10

Alguien me vigila. No advertí su presencia cuando me despedí de Lapidus y salí del banco; eran más de las seis y el cielo de diciembre ya estaba oscuro. Tampoco le vi cuando me seguía por las sucias escaleras que llevaban a la estación del metro o a través del torniquete; a esa hora hay demasiada gente cambiando de trenes en los hormigueros urbanos como para advertir la presencia de nadie. Pero cuando llego al andén del metro juro que oigo que alguien susurra mi nombre.

Me giro para comprobarlo pero lo único que veo es la típica multitud que ha salido de sus trabajos en Park Avenue: hombres; mujeres; altos; bajos; jóvenes; viejos; unos pocos negros; la mayoría blancos. Todos ellos con abrigos o gruesas chaquetas. La mayoría con los ojos fijos en algún libro o periódico -unos cuantos parecen abstraídos en la música que sale de sus auriculares- y uno, justo cuando me giro, levanta rápidamente su ejemplar del Wall Street Journal para cubrirse la cara.

Estiro el cuello todo lo que puedo para echarle un vistazo a los zapatos o a los pantalones -cualquier cosa que pueda darme una pista- pero a la hora punta la densidad de la muchedumbre es demasiado compacta. No tengo ganas de correr riesgos, de modo que avanzo hacia un extremo del andén para alejarme del hombre del Journal. En el último segundo, me giro rápidamente y miro por encima del hombro. Unas cuantas personas más se unen a la compacta masa pero, en general, nadie se mueve. Nadie salvo el hombre, quien, como el malo de una pésima película sobre la guerra fría, levanta nuevamente el periódico para cubrirse la cara.

No pierdas los nervios, me digo, pero antes de que mi cerebro responda a esa orden, un ruido sordo llena el aire. Ahí llega el tren, que entra en la estación a toda velocidad y agita mi pelo. Me paso los dedos por la cabeza para volver a ponerlo en su sitio y echo un último vistazo al andén. Cada diez metros hay una pequeña multitud que empuja hacia una puerta abierta. Ignoro si ha subido a alguno de los vagones o ha abandonado la persecución, pero el hombre del Journal ha desaparecido.

Me abro paso hacia el vagón atestado ya de gente, donde quedo aplastado entre una mujer hispana que lleva un abultado anorak y un tío calvo con un abrigo de llamativos colores. A medida que el tren avanza hacia el centro, la multitud comienza a diluirse y algunos asientos quedan vacíos. De hecho, cuando hago el transbordo en Bleecker y cojo el tren de la línea D en la parada de Broadway-Lafayette, toda la gente del centro vestida a la moda con zapatos negros, tejanos negros y chaquetas de cuero negro sale del metro. No es la última parada antes de llegar a Brooklyn, pero es la última parada guay.

Aprovecho el espacio libre del vagón y me apoyo en una barra de metal próxima. Es la primera vez desde que salí de mi despacho que puedo recuperar el aliento. Es decir, hasta que veo quién me está esperando en el extremo del vagón: el hombre oculto detrás del Wall Street Journal.

Sin las multitudes y la distancia, me resulta fácil echarle un rápido vistazo. Es todo lo que necesito. Me dirijo hacia él sin pensarlo dos veces. Levanta el periódico un poco más, pero es demasiado tarde. Se lo quito de un manotazo y descubro quién me ha estado siguiendo los pasos durante los últimos quince minutos.

– ¿Qué diablos haces aquí, Charlie?

Mi hermano intenta una sonrisa traviesa, pero es inútil.

– ¡Contéstame! -exijo.

Charlie levanta la vista, casi impresionado.

– Vaya… «Starsky y Hutch» al completo. ¿Y si hubiese sido un espía… o un tío con un garfio?

– Vi tus zapatos, estúpido. Ahora dime, ¿qué crees que estás haciendo?

Con un gesto de la barbilla, Charlie señala a los pasajeros del vagón que ahora nos están mirado. Antes de que pueda reaccionar, se escabulle y se dirige hacia el otro extremo, invitándome a que le siga. Mientras recorremos el vagón, unas cuantas personas alzan la vista, pero sólo durante un segundo. Típico de Nueva York.

– ¿Ahora quieres decirme de qué va todo esto o simplemente debo añadirlo a tu siempre creciente lista de acciones estúpidas? -le digo mientras continuamos avanzando a través del vagón.

– ¿Siempre creciente? -pregunta, avanzando entre los pasajeros-. No sé a qué te…

– Con Shep -le interrumpo; siento la vena que late en mi frente-. ¿Cómo pudiste darle el destino final de la transferencia?

