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Maggie Caruso nunca había dormido bien. Incluso cuando las cosas iban bien -durante su luna de miel en los Poconos- Maggie tenía problemas para reunir cinco horas de sueño ininterrumpido. Cuando se hizo mayor -cuando las compañías de las tarjetas de crédito comenzaron a llamarla a finales de mes- se consideraba afortunada si conseguía dormir tres horas. Y anoche, con sus hijos ausentes, permaneció sentada en la cama, aferrada a las sábanas, y apenas si consiguió dormir un par de horas… que era exactamente lo que Gallo había calculado antes de ir a buscarla esa mañana.

– Pensé que le gustaría un poco de café -dijo Gallo cuando entró en la sala de interrogatorios de un blanco brillante. A diferencia del día anterior, DeSanctis no estaba con él. Hoy era solamente Gallo, con su habitual traje gris que le sentaba fatal y una sonrisa sorprendentemente cálida. Le alcanzó el café a Maggie con las dos manos-. Cuidado, está caliente -dijo; parecía realmente preocupado.

– Gracias -contestó Maggie, mientras lo observaba atentamente y estudiaba su nueva actitud.

– ¿Cómo se siente? -preguntó Gallo al tiempo que acercaba una silla. Igual que el día anterior, se sentó a su lado.

– Estoy bien -dijo Maggie, esperando que fuese breve-. ¿Puedo ayudarle en algo?

– De hecho, hay una cosa que… -Gallo dejó que las palabras quedaran suspendidas en el aire. Era una táctica que había aprendido justo al entrar en el servicio secreto. Cuando se trataba de conseguir que la gente hablara, no existía mejor arma que el silencio.

– Agente Gallo, si está buscando a Charlie y Oliver, debería saber que ninguno de los dos vino a casa anoche.

– ¿De verdad? -preguntó Gallo-. ¿O sea que aún no sabe dónde están?

Maggie asintió.

– ¿Y aún no sabe si se encuentran bien?

– No tengo la menor idea.

Gallo cruzó los brazos y guardó silencio.

– ¿Qué? -preguntó Maggie-. ¿No me cree?

– Maggie, ¿Oliver y Charlie se pusieron en contacto con usted anoche?

Maggie permaneció en silencio una fracción de segundo.

– No sé lo que…

– No me mienta -le advirtió Gallo. Entrecerró los ojos y el tío agradable desapareció sin dejar rastro-. Si me miente no les estará haciendo ningún favor.

Apretando los dientes, Maggie ignoró la amenaza.

– Se lo juro, no sé nada.

Por tercera vez, Gallo dejó que el silencio hiciera su trabajo. Treinta segundos de nada.

– Maggie, ¿tiene idea de a lo que se enfrenta? -preguntó por fin.

– Ya le he dicho…

– Permítame que le hable de un caso en el que trabajamos el año pasado -la interrumpió-. Teníamos a un objetivo que utilizaba una máquina de escribir para mantenerse en contacto con otro sospechoso. Es un método muy ingenioso: destruir la cinta de la máquina, enviar un fax desde un lugar imposible de encontrar, nada que nos pudiese servir para cogerles. Pero, lamentablemente para el objetivo, todas las máquinas de escribir eléctricas emiten sus propias emanaciones electromagnéticas. No resultan tan fáciles de leer como un ordenador, pero nuestros técnicos no tuvieron problemas para dar con ellas. Y, una vez que les facilitamos la marca y el número de modelo de la máquina de escribir, les llevó menos de tres horas recrear el mensaje a partir del sonido que produce cada una de las teclas. El tío pulsaba «A», nosotros veíamos «A». Les cogimos a los dos una semana más tarde.

Maggie cuadró los hombros, haciendo un esfuerzo por no perder la compostura.

– No pueden escapar de nosotros -añadió Gallo-. Es sólo cuestión de tiempo. -Negándose a desistir en su empeño, añadió-. Si nos ayuda a encontrarles, podemos llegar a un acuerdo, Maggie, pero si me veo obligado a hacerlo solo… la única forma en que volverá a ver a sus hijos será a través de un cristal de cinco centímetros de espesor. Y eso, si consiguen llegar tan lejos.

