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– Esto no va a gustarte nada -advirtió DeSanctis cuando entró en el despacho de Gallo en la Oficina de Campo del servicio secreto. Eran casi las dos de la madrugada y los pasillos estaban desiertos y silenciosos, pero aun así DeSanctis cerró la puerta.

– Sólo cuéntame lo que dice -exigió Gallo.

– Su nombre es Saundra Finkelstein, cincuenta y siete años… -comenzó DeSanctis, leyendo de la primera hoja del montón que llevaba en las manos-. Su declaración de la renta dice que lleva casi veinticuatro años alquilando ese apartamento… un montón de tiempo para llegar a ser íntimas amigas.

– ¿Y el registro de las llamadas telefónicas?

– Hemos investigado las llamadas hechas y recibidas en los últimos seis meses. Esa mujer dedica una media de quince minutos diarios a hablar con nuestra Maggie. Desde anoche, sin embargo, no ha habido ninguna llamada.

– ¿Qué hay de las conferencias?

– Verás, ahí es donde las cosas empiezan a ponerse feas. Anoche, a la una de la mañana, ella aceptó por primera vez en su vida una conferencia a cobro revertido de un número que identificamos como (¿estás preparado para esto?) perteneciente a un teléfono público en el Aeropuerto Internacional de Miami.

– ¿Qué? -exclamó Gallo, mordiéndose el nudillo del pulgar.

– No me mires a mí…

– ¿Y a quién coño se supone que debo mirar? -preguntó Gallo, aporreando el escritorio con el puño-. Si están en la casa de Duckworth…

– Créeme, soy perfectamente consciente de las consecuencias.

– ¿Has averiguado qué vuelos hay a Miami?

– Dos billetes. Están haciendo las reservas mientras hablamos.

Lanzando el sillón hacia atrás mientras se levantaba, Gallo dejó que chocara violentamente contra la estantería. El impacto sacudió la media docena de placas del servicio secreto y fotografías que decoraban la pared.

– Allí no hay nada que encontrar -insistió.

– Nadie ha dicho que lo hubiera.

– Aun así deberíamos llamar…

– Ya lo he hecho -dijo DeSanctis.

Asintiendo para sí, Gallo salió disparado hacia la puerta.

– ¿A qué hora has dicho que salimos?

– El próximo vuelo a Miami es a las seis de la mañana -añadió DeSanctis, saliendo tras él-. A la hora del desayuno estaremos echándoles el aliento en la nuca.


– ¡Fudge, sé que estás ahí! -gritó Joey al contestador automático-. No actúes como si estuvieses durmiendo, ¡sé que puedes oírme! Cógelo, cógelo, cógelo… -Esperó pero no hubo ninguna respuesta-. ¿Estás ahí? Dios, soy yo, Joey. -Nada-. De acuerdo, ahora puedes cantar conmigo la canción del alfabeto de mi sobrina: A de Acróbata, B de Burbujas, C de Calambre, D de…

– D de Difunto, querida -contestó Fudge con la voz ronca y pastosa por el sueño-. Y también de Destrucción, Descuartizamiento, Destripamiento…

– ¿Conoces la canción? -preguntó Joey, haciendo un gran esfuerzo para no perder la paciencia.

– Querida mamá, son las dos y cuarto de la jodida madrugada. Eres realmente el mismísimo demonio.

– Escucha, ya te lo explicaré mañana, hablo en serio, pero necesito que aceleres ese rastreo de llamadas de Margaret Caruso.

– ¡Son las dos y cuarto de la jodida mañana!

– ¡Esto es importante, Fudge! ¡Estoy en medio de una crisis!

– ¿Y qué quieres que haga?

– ¿No puedes ponerte en contacto con tu gente en la compañía telefónica?

– ¿Ahora? -preguntó Fudge, aún medio dormido-. Mi gente no trabaja a estas horas… estas horas son para pervertidos, estrellas de rock y… y pervertidos.

– Por favor, Fudge…

– Llámame mañana, cariño. Después de las nueve ya me habré puesto mi colonia para niños.

Desapareció de la línea con un click.

Joey se quitó el pequeño auricular de la oreja y examinó el plano digital de su GPS. Hacía apenas quince minutos, un titilante triángulo azul se había desplazado hacia el centro de la ciudad. Fuera lo que fuese que Gallo y DeSanctis hubieran visto, regresaban al cuartel general. Sin embargo, cuando entraron en el garaje del edificio donde tenía sus oficinas el servicio secreto, el triángulo azul desapareció de la pantalla y un agudo pitido resonó en el coche de Joey. En la pantalla apareció la advertencia «Error en el sistema. Transmisión interrumpida». Joey permaneció indiferente. Cuando se trataba de anular transmisores externos, nadie podía hacerle sombra al servicio secreto.

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