Volviéndose hacia mí, pero sin aminorar el paso, Charlie agita una mano en el aire como si fuese una pregunta absurda.

– Venga, Oliver, ¿todavía estás molesto por eso?

– Maldita sea, Charlie, ya está bien de bromas -digo, alcanzándole-. ¿Acaso tienes idea de lo que has hecho? Quiero decir, ¿alguna vez, por casualidad, te detienes a pensar en las consecuencias de tus actos o simplemente saltas del precipicio, feliz de ser el tonto del pueblo?

En el extremo del vagón, se para en seco y se vuelve para mirarme fijamente.

– ¿Te parezco un estúpido?

– Bueno, considerando lo que has…

– No le di nada a Shep -dice Charlie en voz baja-. No tiene idea de dónde está.

No digo nada mientras el tren entra en Grand Street, la última parada de metro en Manhattan. En el instante en que se abren las puertas, docenas de hombres y mujeres chinos encorvados llenan el vagón cargados con bolsas de plástico rosa que apestan a pescado fresco. A Chinatown a comprar comestibles, luego de regreso a Brooklyn en metro.

– ¿De qué estás hablando? -pregunto.

– Cuando le mostré a Shep la Hoja Roja… señalé otro banco. Lo hice a propósito, Ollie. -Se acerca y añade-. Le di un lugar elegido al azar en Antigua donde no tenemos nada. Ni un centavo. Naturalmente, y ésta es realmente la mejor parte, estabas tan ocupado gritando que Shep se creyó hasta la última palabra. -Me lleva un minuto procesar la información-. No te comas el coco, Oliver. No dejaré que nadie se lleve nuestro dinero.

Con un fuerte tirón intenta abrir la puerta de servicio que comunica los dos vagones. Está cerrada con llave. Molesto, pasa junto a mí y echa a andar exactamente en la dirección por la que hemos venido. Antes de que pueda decir nada, el tren comienza a moverse… y mi hermano se pierde entre la multitud.

– ¡Charlie! -grito, corriendo tras él-. ¡Eres un genio!


– Aún no comprendo cuándo lo planeaste -digo cuando caminamos por las destrozadas aceras de la Avenue en Sheepshead Bay, Brooklyn.

– No lo hice -admite Charlie-. Se me ocurrió mientras doblaba la Hoja Roja.

– ¿Me tomas el pelo? -pregunto, echándome a reír-. Joder, tío… ¡nunca sabrá qué ha pasado!

Espero a que él también se eche a reír, pero eso no sucede. Sólo silencio.

– ¿Qué? -pregunto-. ¿No puedo estar feliz porque el dinero está a salvo? Sólo me siento aliviado de que tú…

– Oliver, ¿has oído lo que dices? Te pasas todo el día lamentándote y diciendo que tenemos que tomarnos las cosas con calma, pero en el momento en que te digo que he engañado a Shep, comienzas a actuar como el tío que consiguió el último par de billetes para subir al Zeppelin.

Mientras avanzamos calle arriba observo los escaparates de las tiendas familiares que salpican el paisaje de la U Avenue: pizzerias, estancos, zapaterías de rebajas, una barbería en franco declive. Excepto la pizzeria, todos los locales están cerrados. Cuando éramos pequeños, eso significaba que los dueños apagaban las luces y cerraban las puertas con llave. Hoy significa bajar una persiana de acero reforzado que parece la puerta metálica de un garaje. No hay ninguna duda, la confianza ya no es lo que era.

– Venga, Charlie, sé que te encanta recoger a los cachorros perdidos, pero apenas conoces a ese tío…

– ¡Eso no importa! -me interrumpe Charlie-. Pero le hemos engañado, le hemos clavado un cuchillo en la espalda! -Cuando estamos cerca de la esquina, extiende el brazo y deja que las puntas de los dedos se deslicen por la persiana metálica que protege la librería que vende libros de segunda mano-. ¡Maldita sea! -grita Charlie, golpeando el metal con todas sus fuerzas-. El nos confió el… -aprieta los dientes y se interrumpe-. Eso es exactamente lo que detesto del dinero…

Gira rápidamente en Bedford Avenue y las puertas de garaje dejan paso a un escasamente atractivo edificio de apartamentos de seis pisos construido en los años cincuenta.

– ¡Estoy viendo a unos hombres muy guapos! -grita una mujer desde el cuarto piso. Ni siquiera tengo que alzar la vista para saber de quién se trata.

– Gracias, mamá -murmuro en voz baja. «La rutina de costumbre», me digo mientras acompaño a Charlie hacia el vestíbulo. La noche del lunes es la Noche Familiar. Incluso cuando no quieres que lo sea.

