19

Cuando el autobús se detiene ante un edificio antiguo en la esquina de la 81, marco el número del cine Kings Plaza en Brooklyn y pulso «Enviar». Cuando la voz grabada contesta la llamada, cojo un diario que alguien ha dejado en el asiento junto al mío, envuelvo el móvil con él y deslizo el paquete debajo del asiento. Si están rastreando la llamada, esto nos hará ganar al menos una hora… y el infinito bucle del tiempo debería darles a ellos una señal en movimiento que les llevará de caza hasta Harlem.

Antes de que el resto de los pasajeros se percate de lo que está ocurriendo, el autobús se detiene en una parada, las puertas se abren y bajo rápidamente. Mi viaje ha terminado. Afortunadamente, los móviles abandonados viajan gratis.

Al cajero del Citibank le lleva diez minutos vaciar los tres mil cinco dólares que quedan en mi cuenta y es una de las pocas veces que me siento feliz de no poder satisfacer los mínimos exigidos por la banca privada. Con su acceso a Lapidus, el Servicio hubiese cerrado una cuenta en Greene en un momento.

Cuando regreso a la iglesia, mantengo la cabeza gacha y camino a paso rápido a través de la nave principal en dirección a la capilla privada. Delante de mí el brillo de las velas encendidas se filtra por debajo de la puerta. Cojo con fuerza el pomo de la puerta y vuelvo a mirar por encima del hombro para comprobar nuevamente que no hay peligro. Nadie me mira.

Abro la puerta, entro rápidamente en la pequeña habitación de piedra iluminada por las velas y busco a Charlie en las escasas filas de bancos. Está en la misma donde le dejé, en una esquina, aún encorvado. Pero ahora… lleva algo en las manos. Su cuaderno de notas. Está escribiendo otra vez… no, no sólo escribiendo. Garabateando. Furiosamente. El hombre al que no se puede parar.

Asiento en silencio. Charlie regresa finalmente.

– ¿Cuál es la emergencia? -pregunto.

Es la única vez que interrumpe la escritura.

– No puedo encontrar a mamá.

Las palabras tienen el mismo efecto que un golpe en los ríñones. No me extraña que haya emergido de su silencio.

– ¿De qué estás hablando?

– La llamé antes y…

– ¡Te dije que no la llamaras!

– Escucha -implora Charlie-. La llamé desde una cabina que está a siete manzanas de aquí… no cogió el teléfono.

– ¿Y?

– Es martes, Oliver. ¿Martes por la tarde y no está en casa?

Se queda en silencio y deja que las palabras hagan efecto. Como costurera, mamá pasa la mayor parte del tiempo en casa o en la tienda de tejidos, pero los martes y jueves están reservados para las pruebas. Fuera, la mesa de centro, dentro, las dientas. Y así todo el día.

– Tal vez estaba con una dienta en mitad de una prueba -aventuro.

– Tal vez sería mejor que fuésemos a comprobarlo -replica.

– Charlie, sabes muy bien que será el primer lugar adonde irán a buscarnos. Y si nos echan el guante allí, sólo conseguiremos que mamá corra peligro.

Sus ojos vuelven a posarse en el cuaderno de notas. Olviden lo que he dicho. A cualquiera se le puede parar.

– ¿Estás bien? -pregunto.

Charlie asiente, lo que es una enorme mentira. Una vez que está excitado, es alérgico al silencio.

– No vuelvas a quedarte en silencio -le digo-. Mamá estará bien. Tan pronto como salgamos de aquí, pensaremos en alguna forma segura de ponernos en contacto con ella.

– Estoy seguro de que lo haremos -dice-. Pero deja que te diga una cosa… si se acercan a ella…

Alzo la vista, advirtiendo el sutil cambio de tono en la voz de Charlie. Jamás bromea cuando se trata de mamá.

– No le ocurrirá nada -insisto.

Asiente para sí, haciendo un gran esfuerzo por creerlo. De espaldas a mí, añade:

– Ahora cuéntame qué pasó con Duckworth. ¿Has podido averiguar adónde ha ido a parar el dinero?

– No exactamente -digo, explicándole detalladamente mi conversación con la mujer del banco. Como siempre, la reacción de Charlie es inmediata.

– No lo entiendo -dice-. A pesar de que cuando nosotros lo comprobamos, decía tres millones, ¿Duckworth tenía los trescientos trece millones de dólares…?

– Sólo si crees lo que dice en los archivos.

– ¿Crees que ella se lo estaba inventando?

– Charlie, ¿sabes cuántos clientes tienen más de cien millones de dólares en activos? Diecisiete en el último cómputo… y puedo nombrar a cada uno de ellos. Marty Duckworth no figura en esa lista.

Charlie me mira en silencio.

– ¿Cómo es posible?

– Ésa es la cuestión ahora, ¿verdad? -pregunto-. Obviamente, alguien estaba haciendo un trabajo muy fino para que pareciera que Duckworth sólo tenía tres millones de dólares a su nombre. La cuestión importante aquí es: ¿quién lo hizo y cómo consiguieron ocultarlo al resto del banco?

– ¿Realmente crees que alguien es capaz de ocultar toda esa pasta?

