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Lo primero que vio DeSanctis fueron las cabezas. Cuando entró había dos: la de Goofy y la del Sombrerero Loco. Ninguna estaba unida al torso; eran solamente dos coloridas cabezas de disfraz que yacían inertes sobre el brillante suelo de linóleo blanco. Por la pequeña mesa plegable que estaba volcada, DeSanctis supo de dónde se habían caído. Eso era sencillo. La parte complicada era ver adonde conducía. Salió del pequeño cuarto y se encontró en un pasillo que corría perpendicular a él. Sostuvo el arma con ambas manos. A su derecha, hacia la parte trasera, había un carrito para la ropa. Justo delante había otra habitación que olía a blanqueador. A su izquierda estaba la puerta principal del edificio, el punto de salida más fácil.

DeSanctis se dirigió hacia la puerta pero, cuando intentó abrirla, descubrió que estaba cerrada con llave. Examinó rápidamente el lugar en busca de ventanas o de otras puertas. Nada que permitiera el acceso al exterior. Dondequiera que estuviese Charlie, aún estaba ahí. Escondido. DeSanctis se volvió, alzó el arma e inspeccionó el largo pasillo blanco. En las paredes se veían unas pocas taquillas de gimnasio pintadas de amarillo, la mesa volcada un poco más adelante y el mismo carrito de la ropa en la parte trasera. A través de las paredes podía oír los gritos amortiguados de Gallo dirigidos a Oliver. A su izquierda, junto a la mesa plegable, estaba la habitación que olía a blanqueador. A su derecha, pasando el cuarto de mantenimiento, había otra habitación que se le había pasado por alto. Eran las únicas posibilidades. Una habitación a su derecha; otra a su izquierda.

Como había aprendido durante su formación, cuando hay que elegir entre dos, la mayor parte de la población opta por su derecha. Por supuesto, eso había hecho Charlie. DeSanctis empezó por la izquierda, donde la puerta que daba a la habitación que olía a blanqueador estaba ligeramente entreabierta. Con mucho cuidado utilizó la punta del zapato para abrirla un poco más, sólo lo suficiente para atisbar a través de la abertura entre los goznes. Inclinó la cabeza para comprobarlo otra vez. Allí no había nadie.

Abrió la puerta un poco más y entró en la habitación con mucha cautela, el dedo rozaba el gatillo de la pistola. Apoyó la espalda en la jamba de la puerta para deslizarse en el interior de la habitación junto a la pared. Una vez dentro apuntó el arma a los únicos objetos que había en ese lugar: una lavadora y una secadora industriales que ocupaban la mayor parte de la pared posterior. Las máquinas eran las más grandes que DeSanctis había visto nunca. Lo bastante grandes como para que alguien pudiese ocultarse en su interior.

Con el arma extendida delante de él, se acercó lentamente hacia la puerta de metal cerrada de la lavadora. Por encima del hombro seguía oyendo a Gallo que le gritaba a Oliver en el almacén. Sin escuchar las voces, preparó el arma y extendió la mano hacia la manija de la puerta de la lavadora. Se inclinó sin hacer un solo ruido. El olor al blanqueador llenaba el aire. Justo cuando las puntas de los dedos se cerraron alrededor de la manija, la máquina cobró vida con un agudo chirrido motorizado, iniciando el siguiente ciclo de lavado. DeSanctis reculó sobresaltado, pero cuando la máquina pasó de «Lavado» a «Centrifugado» abrió la puerta. Una pila de ropa de todos los colores cayó pesadamente al suelo con un ruido húmedo. Leotardos verdes… pantalones de Santa Claus de un rojo brillante… faldas rojas, blancas y azules. Sólo disfraces.

Apartando el montón de ropa de un puntapié, cerró la puerta de la lavadora y fue hacia la secadora. Nuevamente, preparó el arma. Nuevamente, abrió la puerta de la enorme máquina. Y, nuevamente, encontró solamente una pila de disfraces de brillantes colores. Sin decir nada, cogió un puñado de ropa y lo arrojó al suelo.