Cuando el ascensor llega al cuarto piso y nos dirigimos al apartamento de mamá, Charlie ya no me dirige la palabra. Así es como se pone siempre que está contrariado: cerrado y desconectado. La misma manera que tenía papá de resolver los problemas. Naturalmente, con cualquier otra persona podría leerlo en su cara, pero mamá…

– ¿Quién quiere unos exquisitos macarrones al horno? -grita, abriendo la puerta antes incluso de que llamemos al timbre. Como siempre, una amplia sonrisa le ilumina el rostro y tiene los brazos extendidos buscando un abrazo.

– ¿Macarrones? -canturrea Charlie mientras entra en el apartamento y la abraza-. ¿Estamos hablando de original o extra crujiente?

Aunque el chiste es muy malo, mamá ríe histéricamente… y abraza a Charlie con fuerza.

– ¿Cuándo comemos? -pregunta Charlie, apartándola y quitándole de la mano la cuchara de madera cubierta de salsa.

– Charlie, no…

Demasiado tarde. Se lleva la cuchara a la boca para probar la salsa.

– ¿Estás contento? -dice mamá, echándose a reír y volviéndose para mirarle-. Ahora has llenado la cuchara de gérmenes.

Charlie sostiene la cuchara como si fuese una piruleta y la pasa sobre su lengua que cuelga fuera de la boca.

– Aaaaaaaaa -gime con la lengua colgando-. ¡He cogido los gérmenes!

– Tú también tienes gérmenes -dice mamá sin dejar de reír y mirándole directamente a los ojos.

– Hola, mamá -digo, esperando aún en el umbral de la puerta.

Ella se vuelve rápidamente sin que la amplia sonrisa se borre de sus labios.

– Ahhhh, mi grandullón -dice, abrazándome-. Sabes que me encanta verte con traje. Tan profesional…

– ¿Y qué hay de mi traje? -protesta Charlie, señalando su abrigo azul y los pantalones caqui arrugados.

– Los chicos guapos como tú no tienen necesidad de llevar trajes -dice con su mejor tono de Mary Poppins.

– ¿Significa eso que yo no soy guapo? -pregunto.

– ¿O significa que no tengo buen aspecto con traje? -añade Charlie.

Hasta mi madre sabe cuándo una broma ha ido demasiado lejos.

– Muy bien, Frick y Frack, todo el mundo dentro.

Seguimos a mi madre a través de la sala de estar y al pasar frente a la pintura enmarcada que Charlie hizo del puente de Brooklyn, respiro profundamente y me lleno de todo el olor de mi juventud. Gomas de borrar… lápices de colores… salsa de tomate casera. Charlie tiene el Play-Doh, yo tengo las cenas de los lunes. Es verdad, algunos detalles cambian, pero las cosas importantes -la vajilla de la abuela, la mesita del café con el cristal con el que me abrí la cabeza cuando tenía seis años-, las cosas importantes son siempre las mismas. Incluida mi madre.

Con un peso superior a los ochenta kilos, mi madre nunca ha sido una mujer pequeña… o insegura. Cuando su pelo se llenó de canas, no se lo tiñó; cuando empezó a caérsele, se lo cortó. Después de que mi padre se marchara de casa, las tonterías relacionadas con el aspecto físico ya no tuvieron importancia: sólo importábamos Charlie y yo. De modo que incluso con las facturas del hospital, las tarjetas de crédito, y la bancarrota en la que nos dejó mi padre… incluso después de haber perdido su trabajo en una tienda de artículos de segunda mano, y todos los trabajos de costura que había hecho desde entonces… ella siempre tuvo amor más que suficiente para seguir adelante. Lo menos que podemos hacer es devolvérselo.

Voy directamente a la cocina, busco el pote de galletas de Charlie Brown y tiro de su cabeza de cerámica.

– ¡Ay! -exclama Charlie, usando su broma preferida desde cuarto grado.

La cabeza se desprende y saco del interior del pote una pila de papeles.

– Oliver, por favor no hagas esto… -dice mamá.

– Muy bien -digo, ignorándola y llevando los papeles a la mesa del comedor.

– Hablo en serio, no está bien. No tienes que pagar mis facturas.

– ¿Por qué? Tú me ayudaste a pagar la universidad.

– Tú ya tenías un trabajo y…

– …gracias al tío con el que estabas saliendo entonces. Cuatro años de dinero fácil… sólo así pude hacer frente a las matrículas.

– No tiene importancia, Oliver. Ya fue bastante malo que tuvieras que pagar el apartamento.

– Yo no pagué el apartamento, sólo pedí en el banco que te diesen una mejor financiación.

