Vamos -dice Charlie, iniciando la marcha.

Salimos por la puerta giratoria y comenzamos a mojarnos en las calles bordeadas de nieve sucia de Park Avenue. Detrás de nosotros, la fachada de ladrillo del banco se desvanece discretamente en el paisaje de escasa altura, que es precisamente uno de los principales motivos por los que uno acude a un banco privado. Como si fuese una versión norteamericana de un banco suizo, estamos aquí para guardar sus secretos. Esa es la razón por la que el único signo en la fachada es una placa de bronce diseñada-para-pasar-inadvertida donde se lee «Greene & Greene, fundado en 1870». Y aunque la mayoría de la gente jamás ha oído hablar de bancos privados, están mucho más cerca de lo que imagina. Es el edificio pequeño y discreto delante del cual pasamos todos los días, el que no tiene ninguna referencia visible, no muy lejos de ATM, donde la gente siempre pregunta: «¿Qué debe de haber ahí dentro?» Eso somos nosotros. Justo ante las narices de todo el mundo. Somos muy buenos pasando inadvertidos.

¿Merece eso unos elevados honorarios? Y ésta es la pregunta que les hacemos a los clientes: ¿Ha recibido recientemente alguna oferta por correo de tarjeta de crédito? Si la respuesta es afirmativa, significa que alguien le ha traicionado. Y con toda probabilidad ha sido su banco, que ha examinado su información personal y ha dibujado luego una diana en su espalda. Desde el estado de su cuenta hasta su dirección particular y su número de la Seguridad Social, todo está allí para que el mundo lo pueda ver. Y comprar. No hace falta decir que a la gente rica no le gustan esas cosas.

A través de un ligero manto de nieve recién caída, Charlie se dirige hacia la calle. Una mano alzada nos consigue un taxi; un pedal de acelerador nos lleva hasta el centro; y una mirada de mi hermano hace que le pregunte al taxista:

– ¿Qué, qué tal el día?

– Bastante bien -dice el hombre-. ¿Y usted?

– Genial -digo, con la mirada clavada en el cielo oscuro al otro lado de la ventanilla. Hace una hora tenía en mis manos cuarenta millones de dólares. Y ahora estoy sentado en el asiento trasero de un viejo taxi. Cuando entramos en el puente de Brooklyn miro por encima del hombro. Toda la ciudad, con sus brillantes luces y la encumbrada línea del cielo, todo el escenario queda enmarcado por la ventanilla trasera del taxi. Cuanto más avanzamos, más pequeño se vuelve el cuadro. Cuando llegamos a casa ha desaparecido por completo.

Finalmente, el taxi se detiene delante de un edificio de cuatro pisos del año 1920 justo en el borde de Brooklyn Heights. Técnicamente forma parte del duro distrito de Red Hook, pero la dirección sigue siendo Brooklyn. Es verdad, la escalera delantera tiene uno o dos ladrillos que están flojos o han desaparecido, los barrotes de metal de la ventana de mi apartamento del sótano están oxidados y abollados, y la entrada aún está cubierta por una capa de hielo sin derretir, pero el alquiler es barato y me permite vivir solo en un barrio al que me siento orgulloso de llamar mi hogar. Eso me da tranquilidad, es decir, hasta que veo quién me está esperando en la escalera del frente.

Dios mío. Ahora no.

Nuestras miradas se encuentran y sé que tendré problemas.

Charlie lee la expresión de mi rostro y sigue mi mirada.

– En fin -murmura-. Ha sido un placer conocerte.

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