Con un único y fluido movimiento, Gallo se rascó la nuca y abrió su chaqueta. Maggie pudo ver el arma de Gallo en su funda de cuero. Gallo la miraba fijamente, no tenía necesidad de añadir nada más.

Le temblaba la barbilla. Intentó levantarse pero las piernas no le respondieron.

– Se acabó, Maggie… sólo tiene que decirnos dónde están.

Ella se volvió y apretó los labios. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

– Es la única manera que tiene de ayudarles -insistió Gallo-. De otro modo, tendrá las manos manchadas con su sangre.

Enjugándose los ojos con la palma de la mano, Maggie buscó desesperadamente algo, cualquier cosa, donde enfocar la vista. Pero la absoluta blancura de las paredes la seguía llevando hacia Gallo.

– Está bien -añadió él, inclinándose hacia Maggie-. Sólo pronuncie las palabras y nos aseguraremos de que no les pase nada. -Apoyó una mano sobre su hombro y le levantó lentamente la barbilla-. Sea una buena madre, Maggie. Es la única manera de ayudarles. ¿Dónde están Charlie y Oliver?

Maggie levantó la vista y sintió que el mundo se fundía ante sus ojos. Sus hijos eran lo único que le quedaba. Eran todo lo que tenía. Y lo único que siempre había necesitado. Irguiéndose en la silla, se sacudió del hombro la mano de Gallo y finalmente abrió la boca.


– No sé de qué está hablando -dijo con voz controlada y suave-. No he tenido ninguna noticia de ellos.

– No seas tan buen niño -regañó Joey a través del teléfono. Se apoyó en el asiento del coche y miró a través de la calle hacia el edificio de Maggie Caruso-. Sólo dime qué hay en los archivos.

– Sabes muy bien que no puedo hacerlo -dijo Randall Adenauer con su inconfundible acento de Virginia-. Sin embargo, puedes volver a preguntar.

– Venga -gimió Joey, poniendo los ojos en blanco. Pero si quería saber los antecedentes de Charlie y Oliver según la ley, sólo había una forma de jugar a ese juego-. ¿Es la clase de gente que podría contratar? -preguntó Joey.

Hubo una pausa en el otro extremo de la línea. Como agente especial encargado de la Unidad de Crímenes Violentos, Adenauer tenía acceso a los mejores archivos y bases de datos con los que contaba el FBI. Como viejo amigo del padre de Joey, también tenía algunas cuentas pendientes que debía haber pagado hacía tiempo.

– Sin duda -dijo-. Yo les contrataría hoy mismo.

– ¿De verdad? -preguntó Joey, sorprendida, aunque no demasiado-. ¿O sea que todo está limpio?

– Como una patena -contestó él-. El más joven tuvo algunos problemas por vagancia, pero nada más. Según nuestros datos, se trata de dos ángeles. ¿Por qué, qué esperabas encontrar?

Esta vez fue Joey quien se quedó en silencio unos segundos.

– No… nada -contestó. Antes de que pudiera continuar, hubo un pitido en la otra línea. La identificación de llamada reveló que era Noreen-. Escucha, tengo que cortar -añadió Joey-. Te llamaré más tarde. Gracias, Poochie.

Un momento después hablaba con su ayudante.

– ¿Gallo y la madre han regresado? -preguntó Noreen.

Joey echó un vistazo al asiento del acompañante, donde una pantalla digital mostraba un pequeño triángulo azul que titilaba a través de un mapa electrónico en dirección al puente de Brooklyn.

– Están de camino -dijo-. ¿Qué me dices de ti? ¿Algo interesante?

– Sólo unos antiguos datos universitarios de la oficina de personal del banco. En términos académicos, las notas de Oliver eran buenas, pero no excelentes…

– Pez pequeño, estanque grande… nuevo nivel de competición…

– … pero según su curriculum, estaba trabajando en dos empleos diferentes, uno de ellos un negocio propio. Un semestre, vendía camisetas; el siguiente, organizaba viajes en limusina; incluso tenía su propio negocio de mudanzas al final de cada año. Ya conoces el perfil.

– El típico joven empresario. ¿Qué hay de Charlie?

– Dos años en la escuela de Bellas Artes, luego lo dejó y acabó los estudios en el City College. En ambos casos, sin embargo, fue la peor clase de estudiante que puedas imaginar. Notables en las asignaturas que le interesaban; insuficientes en el resto.