– Y me ayudaste con la entrada…

– Mamá, eso fue sólo para que pudieras empezar. Habías estado alquilando este apartamento durante veinticinco años. ¿Sabes cuánto dinero tiraste en ese tiempo?

– Eso fue porque… -Se interrumpe. No le gusta culpar a mi padre.

– Mamá, no tienes que preocuparte. Para mí es un placer.

– Pero eres mi hijo…

– Y tú eres mi madre.

Es difícil rebatir ese argumento. Además, si no necesitara mi ayuda, las facturas no estarían donde yo pudiese encontrarlas, y estaríamos comiendo pollo o carne en lugar de macarrones. Tuerce ligeramente la boca y se muerde nerviosamente las tiritas que cubren las puntas de los dedos. La vida de una costurera: demasiados alfileres y demasiados dobladillos. Siempre hemos vivido pagando nuestras deudas, pero las arrugas de su cara están empezando a revelar su edad. Sin decir nada, abre la ventana de la cocina y se inclina hacia el aire frío.

Al principio supongo que debe de haber visto a la señora Finkelstein -la mejor amiga de mamá y nuestra vieja canguro-, cuya ventana está directamente al otro lado del callejón. Pero cuando oigo el familiar chirrido de la cuerda de la ropa, me doy cuenta de que mi madre está entrando el resto del trabajo de hoy. Así fue cómo aprendí que uno puede refugiarse en su trabajo. Cuando ha acabado, vuelve al fregadero y lava la cuchara de Charlie.

En cuanto está limpia, Charlie se la quita de las manos y la aprieta contra su lengua. «Aaaaaaaaaaaaaaa», exclama. Mi madre lucha con todas sus fuerzas, pero no deja de reírse. Fin de la discusión.

Una por una repaso todas las facturas del mes; las sumo y decido cuáles pagar. A veces sólo pago las tarjetas de crédito y el hospital… en otras ocasiones, cuando el gasto de la calefacción es elevado, me decido por las facturas de los servicios públicos. Charlie siempre paga los seguros. Como he dicho, para él se trata de una cuestión personal.

– ¿Cómo ha ido el trabajo? -le pregunta mamá a Charlie.

El ignora la pregunta y ella decide no insistir. Mamá mostró la misma actitud de no entrometerse hace un par de años cuando Charlie se hizo budista durante un mes. Y luego hace un año y medio cuando se pasó al hinduismo. Juro que a veces nos conoce mejor que nosotros mismos.

Al examinar la factura de la tarjeta de crédito, mis instintos de banquero se ponen en estado de alerta. Comprobar los gastos; proteger al cliente; asegurarse de que no hay nada fuera de lugar. Alimentos… materiales de costura… tienda de música… ¿Estudio de Danza Vic Winick?

– ¿Qué es este lugar Vic Winick? -pregunto, inclinando mi silla hacia la cocina.

– Lecciones de baile -dice mi madre.

– ¿Lecciones de baile? ¿Con quién tomas lecciones de baile?

– ¡Conmigo! -exclama Charlie en su mejor acento francés. Vuelve a agarrar la cuchara de madera, la coloca como si fuese una flor entre los dientes, coge a mi madre y la acerca a él.

– Y uno… y dos… ahora el pie derecho primero…

Iniciando un rápido vals, ambos giran y se desplazan por la pequeña cocina. Mi madre literalmente vuela, su cabeza sostenida más alta que… bueno, incluso más alta que cuando me gradué en la universidad.

Con un ligero giro del cuello, Charlie deja caer la cuchara de madera en el fregadero.

– No está mal, ¿eh? -dice.

– ¿Qué tal lo hacemos? -pregunta mi madre mientras chocan contra la cocina y están a punto de arrojar al suelo la cazuela con salsa.

– Muy bien… genial -digo y vuelvo a concentrarme en las facturas. No sé por qué me sorprendo. Es posible que yo siempre haya tenido su cabeza y su billetero, pero Charlie… Charlie siempre ha tenido su corazón.

– ¡Somos geniales, mamá… geniales! -grita Charlie mientras agita una mano en el aire-. ¡Esta noche dormirás como un tronco!


He hecho este camino mil cuarenta y ocho veces. Salir de la sauna del metro, subir las escaleras siempre sucias, practicar el eslalon a través de la multitud recién duchada y enfilar Park Avenue hasta llegar al banco. Mil cuarenta y ocho veces. Eso significa cuatro años, sin incluir los fines de semana, aunque también he trabajado durante algunos de ellos. Pero hoy… ya no contaré los días que he empleado durante todos estos años. Hoy empieza una cuenta atrás hasta que nos vayamos del banco.

