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– Por favor, dime que estás bromeando -imploró Joey a través del móvil mientras su coche giraba en la esquina del aparcamiento de USAir.

– ¿De cuántas maneras diferentes quieres que te lo diga? -preguntó Debbie. Como agente de billetes de USAir, Debbie estaba acostumbrada a tratar con clientes coléricos. Pero como la amiga más antigua del instituto de Joey, sabía que no podía ignorar a ese cliente y enviarlo al final de la cola-. El ordenador está muerto, todo el sistema se ha colgado. Deja de darme lástima. Todo estará solucionado en diez minutos.

– No tengo diez minutos, Debbie -dijo Joey aparcando con un chirrido de neumáticos en una plaza vacía-. Necesito esa información ahora.

– Sí, bueno, yo necesito un sostén que me levante los pechos y un esposo que recuerde cómo hacer que los dedos de mis pies se curven en la cama, pero a veces tienes que conformarte con lo que hay.

– ¿Qué me dices del kilometraje de los viajeros frecuentes? ¿Puedes rastrearles a través de ese dato?

– Joey, los ordenadores están muertos, toda esa información está en el mismo sistema. Además, ¿cómo sabes si esas personas han viajado con USAir?

– ¿Por qué otra razón dejaría alguien el coche en el aparcamiento de USAir? -preguntó Joey apagando el motor. Echó un último vistazo al diminuto triángulo azul en la pantalla electrónica, salió del coche, entrecerrando los ojos ante el sol que ascendía lentamente en el horizonte y examinó febrilmente el aparcamiento lleno hasta los topes. Según el dato de la pantalla, el coche tendría que estar…

Allí.

En la esquina… cerca de la terminal -el Ford azul marino de Gallo propiedad del gobierno- aparcado i legal mente en una plaza reservada para minusválidos.

Mierda -musitó Joey mientras daba la vuelta y sacaba sus cosas del maletero. El maletín metálico debajo de un brazo; la bolsa de lona debajo del otro. Con el pequeño auricular aún colgado de su oreja, echó a correr hacia la terminal tratando de no perder el equilibrio. Atravesó a la carrera el paso de peatones, obligando a frenar bruscamente a dos taxistas que hicieron sonar sus bocinas-. ¿Y si buscas en la lista de billetes emitidos por el gobierno? ¿O en la lista de pasajeros? -le preguntó a Debbie-. ¿No fue así como descubriste junto a quién estaba sentado el jodido marido de Marsha?

– ¿Cómo tengo que decírtelo para que entre en tu cabezota, Joey? Todo está en el mismo…

– ¿Qué me dices de la lista LEO? -preguntó Joey, refiriéndose a la lista de la compañía aérea que incluye a los oficiales de la ley que viajan en sus aviones-. ¿No tienen acaso que rellenar unos formularios especiales si quieren viajar con sus armas?

En el otro extremo de la línea telefónica se produjo una breve pausa.

– Sabes que… -comenzó a decir Debbie-. Espera un segundo. Deja que llame a la puerta…

Joey atravesó velozmente las puertas automáticas, ignoró la cinta transportadora de equipaje, giró a la derecha y subió por la escalera mecánica saltando los escalones de dos en dos. Al llegar arriba, a lo largo de los mostradores de venta de billetes, examinó a la dispersa multitud de madrugadores. Un hombre de negocios con el traje arrugado, un estudiante de instituto con una camiseta enorme, una anciana con un suéter amarillo pálido de cuello vuelto, pero nadie que se pareciera a Gallo o DeSanctis.

– Será mejor que le agradezcas al Señor el inútil papeleo del gobierno -dijo una voz familiar en su oído.

– ¿Les has encontrado? -le preguntó a Debbie.

– Te prometo que a veces pienso que toda esta basura fue inventada por la CIA para estar informados de…

– ¿Qué has…?

– Según nuestros datos, el agente James Gallo y el agente Paul DeSanctis fueron incluidos en la lista LEO de nuestro vuelo de las 6.27 con destino a Miami.

Joey miró su reloj. Las 6.31.

– ¿Ellos están…?

– Volando.

– ¿Cuándo es el próximo…?

– En una hora y media. Ya les he dicho que te reserven una plaza en ese vuelo tan pronto como se recupere el sistema informático.

Joey sacudió la cabeza con pesar y comprobó la pantalla. «Miami. Vuelo 412. Despegado.»

– ¿Cómo demonios he podido perderles?

– No llores -dijo Debbie-. Sólo cuentan con la ventaja inicial.

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