– ¿Y por qué lo dejó? ¿Miedo al éxito o miedo al fracaso?

– Ni idea, pero está claro que es el comodín.

– En realidad, Oliver es el comodín -señaló Joey.

– ¿Tú crees?

– Echa otro vistazo a los detalles. Charlie puede ser mejor en una situación concreta, pero cuando se trata de asumir riesgos, es Oliver quien dio un paso adelante en un mundo que no era el suyo. -Joey aguardó, pero Noreen no objetó su argumentación-. ¿Qué otra cosa has encontrado además de los currículums?

– Eso es todo -dijo Noreen-. Excepto por el apartamento de la madre, todo lo que Charlie y Oliver tienen son algunas tarjetas de crédito vencidas y una cuenta bancaria ahora vacía.

– ¿Y has comprobado todo lo demás?

– ¿Yo te presto atención cuando tú hablas? Permiso de conducir, Seguridad Social, pólizas de seguros, documentos corporativos, datos de propiedad y todos los demás datos de nuestras vidas privadas que el gobierno ha estado vendiendo a las agencias de crédito durante años, pero sólo ahora, cuando culpan de ello a Internet, está consiguiendo algún eco en la prensa. Aparte de eso, nada dudoso. ¿Cómo te ha ido con el FBI?

– La misma historia: ni condenas, ni citaciones, ni arrestos recientes.

– ¿De modo que eso es todo? -preguntó Noreen.

– ¿Estás de broma? Este es sólo el primer kilómetro. ¿Cuándo ha dicho Fudge que tendríamos los detalles del teléfono y las tarjetas de crédito?

– En cualquier momento -contestó Noreen, acelerando la voz-. Ah, y hay una cosa que podrías encontrar interesante. ¿Recuerdas esa farmacia que me pediste que comprobase? Bien, llamé, dije que era de la compañía de seguros de Oliver y les pregunté si tenían alguna receta pendiente para el señor Caruso?

– ¿Y?

– No tenían nada para Oliver…

– Mierda…

– Pero tenían una para un Caruso llamado Charles.

Joey se irguió en el asiento.

– Por favor, dime que tú…

– Oh, lo siento, ¿he dicho Oliver? Quería decir Charles. Así es, Charlie Caruso.

– Maravilloso, maravilloso -canturreó Joey-. ¿Qué has encontrado?

– Bueno, tiene una receta de algo llamado mexiletine.

– ¿Mexiletine?

– Eso fue exactamente lo que yo pregunté; luego llamé al despacho del médico que había recetado ese medicamento, quien se mostró más que dispuesto a colaborar en una investigación de una compañía de seguros…

– Estás haciendo grandes progresos en este trabajo, ¿lo sabías? -dijo Joey-. ¿Y el resultado final?

– Charlie sufre una taquicardia ventricular.

– ¿Una qué?

– Una arritmia cardíaca. La padece desde los catorce años -explicó Noreen-. De ahí vienen todas las facturas del hospital. Durante todo este tiempo pensábamos que eran de su madre. No es así. Las facturas son todas de Charlie. La única razón de que estén a nombre de su madre se debe a que entonces era menor de edad. Lamentablemente para ellos, cuando Charlie sufrió el primer ataque, la operación les costó ciento diez mil dólares. Aparentemente tiene una mala conexión eléctrica en el corazón que no le permite bombear la sangre correctamente.

– ¿O sea que se trata de una afección grave?

– Sólo si no toma su medicación.

– Mierda -dijo Joey, sacudiendo la cabeza-. ¿Crees que lleva la medicación con él?

– Charlie y Oliver desaparecieron directamente desde Grand Central. No creo que llevase un par de calcetines de recambio, mucho menos su dosis diaria de mexiletine.

– ¿Y cuánto tiempo puede estar sin tomarla?

– Es difícil decirlo. El médico supone que tres o cuatro días en condiciones perfectas, salvo que se dedique a correr por ahí o se encuentre bajo una situación de estrés.

– ¿Quieres decir como salir huyendo y luchar por tu vida?

– Exactamente -dijo Noreen-. A partir de este momento, el reloj de Charlie está en marcha. Y si no le encontramos pronto, olvídate del dinero y el asesinato, porque esos serán los problemas menos importantes de ese chico.

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