Según mis cálculos, Charlie debería ser el primero en marcharse; quizá dentro de uno o dos meses. Después, cuando todo esté controlado, será cuestión de lanzar la moneda entre Shep y yo. Por lo que sabemos, es posible que él quiera quedarse. Personalmente, yo no tengo ese problema.

Mientras avanzo por Park Avenue hacia la calle 36, prácticamente puedo degustar la conversación. «Sólo quería hacerle saber que creo que ha llegado el momento de seguir mi camino», le diré a Lapidus. No hay necesidad de quemar los puentes o traer a colación las cartas a la Escuela de Administración de Empresas, sólo mencionar «otras oportunidades en otra parte» y darle las gracias por haber sido el mejor mentor que cualquiera pudiera pedir. Todas esas mentiras de mierda se filtrarán a través de mis dientes. Igual que él hace conmigo. A pesar de todo, pensar en ese momento me hace sonreír… es decir, hasta que advierto la presencia de dos sedanes azul marino aparcados delante del banco. En realidad, olvida lo de aparcados. Detenidos. Como si hubiesen llegado a toda prisa a causa de una emergencia. He visto suficientes limusinas negras y coches con chófer para saber que no son clientes. Y no necesito las sirenas para imaginarme el resto. En todas partes hay coches patrulla sin señas que los identifiquen.

Retrocedo un par de pasos con un nudo en la garganta. No, sigue caminando. Que no te entre el pánico. Cuando me acerco al coche mi mirada se desliza desde los bordes con hollín en la parte superior del parabrisas hasta la placa azul y blanca «Gobierno de Estados Unidos» apoyada en el salpicadero. Estos no son policías. Son federales.

Siento la tentación de dar media vuelta y echar a correr, pero… todavía no. No pierdas la cabeza, mantén la calma y busca respuestas. Es imposible que alguien sepa qué pasó con el dinero.

Rezando para estar en lo cierto, paso a través de la puerta giratoria y busco frenéticamente con la mirada a los empleados que llegan a primera hora y ocupan la amplia red de mesas que hay en la planta baja del edificio. Para mi alivio, todo el mundo está en su sitio, con la primera taza de café en sus manos.

– Perdone, señor, ¿puedo hablar un momento con usted? -me pregunta una voz grave.

A mi izquierda, delante del mostrador de recepción de caoba, un hombre alto con hombros rectos y pelo rubio claro se acerca con una tablilla sujetapapeles.

– Necesito su nombre -me explica.

– ¿Por qué?

– Lo siento, pertenezco a Para-Protect, estamos tratando de averiguar si es necesario que aumentemos la seguridad en la zona de recepción.

Es una respuesta limpia con una explicación irreprochable, pero la última vez que lo comprobé, no teníamos ningún problema relacionado con la seguridad.

– ¿Y, su nombre? -insiste, manteniendo un tono amistoso.

– Oliver Caruso -digo.

Alza la vista, no sorprendido pero lo suficientemente rápido como para que yo lo advierta. Sonríe. Yo sonrío. Todo el mundo es feliz. Es una lástima que yo esté a punto de desmayarme.

Hace una pequeña marca junto a mi nombre en la lista que lleva en el sujetapapeles. No hay ninguna marca junto al nombre de Charlie. Aún no ha llegado. Cuando el hombre rubio se inclina, la chaqueta se abre ligeramente y puedo ver la correa de cuero que cuelga de su hombro. Este tío lleva una arma. Detrás de mí, echo un último vistazo a los coches sin marcas. Empresa de seguridad y una mierda. Tenemos problemas.

– Gracias, señor Caruso, que tenga un buen día.

– Usted también -digo con una sonrisa forzada. La única buena señal es que me deja pasar. No saben a quién están buscando. Pero están buscando. Solamente no quieren que nadie lo sepa.

Eso es, decido. Hora de conseguir ayuda. Atravieso el vestíbulo y paso junto a la zona de mesas para dirigirme hacia el ascensor público, pero cambio rápidamente de dirección y continúo caminando hacia la parte posterior. Utilizo el código de Lapidus todos los días. No llames la atención deteniéndote ahora.

Para cuando llego al ascensor privado, el sudor me cae a chorros -el pecho, la espalda- y siento como si me estuviese empapando a través del traje y el abrigo de lana. A partir de ahí, las cosas sólo hacen que empeorar. Cuando entro en la caja del ascensor, forrada de madera, estoy a punto de aflojar el nudo de la corbata. Entonces recuerdo que hay una cámara de vigilancia en un rincón. Mis dedos se apartan de la corbata y rascan una picazón imaginaria en el cuello. Las puertas se cierran. Se me seca la garganta. Decido ignorarlo.

