75

– Al suelo -me insta Charlie, tirando de mi pierna.

Golpeo con violencia la moqueta y siento un dolor lacerante en la punta del mentón. En el extremo derecho se ve la silueta de nuestro agresor, de pie en una esquina, tratando de ver algo entre las sombras. Está agachado. Cargando su arma…

Pero no pienso darle otra oportunidad. Me levanto y me lanzo hacia la silueta que se recorta en la oscuridad. Se oye otro estallido. Pero no es un disparo… una explosión… una tras otra… como si se tratara de un castillo de fuegos artificiales. Antes incluso de que nuestro agresor se dé cuenta de que estoy allí, caigo sobre él y enlazo ambos brazos alrededor de su cintura. Es como placar a una aspiradora. Caemos al suelo con un sonido metálico.

La sala comienza a iluminarse lentamente y puedo ver a la persona que tengo inmovilizada sobre la moqueta. Es John F. Kennedy.

– En esta Sala de los Presidentes, nos reflejamos en un espejo de nosotros mismos -la voz grabada de Maya Angelón resuena en el otro lado del telón azul. A lo largo de la pared hay un robot de Andrew Jackson al que le falta una pierna, un cesto de mimbre lleno de corbatas y pajaritas y una cabeza de gomaespuma con una peluca velluda que lleva la inscripción «Bill Clinton». Son los bastidores, sólo son los bastidores.

– Damas y caballeros… ¡el presidente de Estados Unidos! -anuncia Maya Angelou. Suenan las trompetas, la multitud aplaude, y yo alzo la vista hacia el techo, donde unas roldanas automáticas levantan el telón. El telón de terciopelo azul que nos oculta aún está en su sitio.

– Venga, Oswald, salgamos de aquí -dice Charlie, extendiendo la mano para que pueda levantarme.

A nuestra derecha, un hombre con un atuendo Paul Revere aparece de pronto por una puerta lateral. Echa un rápido vistazo hacia nosotros, que estamos junto a JFK y el transmisor vuela a sus labios.

– Seguridad… tengo un veintidós aquí… necesito a alguien en el HOP.

Charlie tira de mi brazo y, mientras trato de ponerme de pie, tropiezo con el pecho mecánico de JKF. Gillian ya ha echado a correr hacia la puerta lateral situada a nuestra izquierda. Charlie hace una pausa, decidiendo si debemos seguirla, pero las otras únicas alternativas son hacia Paul Revere, por debajo del telón y hacia las quinientas personas que forman el público, o regresar por donde hemos venido. Echo a correr y cojo a Charlie del cuello de la camisa, obligándole a que me siga. Hasta él es capaz de darse cuenta cuando no hay otra opción. Ambos seguimos a Gillian.

Pasando a toda prisa por la puerta lateral, Gillian nos lleva a una habitación enmoquetada de rojo y llena de muebles antiguos falsos y banderas coloniales norteamericanas. Charlie coge una mecedora y traba con ella la puerta que acabamos de dejar atrás. Paul Revere golpea y grita con fuerza del otro lado de la superficie metálica.

En la habitación hay otras tres puertas. Las dos a nuestra derecha no tienen luz en la parte inferior. Son las que llevan de regreso al teatro. La que está justo delante de nosotros muestra el último estertor del sol del ocaso filtrándose a través del extremo de la moqueta. Es la salida.

Gillian abre la puerta y nos abruma la súbita extensión del espacio. Comparado con las opresivas paredes grises de los túneles y la oscuridad de la Sala de los Presidentes, la luminosa amplitud de la Plaza de la Libertad me obliga a entrecerrar los ojos ante la ciudad Disney de la época revolucionaria.

– Sigamos a la multitud -dice Charlie, señalando hacia la marea humana que llena las calles. A mi izquierda, docenas de chicos hacen cola esperando meter la cabeza a través de una empalizada falsa para que sus padres hagan las fotos obligadas. A mi derecha, cientos de turistas aguardan para hacer el viaje por río más seguro del mundo. Todos los demás están en las calles, miles de ellos se dirigen hacia la ciudad del Viejo Oeste situada en la Frontera. Es la semana previa a las Navidades en Disney World. Perderse es la parte más sencilla.

