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– ¿Estás seguro de que no deberíamos alquilar una camioneta o algo más Disney? -pregunta Charlie mientras aspira con fruición el aire de la gasolinera. Está repantigado en el asiento trasero y me hace las preguntas a través de la ventanilla del acompañante. Yo sostengo la manguera y lleno el depósito del coche. Había empezado el movimiento de reunirse con nosotros fuera, pero se detuvo antes de que sus pies tocaran el pavimento. Finalmente parece haber aprendido el don de la prudencia. Cuanto menos nos vean, mejor para todos.

– ¿Y cómo piensas alquilar esa camioneta? ¿Con qué tarjeta de crédito? -pregunto mientras paso una escobilla de goma por el parabrisas. Cualquier cosa que nos dé una apariencia de normalidad-. ¿Recuerdas lo que nos dijo aquel tío de Hoboken? Son las grandes compras las que siempre te delatan.

– ¿No dijo algo también acerca de las mujeres engañadas? -replica.

Hago una mueca. Hace una semana hubiésemos tenido una discusión. Hoy no merece la pena.

La manguera de la gasolina produce un leve chasquido, indicándonos que el depósito está lleno. Hundido en el asiento trasero y embriagado por los vahos de gasolina, Charlie parece tener seis años. En aquellos días, cuando papá nos llevaba a la gasolinera de Ocean Avenue, siempre decía, «Diez pavos, por favor». No «Llénelo». Sólo decía «Llénelo» cuando cerraba un negocio importante. Eso ocurrió dos veces. Todo lo demás eran diez pavos. Pero -papá era papá- seguía utilizando el servicio completo. Sólo para demostrar que teníamos algo de clase.

– ¿Estamos listos? -pregunta Gillian, girando en la esquina del edificio de la gasolinera y regresando del lavabo. Asiento mientras coloco la tapa del depósito. Gillian se acomoda en el asiento del conductor y ajusta el espejo retrovisor. Echa un vistazo a Charlie a través del espejo, pero cuando él la mira, aparta la vista y pisa el acelerador, lanzándonos contra los respaldos. Como el perro y el gato.

Según el tío de la gasolinera, hay tres horas hasta Orlando. Si nos damos prisa llegaremos antes de que oscurezca.

Veinte kilómetros más adelante nos encontramos en medio de un atasco. Es posible que la autopista de Florida sea el camino más rápido para llegar a Orlando, pero mientras esperamos en la interminable cola en el peaje de Cypress Creek, absolutamente nada se mueve deprisa.

– Esto es ridículo -me quejo mientras avanzamos unos cuantos centímetros-. Tienen doscientos coches y sólo cuatro cabinas de peaje abiertas.

– Bienvenido a las matemáticas de Florida -dice Gillian. Maniobrando hacia la izquierda, dirige el coche hacia el único carril que parece estar en movimiento. Directamente delante de nosotros, mientras otros vehículos avanzan, un Acura negro permanece inmóvil aproximadamente treinta segundos de más-. ¡Venga! -grita Gillian mientras golpea la bocina-. ¡Elige un carril y mueve el culo!

– ¿Puedo hacer una pregunta estúpida? -interrumpe Charlie desde el asiento trasero-. ¿Recuerdas a ese chico de Disney, el que nos dijo por teléfono que las copias de seguridad estaban en el DACS? Bien, ¿qué pasa si al tío le ha entrado el pánico y empieza a buscar las copias de seguridad?

– Él no hará eso -contesto, volviéndome para mirarle.

– ¿Cómo lo sabes?

– Pude detectarlo en su voz -digo-. No es la clase de persona que se dedica a investigar. Y aunque lo sea, no tiene ni idea de lo que debería buscar.

– ¿Estás seguro de eso? -insiste Charlie.

Mientras continúo con la mirada fija en Charlie siento un súbito, casi microscópico temblor en la ceja. Él lo advierte al instante.

– ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo? -pregunta-. El logotipo de Greene & Greene estaba en la pantalla. Todo lo que se necesitaría es una llamada al banco… y otra a Gallo y DeSanctis…

Mientras avanzamos hacia la sombra de las cabinas del peaje, el sol se desvanece desde las alturas. Y lo hace deprisa. Sólo entonces me giro en el asiento y advierto la velocidad a la que nos movemos. El motor ruge. Estamos a punto de pasar a través del peaje a casi cincuenta kilómetros por hora.

– Gillian…

– Relájate es un carril SunPass -dice, haciendo señas con el pulgar por encima del hombro hacia la pegatina con un código de barras en la ventanilla trasera izquierda.

Charlie mira a través del parabrisas; yo sigo la dirección de su mirada. El cartel encima del peaje dice «Exclusivamente SunPass».

Mierda.


– ¡No pases…! -grita Charlie.

Pero ya es demasiado tarde.

Pasamos por el peaje y un escáner digital enfoca fríamente el coche. Charlie y yo nos agachamos simultáneamente en nuestros asientos.

– ¿Qué estáis haciendo? -pregunta Gillian-. No se trata de una videocámara…

A través de la ventanilla posterior la cabina del peaje se desvanece en la distancia. Charlie se incorpora en su asiento.

– ¡Maldita sea! -grito, al tiempo que golpeo el salpicadero con el puño.

– ¿Qué?

– ¿Tienes idea de lo estúpido que ha sido eso?

– ¿Qué ocurre? Es sólo un SunPass…

– ¡…que utiliza la misma tecnología que el escáner de un supermercado! -exclamo-. ¿No sabes acaso lo fácil que es para esos tíos seguir el rastro de este vehículo? ¡Saben quién eres en un abrir y cerrar de ojos!

Ahora es Gillian la que se hunde en su asiento.

– No pensé que fuese…

Su voz tiembla y hace un esfuerzo por conseguir mi atención. Pero es inútil. Ajusto el espejo de la visera para mirar a Charlie.

«¿Qué te había dicho?», me pregunta con la mirada.

– Oliver, de verdad lo lamento -dice Gillian, tocándome el brazo. Por la expresión en el rostro de Charlie, él espera que yo ceda. Pero aparto la mano de Gillian.

«Por fin. Bien por ti, hermano.»

– Lo siento mucho, de verdad -repite Gillian. Vuelve a tocarme, esta vez cogiéndome la mano con fuerza.

«Mantente firme, Ollie. Es hora de gritar victoria», me transmite con la mirada.

– No hablemos más del asunto, ¿de acuerdo? -le digo.

– Por favor, Oliver, sólo trataba de ayudar. Fue un error.

Entre los asientos envolventes, Charlie sacude la cabeza. El no cree en los errores, al menos no cuando quien los comete es Gillian. Pero incluso Charlie debe admitir que el daño ha sido casi inexistente. Sólo hemos atravesado un peaje, razón por la cual, mientras los dedos de Gillian se entrelazan con los míos, yo no sujeto su mano pero tampoco la aparto.

Charlie apoya con fuerza la rodilla contra el respaldo de mi asiento.

Vuelvo a colocar la visera con el espejo en su lugar. El no lo entiende.

– Por favor, la próxima vez debes tener más cuidado -le digo.

– Lo prometo -contesta Gillian-. Tienes mi palabra.

Charlie se vuelve y mira a través de la ventanilla trasera. El peaje ha desaparecido en la distancia. Él sigue protegiéndonos las espaldas.

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