Mi primera reacción es ir a ver a Shep, pero no es momento de cometer estupideces, así que pulso el botón del séptimo piso. Si quiero llegar hasta el fondo de esto, es necesario comenzar desde arriba.


– Te está esperando -me advierte la secretaria de Lapidus cuando paso volando junto a su escritorio.

– ¿Cuántas estrellas? -pregunto, sabiendo cómo clasifica ella el estado de ánimo de Lapidus. Cuatro estrellas es bueno; una es un desastre.

– Eclipse total -contesta.

Me paro en seco. La última vez que Lapidus estuvo tan enfadado fue con los papeles del divorcio.

– ¿Tienes idea de lo que ha podido pasar? -pregunto, tratando de no perder la calma.

– No estoy segura, ¿pero has visto alguna vez un volcán en erupción…?

Aspiro una bocanada de aire y apoyo la mano en el pomo de bronce.

– … no me importa lo que ellos quieren! -grita Lapidus en el teléfono-. ¡Dígales que es un problema informático… que ha sido culpa de un virus; esta cuestión queda cerrada hasta nueva orden y si Mary tiene algún problema con eso, dígale que se las arregle con el agente encargado de llevar este asunto!

Cuelga el auricular con fuerza en el momento que cierro la puerta. Siguiendo la dirección del sonido gira la cabeza hacia mí, pero yo estoy demasiado ocupado mirando a la persona sentada en el lado opuesto de su escritorio. Shep. Mueve la cabeza ligeramente. Estamos muertos.

– ¡Dónde diablos te habías metido! -grita Lapidus.

Mis ojos siguen clavados en Shep.

– ¡Oliver, te estoy hablando a ti!

Doy un brinco, volviéndome hacia mi jefe.

– Lo siento… ¿Qué?

Antes de que pueda responder se oye un golpe en la puerta detrás de mí.

– ¡Adelante! -ladra Lapidus.

Quincy abre la puerta y asoma la cabeza. Tiene la misma expresión que Lapidus. Dientes apretados. Movimientos nerviosos de la cabeza. La forma en que examina la habitación, yo… Shep… el sofá… incluso las antigüedades, todo queda registrado. De acuerdo, es un analizador nato, pero esto es diferente. La palidez en su rostro. No es ira. Es miedo.

– Tengo los informes -dice ansiosamente.

– ¿Y? Oigámoslos -dice Lapidus.

De pie en el umbral de la puerta y resistiéndose a entrar en la habitación, Quincy endurece la mirada. Sólo socios.

Lapidus se aparta rápidamente del escritorio, se levanta de su sillón de cuero reclinable y se dirige hacia la puerta. En cuanto desaparece, me encaro con Shep.

– ¿Qué demonios está pasando? -pregunto, haciendo un esfuerzo para no levantar la voz-. ¿Acaso ellos…

– ¿Fuiste tú? -pregunta Shep.

– ¿Si fui yo qué?

Aparta la mirada, totalmente abrumado.

– Ni siquiera sé cómo lo han hecho…

– ¿Han hecho qué?

– Nos han descubierto, Oliver. Quienquiera que lo haya cogido, estaban vigilando todo el tiempo…

Le cojo por el hombro.

– Maldita sea, Shep, dime q…

La puerta se abre de par en par y Lapidus entra nuevamente como una tromba en el despacho.

– Shep, tu amigo el agente Gallo te espera en la sala de conferencias… ¿Quieres por favor…?

– Sí -le interrumpe Shep, levantándose de su asiento.

Le miro de reojo. «¿Llamaste al servicio?»

«No preguntes», se aleja, sacudiendo la cabeza.

– Oliver, necesito que me hagas un favor -dice Lapidus con voz excitada. Revisa una pila de papeles, buscando…

– Allí -digo, señalando sus gafas de leer.

Las coge y las guarda en el bolsillo de su chaqueta. No hay tiempo para dar las gracias.

– Quiero a alguien abajo cuando la gente comience a llegar -dice-. No quiero ofender a la gente del servicio secreto pero ellos no conocen a nuestro personal.

– No entien…

– Quiero que te quedes junto a la puerta y observes las reacciones de la gente -ladra, ha perdido la paciencia hace mucho tiempo-. Sé que tenemos a un agente controlando la entrada… pero quienquiera que haya hecho esto… son demasiado listos para llamar y decir que están enfermos. Por eso quiero que vigiles a la gente a medida que entre en el edificio. Si no tienen la conciencia limpia, el agente les asustará… no pueden ocultar el pánico. Aunque sólo se trate de una ligera pausa o una boca abierta. Tú conoces a la gente, Oliver. Descubre por mí quién lo ha hecho.

