8

Charlie cierra la puerta detrás de mí y apresuro el paso por el pasillo del quinto piso, intentando controlar un montón de papeles. A mi derecha, las puertas del ascensor público se cierran lentamente, de modo que acelero la marcha y me dirijo directamente al ascensor privado que hay en la parte posterior.

El panel indicador encima de las puertas está encendido en el ocho… luego el siete… el seis… aún puedo cogerlo. Echo a correr y pulso el código de seis dígitos tan rápido como puedo. Justo cuando marco el último número, la pila de cuentas abandonadas cede. Apoyo toda la pila contra el pecho, pero las páginas ya han comenzado a deslizarse sobre mi estómago. Caen al suelo y se desparraman como si fuesen una ameba. Me arrodillo y las recojo febrilmente. En ese momento el ascensor llega a la quinta planta. Las puertas se abren y veo dos pares de elegantes zapatos. Pero no son los elegantes zapatos de cualquier persona…

– ¿Puedo echarte una mano con eso, Oliver -pregunta Lapidus cuando levanto la vista para descubrir su amplia sonrisa.

– ¿Sigues utilizando el código del jefe, eh? -añade Quincy, colocando el brazo delante de la puerta para mantenerla abierta.

Sonrío forzadamente y siento que la sangre abandona mi rostro.

– ¿Necesitas…?

– No. Ya lo tengo -insisto-. Vosotros podéis seguir.

– No te preocupes -bromea Quincy-. Nos encanta esperar.

Al ver que no tienen intención de marcharse, ordeno la pila de papeles, me levanto y me reúno con ellos dentro del ascensor.

– ¿A qué piso, señor? -pregunta Quincy.

– Lo siento -balbuceo.

Con una nueva sonrisa forzada extiendo la mano y pulso el cuatro. Mis dedos tiemblan sobre el botón.

– No permitas que te fastidie, Oliver -dice Lapidus-. Está furioso porque no tiene su propio protegido.

Como siempre, es la reacción perfecta a la situación. Como siempre, es exactamente lo que quiero oír. Y como siempre… cuando me acerca hacia él para darme un abrazo paternal, graba sus iniciales en mi espalda. Muérete, Lapidus. El chivo expiatorio se larga.

Se ove un sonido metálico y las puertas del ascensor se abren.

– Nos vemos mañana -digo, sintiendo que estoy a punto de vomitar.

Quincy asiente; Lapidus me palmea el hombro.

– Por cierto -añade Lapidus-, ¿tuviste una conversación agradable con Kenny?

– Ah, sí -digo mientras me alejo-. Fue muy bien.


Mientras lucho contra el vértigo que me machaca la cabeza recorro el pasillo casi corriendo. La mirada al frente. Mantener el rumbo. Para cuando llego a La Jaula tengo todo el cuerpo entumecido. Manos, pies, pecho… no siento nada. De hecho, cuando me dispongo a abrir la puerta, tengo las manos tan sudadas, y el tirador está tan frío, que creo que me quedaré soldado a él. Mi estómago me implora que me detenga, pero es demasiado tarde, la puerta se está abriendo.

– Ya era hora -dice Mary cuando entro en La Jaula-. Me tenías preocupada, Oliver.

– ¿Bromeas? -pregunto; sonrío enviando ansiosos saludos a los otros cuatro compañeros de oficina que alzan la vista cuando atravieso la alfombra-. Aún dispongo de tres… -La puerta se cierra a mis espaldas y el ruido me sobresalta. Casi lo había olvidado… en La Jaula la puerta se cierra automáticamente.

– ¿Estás bien? -pregunta Mary, cambiando inmediatamente a gallina clueca.

– Sí… por supuesto -digo, luchando por guardar la compostura-. Estaba diciendo… que aún nos quedan al menos 1res minutos…

– Y en el peor de los casos, siempre puedes hacerlo tú solo, ¿verdad?

Mientras hace la pregunta quita una pequeña mancha del cristal de la fotografía de su hijo mayor. La que oculta la contraseña…

– Escucha, con respecto a Tanner Drew… -imploro-. No debí… lo siento…

– Estoy segura de que lo sientes. -Baja la cabeza, negándose a mirarme. No hay duda, está a punto de estallar. Pero, de repente, su risa aguda atraviesa la habitación. Luego Polly, que se sienta junto a Mary, se une a ella. Luego lo hace Francine. Todos ellos ríen-. Venga, Oliver, sólo estamos bromeando -añade finalmente Mary con una enorme sonrisa en los labios.

