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– ¿Cómo vamos? -preguntó Gallo.

– Sólo necesito un segundo -dijo DeSanctis desde el asiento del acompañante. En su regazo, sus dedos se movían sobre el teclado de lo que parecía un ordenador portátil estándar. Un examen más profundo, sin embargo, revelaba que las únicas teclas activas eran los números alineados en la parte superior del teclado, que DeSanctis utilizaba para ajustar el receptor que estaba perfectamente oculto en su interior. Era como sintonizar un aparato de radio: encuentre la frecuencia adecuada y escuchará su canción favorita. Buscando y pulsando a lo largo de la fila, tecleó los números que le habían dado los tíos de la División de Seguridad Técnica: 3.8 gigahertz… 4.3 gigahertz… Cuanto más cerca estuviesen de las frecuencias de microondas, más difícil les resultaría interceptarlas a los tíos de fuera. Añade un código a una señal de frecuencia alterna y les resultará prácticamente imposible. Con la señal moviéndose permanentemente a través del dial, ahora era una estación de radio fabricada para dos.

DeSanctis pulsó los dígitos finales. En la pantalla, una pequeña ventana cobró vida en la esquina inferior izquierda. A medida que aparecía progresivamente y los colores se volvían más nítidos, ambos tuvieron una perfecta imagen digital de Maggie Caruso inclinada sobre la mesa baja que había en el centro de la sala de estar, como si estuviese a punto de vomitar sobre ella. Sus puños crispados frotaban la superficie de madera. Las piernas cedieron y cayó de rodillas en el suelo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Gallo-. ¿Está enferma?

– Es sólo un momento… -DeSanctis marcó un número final y la voz de la señora Caruso resonó en los altavoces incorporados.

– …cias… gracias, Dios mío! -exclamó mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Agitó la cabeza y esbozó una dolorosa pero inconfundible sonrisa-. Cuida de ellos… por favor, cuida de ellos…

– ¿Qué coño está pasando? -vociferó Gallo.

DeSanctis abrió la boca.

– ¡La han llamado! -dijo Gallo-. ¡Esos cabrones acaban de llamarla!

Manipulando furiosamente el teclado, DeSanctis abrió otra ventana en el ordenador portátil. «Caruso, Margaret – Plataforma: telefonía.»

– ¡Eso es imposible! -dijo DeSanctis, leyendo la pantalla-, Lo tengo todo aquí, está en blanco, no ha llegado nada; no ha salido nada.

– ¿Fax? ¿Correo electrónico?

– No para la costurera. Ni siquiera tiene ordenador.

– Tal vez los hermanos llamaron a la casa de uno de los vecinos.

DeSanctis señaló la imagen de vídeo que aparecía en la pantalla. En el fondo, detrás de la señora Caruso, se veía claramente la puerta del apartamento.

– Los técnicos estuvieron vigilando desde que llegamos aquí. Incluso teniendo en cuenta los dos minutos que llevó montar esto, hubiésemos visto a alguien entrando y saliendo…

– ¿Entonces cómo coño consiguieron comunicarse con ella?

– No tengo ni idea… tal vez…

– ¡No quiero ningún tal vez! ¡No es momento de adivinanzas! -gritó Gallo-. ¡Está claro que esa mujer tiene algo que le permite hablar con sus hijos; no me importa si un vecino está transmitiendo en código Morse a través del radiador, quiero saber qué es!


«¡Está claro que esa mujer tiene algo que le permite hablar con sus hijos; no me importa si un vecino está transmitiendo en código Morse a través del radiador, quiero saber qué es!»Mirando calle arriba hacia el coche de Gallo y DeSanctis, Joey se apoyó en el asiento y bajó el volumen de su receptor portátil. Aunque sólo fuera un único micrófono instalado en una luz cenital había hecho un excelente trabajo.

Levantó la tapa del ordenador portátil que tenía sobre el regazo y abrió las fotografías de las oficinas que había descargado de su cámara digital. Las oficinas de Oliver, Charlie, Shep, Lapidus, Quincy y Mary. Seis en total, más las áreas comunes. Estudió las habitaciones una a una, examinando todos los detalles. La reproducción barata de una lámpara de banquero sobre el escritorio de Oliver… el póster de la Rana Kermit en el cubículo que ocupaba Charlie… las fotografías en la pared de Shep… incluso la ausencia de objetos personales en el escritorio de Lapidus.

– Parece que tenías razón -la voz de Noreen interrumpió a través del auricular-. Han llamado a mamá.

– Sí… supongo.

Noreen conocía perfectamente ese tono en su jefa.

– ¿Qué ocurre?

– Nada -dijo Joey mientras pasaba las fotografías que tenía en el ordenador-. Es sólo que… si Gallo y DeSanctis están llevando este asunto como una verdadera caza del hombre, ¿por qué son las dos únicas personas que se encargan de la vigilancia?

– ¿Qué quieres decir?

– Es una cuestión de protocolo, Noreen. El FBI puede meter la pata, pero cuando se trata de vigilancia, el servicio secreto es el mejor. Cuando vigilan una casa, envían a cuatro personas como mínimo. ¿Por qué, de pronto, sólo hay dos tíos sentados en un coche?

– ¿Quién sabe? Tal vez están escasos de personal… o se han extralimitado en el presupuesto… tal vez el resto llegue mañana…

– O tal vez no quieren que haya nadie más -dijo Joey.

– Venga, ya, ¿realmente lo crees?

Joey dejó de pensar. Podía oír a Gallo y DeSanctis discutiendo a través del receptor.

– Cuando mataron a Shep, perdieron a un ex agente -señaló Noreen-. Diez pavos a que ésa es la razón de que lo consideren una cuestión personal.

– Espero que tengas razón -dijo Joey, apagando el receptor-. Pero si yo fuese Charlie y Oliver, estaría rezando para que fuésemos nosotros quienes les encontrásemos primero.

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