Me rodea los hombros con el brazo y me lleva hasta la puerta. Lapidus y Shep se marchan a la sala de conferencias. Mientras intento buscar alternativas, me dirijo a la planta baja. Sólo necesito un segundo para pensar.

Cuando las puertas del ascensor se abren al vestíbulo, estoy completamente exhausto. El huracán golpea demasiado rápido. Todo me da vueltas. Sin embargo, las opciones son escasas. Seguir las órdenes. Cualquier otra cosa sería sospechosa.

Me dirijo a la ventanilla del cajero, busco un impreso de depósito y simulo rellenarlo. Es la mejor manera de vigilar la puerta, donde el agente rubio sigue comprobando la identidad de los empleados.

Uno por uno entran y dan sus nombres. Ninguno duda o se lo piensa dos veces. No me sorprende, el único que no tiene la conciencia limpia soy yo. Pero cuanto más permanezco allí, menos sentido tiene todo el asunto. No hay duda de que para Charlie y para mí tres millones de dólares es una buena tajada, pero a la gente de aquí… no le cambia la vida a nadie. Y la forma en que Shep me ha preguntado si había sido yo, no estaba preocupado sólo por la posibilidad de que le atrapasen… él también perdería algo. Y ahora que finalmente dejo de pensar en ello… tal vez… nosotros también.

Recorro con la vista el vestíbulo principal siempre lleno de gente y compruebo si alguien está vigilando. Secretarias, analistas, incluso el agente a cargo… todo el mundo está enfrascado en sus tareas diarias. La gente entra por la puerta giratoria y el agente comprueba sus nombres. Me dirijo hacia esa misma puerta, decidiéndome que es la mejor forma de salir del edificio…

– ¿Ha firmado? -me pregunta el agente rubio.

– Sí -contesto mientras los empleados que hacen cola para entrar me miran fijamente-. Oliver Caruso.

El agente comprueba la lista y luego levanta la vista.

– Adelante.

Avanzo con el hombro por delante y empujo la puerta giratoria con todas mis fuerzas. Cuando cede me encuentro en la calle helada, patinando a toda pastilla y girando en la esquina.

Mientras corro por Park Avenue busco desesperadamente un quiosco. Debí imaginarlo. Este vecindario no atrae precisamente a la gente que compra cosas en la calle. Excepto por las cabinas de teléfono, las esquinas están vacías. Ignorando el dolor que significa correr con zapatos de vestir, giro bruscamente en la calle 37 y sigo corriendo hacia el extremo de la manzana. El pavimento hace que sienta cada paso que doy. Cuando llego a Madison Avenue, clavo los frenos y me acerco a un puesto de periódicos al aire libre.

– ¿Tiene tarjetas de teléfono? -le pregunto al tío sin afeitar que intenta calentarse junto a un pequeño radiador que tiene detrás del mostrador.

Se mueve como Vanna White [6] en su mundo de productos.

– ¿Y usted qué cree?

Miro a mi alrededor, buscando…

– Aquí -interrumpe, señalando por encima del hombro. Junto a los billetes de lotería enrollados como si fuesen papel higiénico.

– Me llevaré una de veinticinco dólares -le digo.

– Muy bien -contesta el tío. Saca una tarjeta con la Estatua de la Libertad y le doy dos billetes de veinte.

Mientras espero el cambio, rasgo el envoltorio de plástico allí mismo. Es verdad, puedo regresar a la firma de abogados, pero después de la experiencia de esta mañana, no quiero nada que pueda relacionarme con el día de ayer.

– ¿Con esta tarjeta puedo llamar al extranjero? -pregunto.

– ¡Puede llamar a la reina de Francia y decirle que se afeite los sobacos!

– Genial. Gracias.

Cojo la tarjeta y regreso rápidamente a Park Avenue, cruzo la calle de seis carriles, y me detengo en una cabina telefónica situada en diagonal a la entrada del banco. Hay lugares más discretos desde los que puedo llamar, pero de este modo nadie en el banco puede verme con claridad. Y más importante aún, puesto que me encuentro a pocas manzanas del metro, tengo la mejor ubicación posible para divisar a Charlie.

Marco el número ochocientos que figura en el reverso de la tarjeta con la Dama de la Libertad y luego el código secreto. Cuando me preguntan qué numero deseo marcar, saco la cartera, deslizo el dedo por detrás del permiso de conducir y extraigo un pequeño trozo de papel. Marco el número de diez dígitos que he apuntado en el papel en orden inverso. Llevo encima el número de teléfono de Antigua, pero si me detienen, eso no significa que deba facilitarles las cosas.