– ¿No estás furiosa conmigo?

– Cariño, hiciste lo mejor que podías con lo que tenías… pero si alguna vez te encuentro utilizando mi contraseña otra vez…

Me encojo ligeramente, esperando el resto de la amenaza.

Mary vuelve a sonreír.

– Es una broma, Oliver… una sonrisa no te matará. -Me quita de las manos la pila de cuentas abandonadas y me golpea el pecho con ellas-. Te tomas las cosas demasiado en serio, ¿lo sabías?

Trato de responder, pero no sale ningún sonido. Sólo veo los formularios mientras se agitan en el aire.

Mary se vuelve hacia su ordenador y coloca el montón de documentos en el sujetapapeles unido a su monitor. Ella sabe cuál es el plazo límite. No hay tiempo que perder. Afortunadamente, las transferencias ya están introducidas, sólo tiene que incluir el destino de cada una de ellas.

– No entiendo por qué se queda el estado con este dinero -añade cuando abre el archivo correspondiente a «Cuentas abandonadas»-. Personalmente preferiría que fuesen a obras de caridad…

Dice algo más, pero queda ahogado por la sangre que corre por mis oídos. En la pantalla, una cuenta de veinte mil dólares queda atrapada en la División de Fondos No Reclamados de Nueva York. Luego una de trescientos un dólares. Luego una de doce mil dólares. Una tras otra, Mary se abre paso a través de la pila de cuentas destinadas al estado. Una tras otra, pulsa el botón «Enviar».

– De modo que creo que podrás robarlo -dice Mary finalmente.

Siento una punzada caliente en las piernas, como si alguien me estuviese clavando un cuchillo en el muslo. Apenas puedo manienorme en pie.

– ¿Cómo dices?

– He dicho que podremos hacer ese viaje para esquiar -dice Mary-. La rodilla de Justin no está tan mal como pensábamos. -Se gira y me sorprende enjugándome el sudor de la frente-. ¿Seguro que te encuentras bien, Oliver?

– Sí, seguro -contesto-. Es sólo uno de esos días.

– Parece más uno de esos años por la forma en que corres de un lado para otro todo el día. Te lo advierto, Oliver, si no comienzas a tomarte las cosas con calma la gente de aquí acabará contigo.

No se pueden discutir los hechos.

Mary va pasando las hojas; finalmente llega a la transferencia de cuatrocientos mil dólares a alguien llamado Alexander Reed. Espero que haga algún comentario por la cifra pero, a estas alturas, ya está acostumbrada. Lo ve cada día.

Y yo también. Cheques por valor de cientos de miles de dólares… encontrar decoradores para sus villas en la Toscana… el chef de postres de L'Aubergine que conoce exactamente la consistencia quebradiza que les gusta en el soufflé de chocolate. Es una vida agradable. Pero no es la mía.

A Mary le lleva un total de diez segundos teclear el número de la cuenta y pulsar «Enviar». Diez segundos. Diez segundos para cambiar mi vida. Es lo que mi padre siempre buscó, pero jamás pudo encontrar. Finalmente… una salida.

Mary se humedece con la lengua las puntas de los dedos, pasa a la segunda página de la pila y luego baja los dedos al teclado. Aquí está: Duckworth y Sunshine Distributors.

– ¿Qué harás este fin de semana? -pregunto con voz acelerada.

– Pues, lo mismo que cada fin de semana del mes pasado; tratar de superar a todos mis parientes comprándoles mejores regalos de los que ellos me compraron a mí.

En la pantalla aparece el nombre de nuestro banco en Londres. C.M.W. Walsh Bank.

– Eso suena genial -digo vagamente.

Dígito tras dígito, sigue el número de la cuenta.

– ¿Eso suena genial? -Mary se echa a reír-. Oliver, realmente tienes que salir más.

El cursor se mueve hacia el botón de «Enviar» y comienzo a despedirme. Aún podría impedirlo, pero…

El icono de «Enviar» parpadea, se pone en negativo y luego vuelve a aparecer. Las palabras son muy pequeñas, pero las conozco como la gran E en la tabla de los oculistas:

«Status: Pendiente.»

«Status: Aprobado.»

«Status: Pagado.»

– Escucha, debo regresar a mi despacho…

– No te preocupes -dice Mary sin siquiera volverse-. Puedo terminarlo desde aquí.

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