Al regresar al pasillo estaba a punto de entrar en la otra habitación cuando se dio cuenta de que había algo que estaba fuera de lugar. En el pasillo, más adelante. Contra la pared. El carrito de la ropa que antes estaba en el centro del pasillo… ahora estaba a la derecha. Algo lo había movido. O alguien lo había movido.

DeSanctis sonrió y avanzó pegado a la pared. «Eso no ha sido muy listo por tu parte, Charlie… no ha sido nada listo», pensó mientras apuntaba al carrito con su pistola. Pero cuando finalmente llegó hasta él -cuando estiró el cuello para echar un vistazo en su interior- descubrió que estaba vacío. Sin embargo, los carritos no se mueven solos. DeSanctis miró hacia el pasillo. Al final del mismo, un biombo alto y plegable de madera bloqueaba el acceso a las habitaciones que había en la parte trasera. DeSanctis apartó con violencia el carrito de la ropa y se dirigió resueltamente hacia el biombo.

Diez pasos después, pasó junto al biombo y se detuvo. En una habitación que parecía una versión más pequeña del almacén que había dejado atrás había filas y más filas de colgadores con ruedas. Delante de él colgaba un vestido a topos rojos y blancos con una etiqueta que decía «Minnie». En otro colgador, en una percha con la etiqueta de «Donald», el traje azul y la cola blanca y velluda del Pato Donald pendían en el aire. Delante del traje, la cabeza de Donald colgaba invertida en un colgador especial. Otra cabeza de Donald se apoyaba en la parte superior del colgador, y una tercera estaba apoyada de costado en el suelo. En toda la habitación, las cabezas eran el único detalle que DeSanctis no podía obviar: de Minnie; de Pluto; de Goofy; de los siete Enanitos, las cabezas vacías parecían observarle con sus miradas sin vida.

Haciendo un esfuerzo por ignorarlas, DeSanctis inspeccionó rápidamente los pasillos entre los colgadores. Los disfraces colgaban hasta el suelo e impedían una visión clara del lugar. Si quería atrapar a Charlie tendría que obligarle a salir. Avanzando metódicamente, DeSanctis se deslizó entre dos disfraces de mariposa y entró en el primer pasillo entre los colgadores. Con cada paso, un caleidoscopio de disfraces de colores rozaba sus hombros, pero DeSanctis no parecía advertirlo. Sus ojos estaban fijos en el suelo, buscando los zapatos de Charlie. Cada pocos pasos apoyaba la pistola en el costado de un disfraz que parecía demasiado voluminoso pero, aparte de eso, nada aminoraba su paso… es decir, hasta que llegó al extremo del pasillo y vio el familiar esmoquin negro con los pantalones cortos rojo brillante. Dos guantes blancos, especialmente cosidos con cuatro dedos, estaban unidos a la manga. Levantando la cabeza, DeSanctis recomo el disfraz hasta la parte superior del colgador, que sostenía la cabeza del ratón más famoso del mundo. Con un movimiento instintivo, DeSanctis golpeó ligeramente con los nudillos la cara sonriente de Mickey.

– No podías evitarlo, ¿verdad? -preguntó una voz a sus espaldas.

DeSanctis se volvió rápidamente pero, cuando vio a Charlie, ya era demasiado tarde. Empuñando una escoba industrial como si fuese el garrote de un cavernícola, Charlie lanzó el golpe. Exactamente en el momento en que DeSanctis se volvía, el palo de la escoba surcaba el aire. Al chocar contra la cabeza de DeSanctis produjo un ruido seco y desagradable.

– Eso es por haberte metido con mi madre, cabrón -dijo Charlie, levantando la escoba para volver a golpearlo-. Y esto es por mi hermano…

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