– Gracias por llamar al Royal Bank de Antigua -dice una voz femenina grabada-. Para saldo de cuenta automático pulse el uno. Para hablar con un empleado del servicio personal pulse el dos.

Pulso el dos. Si alguien nos ha robado el dinero, quiero saber adónde ha ido.

– Habla la señorita Tang. ¿En qué puedo ayudarle?

Antes de que pueda responder diviso a Charlie que cruza la calle detrás de un montón de gente.

– ¿Hola…? -dice la mujer.

– Hola, sólo quería comprobar el saldo de mi cuenta.

Agito la mano para llamar la atención de Charlie, pero no me ve.

– ¿Su número de cuenta? -pregunta la mujer.

– 58943563 -le digo. Cuando memoricé el número no pensé que tendría que utilizarlo tan pronto. Justo enfrente de mí, Charlie está solo y prácticamente va bailando calle arriba.

– ¿Con quién estoy hablando?

– Martin Duckworth -digo-. Sunshine Distributors.

– Por favor, espere mientras compruebo la cuenta.

En el momento en que comienza a sonar la música grabada tapo el auricular con la mano.

– ¡Charlie! -grito. Ya se ha alejado varios metros y con el bullicio del tráfico de la hora punta entre nosotros…-. ¡Charlie! -vuelvo a gritar. Pero sigue sin oírme.

Charlie sigue avanzando hacia el centro de la manzana, baja el bordillo y echa un primer vistazo al banco. Como siempre, su reacción es más rápida que la mía. Descubre los coches sin marcas aparcados delante del edificio y se queda inmóvil en medio de la calle.

Espero que eche a correr, pero es mucho más listo que eso. Instintivamente, echa un vistazo a su alrededor, buscándome. Es como mi madre acostumbraba a decir: ella nunca creyó en la percepción extrasensorial, pero los hermanos… los hermanos estaban conectados. Charlie sabe que estoy aquí.

– ¿Señor Duckworth…? -pregunta la mujer en el otro extremo de la línea.

– Sí… aquí estoy.

Agito la mano y ahora Charlie me ve. Mira en mi dirección, estudiando mi lenguaje corporal. Quiere saber si es real o si sólo estoy actuando. No espera a que cambie la luz del semáforo y se lanza en medio del tráfico, esquivando la embestida de los coches. Un taxi hace sonar con fuerza la bocina, pero Charlie lo ignora. El hecho de verme presa del pánico no significa que él también deba estarlo.

– Señor Duckworth, necesitaré la contraseña de la cuenta -dice la mujer del banco.

– Ero Yo -contesto.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta Charlie cuando sube el bordillo.

Le ignoro; sigo esperando la información del banco.

– ¡Dime! -insiste.

– ¿En qué puedo ayudarle? -pregunta finalmente otra mujer al otro lado de la línea.

– Quiero saber el saldo y también los últimos movimientos de esta cuenta -contesto.

Entonces, allí mismo, en la acera, Charlie se echa a reír a carcajadas, la misma risa patentada de hermano pequeño cuando tenía nueve años.

– ¡Lo sabía! -grita-. ¡Sabía que no podrías evitarlo!

Me llevo el índice a los labios para que se calle, pero sin éxito.

– No podías esperar ni siquiera veinticuatro horas, ¿verdad? -pregunta, inclinándose hacia la cabina-. ¿Qué ha sido? ¿Los coches fuera del banco? ¿Las placas federales? ¿Has hablado con alguien o sólo has visto los coches y has mojado los pan…?

– ¡Quieres cerrar la boca! ¡No soy un imbécil!

– ¿Señor Duckworth…? -pregunta la primera mujer.

– Sí… sigo aquí -digo, volviendo a concentrarme en la llamada-. Estoy aquí.

– Lamento haberle hecho esperar, señor. Esperaba comunicarme con uno de nuestros supervisores para…

– Sólo dígame cuál es el saldo. ¿Es cero?

– ¿Cero? -dice la mujer sin poder evitar la risa-. No… en absoluto.

Yo también dejo escapar una risa nerviosa.

– ¿Está segura?

– Nuestro sistema no es perfecto, señor, pero esta cuenta está muy clara. Según nuestros datos, en esta cuenta sólo se ha registrado una transacción… una transferencia electrónica que se recibió ayer a las 12.21 horas.

– ¿O sea que el dinero aún está allí?

– Por supuesto -dice la mujer-. Estoy mirando el saldo en este momento. Una única transferencia electrónica… por un total de trescientos trece millones de dólares.

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