– ¿Por qué no? El banco nos paga precisamente para que hagamos eso todos los días -digo-. Piensa en ello. Es lo único en lo que piensan los ricos: ocultar su dinero. De Hacienda… de sus ex esposas… de mocosos incontrolables…

– … ésa es la principal razón por la que la gente acude a nosotros -añade Charlie, captando la idea al vuelo-. De modo que, con una especialidad como ésa, tiene que haber alguien aquí que haya ideado la forma de que una cuenta parezca una cosa y sea realmente otra. «Sí, señor Duckworth, el saldo de su cuenta es de tres millones de dólares… guiño, guiño, codazo, codazo.»-Estúpidos de nosotros, cuando Mary transfirió el saldo, nos llevamos toda la pasta.

Mirando fijamente las sombras que dibujaba en las paredes la luz de las velas, nos abrimos paso a través de la lógica.

– No está mal… -reconoce Charlie-. Pero para que alguien de dentro pudiese…

– No creo que haya sido alguien de dentro del banco, Charlie; quienquiera que haya sido recibía ayuda de…

– ¿Gallo y su compañero del Servicio?

– Tú también oíste lo que dijo Shep; él no fue quien les llamó. Se presentaron en el momento en que el dinero desapareció.

Ambos asentimos lentamente. No es una mala teoría.

– ¿O sea que estaban implicados desde el principio? -pregunta Charlie.

– Dime una cosa: ¿qué probabilidades hay de que dos agentes del servicio secreto participen en un caso criminal y luego maten a Shep sólo para devolver el dinero robado? No me importa cuánto dinero había en juego, Gallo y DeSanctis no fueron asignados al caso por casualidad. Ellos vinieron para proteger su inversión.

– Tal vez formaban parte del plan, vendieron sus servicios…

– Tal vez han estado trabajando con el banco desde el principio.

– ¿Quieres decir lavando dinero? -pregunta Charlie.

Me encojo de hombros, pensando en ello.

– Sea lo que sea, esos tíos estaban metidos en algo sucio, algo grande… algo que, si todo salía bien, les hubiera producido unas ganancias de trescientos trece millones de George Washington.

– No está mal para un día de trabajo -conviene Charlie-. ¿Con quién crees que lo habían planeado?

– Es difícil decirlo. Todo lo que sé es que no puedes escribir «servicio secreto» sin la palabra «secreto».

– Sí, bueno, tampoco puedes escribir «gilipollas» sin Lapidus o Quincy -dice Charlie, apuntando con el dedo.

– No lo sé -dijo sin demasiada convicción-. Tú viste su reacción, estaban incluso más asustados que nosotros.

– Sí… porque tú, yo y todos los demás estaban mirando. Los actores no existen sin público. Además, si no fueron Lapidus o Quincy, ¿quién pudo ser?

– Mary -digo.

Charlie me mira, mesándose una perilla imaginaria.

– Podría ser.

– Te digo que podría haber sido cualquiera. Pero aún no hemos contestado a la primera pregunta: ¿De dónde sacó Duckworth trescientos trece millones de dólares?

Las velas continúan con su danza. Yo permanezco inmóvil.

– ¿Por qué no se lo preguntas al interesado? -dice Charlie.

– ¿Duckwojrth? Está muerto.

– ¿Estás seguro de eso? -pregunta Charlie, levantando una ceja-. Si todo lo demás es una sala de espejos, ¿qué te hace pensar que ésta es la única pared?

Es un buen argumento. De hecho, es un gran argumento.

– ¿Aún tienes su…?

Charlie busca en el bolsillo trasero del pantalón y saca una hoja de papel doblada.

– Eso es lo bueno de ponerse los mismos pantalones que usaste el día anterior -dice-. Lo tengo… aquí.

Cuando desdobla el papel aparece la dirección de Duckworth que tenían en la cuenta del Midland National Bank: 405 Amsterdam Avenue. Con su mecha encendida se dirige hacia la puerta.

– Charlie -susurro-. Tal vez sea mejor ir a la policía.

– ¿Por qué… para que puedan entregarnos al servicio secreto y nos llenen la cabeza de plomo? No quiero ofenderte, Ollie, pero el hecho de que tengamos el dinero y la forma en que nos sorprendieron con Shep… nadie va a creer una palabra.

Cierro los ojos e intento imaginar otra situación. Pero lo único que veo es la sangre de Shep… bañándonos las manos. No importa lo que digamos. Ni siquiera yo creería nuestras palabras. Retrocedo y me siento en uno de los bancos.

– Estamos muertos, ¿verdad?

– No digas eso -me increpa Charlie. No puedo asegurar si se trata de negar la evidencia o de obcecación de hermano pequeño, pero es igual-. Si encontramos a Duckworth… será nuestro primer paso para encontrar respuestas -insiste-. Es nuestra oportunidad de sacudir las Ocho Bolas Mágicas. No pienso tirar la toalla. -Abre la puerta de la capilla y desaparece en la gran nave central.

Me vuelvo hacia el altar votivo, contemplo la cera derretida que corre por el cuerpo de las velas. No le lleva mucho tiempo quemarse por completo. Sólo un poco. Es todo lo que tenemos.

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