– Ahora debemos actuar sin prisas -nos advierte Gillian mientras nos zambullimos en el enjambre de turistas que se amontonan delante del Saloon de la Herradura de Diamante. Pocos pasos más adelante, la Plaza de la Libertad -roja, blanca y azul- ha sido reemplazada por los marrones terrosos de la antigua Tienda de Ramos Generales de la Frontera. Gillian baja la cabeza y se adapta al paso de la lenta muchedumbre. Charlie no quiere saber nada de ello y se adelanta, abriéndose paso entre la gente.

– ¡Charlie… espera…! -grito.

Pero Charlie ni siquiera vuelve la cabeza. Salgo tras él, pero ya se encuentra cuatro familias por delante de nosotros. Dando pequeños brincos para tener una visión mejor, sigo su pelo rubio mientras se agita entre la multitud. Cuando pasa junto al Country Bear Jamboree, mira hacia atrás para asegurarse de que le sigo, pero cuanto más intento darle alcance, más rezagada se queda Gillian. Avanzando entre ambos, trato de hacer lo posible por mantener las distancias equidistantes, pero tarde o temprano uno de los dos tendrá que ceder.

Miro a Gillian por encima del hombro y compruebo que finalmente ha conseguido acelerar el paso.

– ¡Vamos! -le digo, haciéndole señas para que se apresure. Paso junto a una familia con un niño en un carrito y acelero. Pero cuando miro hacia adelante buscando a Charlie, no le veo por ninguna parte. Giro el cuello y examino las cabezas de la muchedumbre, buscando su pelo rubio. No está allí. Vuelvo a comprobarlo. Nada. No me importa lo chiflado que pueda estar; es imposible que se haya largado sin mí.

Vuelvo a sentir el mismo nudo en el estómago que cuando nos separamos antes, pulso el botón de pánico y me lanzo hacia adelante.

– Perdón… ya voy… -grito a la multitud mientras me contorsiono para pasar entre ellos. Cuando Gillian se reúne conmigo aún sigo buscando la cabeza rubia de Charlie en medio de la gente. El pelo rubio y corto con la familia de gordos… el pelo rubio rojizo enredado con la gorra de béisbol de Louisiana State… incluso el rubio teñido con las raíces negras. Compruebo cada una de las cabezas. Charlie tiene que estar en alguna parte. Al otro lado de la calle, un niño de unos diez años le dispara un corcho a su hermana en el rostro con una escopeta. Detrás de mí, dos críos se persiguen exhibiendo las lenguas coloreadas con el morado del algodón de azúcar. Junto a mí, un niño llora y su padre le amenaza con llevarle de vuelta a casa. Desde los altavoces fijados a las farolas suena con estridencia Yankee Doodle. Me cuesta incluso pensar. Gillian intenta cogerme la mano. Pero no es eso lo que quiero en este momento. Delante de nosotros la calle se desvía hacia la izquierda. Me estoy quedando sin espacio. Lo intento por última vez.

– ¡Charlie! -grito.

Diez metros delante de mí, una cabeza rubia familiar se asoma de detrás del puesto de gorros de mapache. ¡Charlie!

– ¡Charlie! -vuelvo a gritar agitando ambas manos por encima de la cabeza.

«¡Agáchate!», me indica por señas, palmeando el aire con las palmas hacia abajo.

«¿Qué estás…?»

«¡Agáchate! ¡Ahora!»

Mira hacia el otro lado de la calle y sigo la dirección de su mirada, a través de la multitud, hacia la esquina más alejada del Pecos Bill Café. Diviso dos trajes oscuros que se encuentran entre el gentío ataviado con camisetas de Mickey Mouse. Y entonces ellos me ven a mí.

Los ojos de Gallo se entornan hasta convertirse en una fulminante mirada oscura. Abriéndose paso entre una pareja de jóvenes, se mete entre la multitud. DeSanctis está justo detrás de él.

Загрузка...