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Cuando tenía doce años perdí a Charlie en el centro comercial del Kings Plaza. Mamá estaba en una de las antiguas tiendas de descuento, decidiendo qué ropa comprar; Charlie estaba investigando entre los artículos de Spencer Gifts, haciendo un esfuerzo por olfatear las velas eróticas «Sólo para adultos»; y yo… se suponía que no debía apartarme de su lado. Pero cuando me di la vuelta para enseñarle la colección de juegos de naipes con desnudos, comprobé que se había ido. Lo supe al instante: no se estaba escondiendo y tampoco estaba vagando por uno de los rincones de la tienda. Había desaparecido.

Durante veinticinco minutos corrí frenéticamente de una tienda a otra, gritando su nombre. Hasta el momento en que le encontramos -lamiendo el cristal en Jo Ann's Nut House- un dolor lacerante no dejó de perforarme el pecho. No fue nada comparado con lo que estoy sintiendo en este momento.

– ¿Puedo ayudarle? -pregunta el guardia de seguridad en el mostrador de recepción. Es un hombre mayor con un uniforme de «Seguridad Kalo» y zapatos ortopédicos blancos. Bienvenidos al Conjunto residencial Wilshire en North Miami Beach, Florida. El lugar indicado al que acudir cuando se trata de una emergencia.

– He venido a ver a mi abuela -contesto con mi mejor voz de buen chico.

– Escriba su nombre, por favor -dice el guardia, señalando el libro de registro. Garabateo algo ilegible y examino todas las firmas que hay encima de la mía. Ninguna de ellas es la de Charlie. No obstante, hemos pasado por esta situación una docena de veces. Si alguna vez nos perdemos, debemos acudir a un lugar seguro. Bajo la palabra «Residente», añado las palabras «Abuela Miller».

– ¿Es el nieto de Dotty? -pregunta el guardia, súbitamente amable.

– Sí, de Dotty -digo, entrando en el vestíbulo.

Por supuesto que se trata de una mentira, pero tampoco soy un completo desconocido. Durante casi quince años, mi abuela, Pauline Balducci, vivió en esta residencia. Murió aquí hace tres años, y es precisamente por esa razón que utilizo el nombre de su vecina para que Gillian y yo podamos entrar.

– ¡El nieto de Dotty! -se ufana el guardia de seguridad ante los residentes que pasan por el vestíbulo-. Tiene la misma nariz, ¿verdad?

Arrastrando a Gillian por un brazo atravieso el vestíbulo, paso junto a los ascensores y sigo los carteles de salida a lo largo del sinuoso pasillo con el empapelado despegado y que apesta a cloro. Área de la piscina, todo recto. Mamá solía enviarnos aquí para que disfrutásemos de un tiempo de calidad con la parte «distinguida» de la familia. En cambio, eran dos semanas de luchas en el agua, concursos para ver quién resistía más tiempo debajo del agua, y las quejas de la gente bienpensante del conjunto residencial porque nos zambullíamos de un modo demasiado ruidoso, lo que fuese que eso significara. Incluso ahora, cuando salimos al exterior, un hermano y una hermana están hundidos hasta las rodillas practicando un cruel juego de Marco Polo. El chico, con los ojos cerrados, grita: «¡Marco!»: La chica grita: «¡Polo!» Cuando él se acerca, ella sube la escalerilla, corre alrededor de la piscina y vuelve a saltar al agua. Evidentemente es un poco tramposa. Igual que Charlie solía hacerme a mí.

– ¿Oliver, adónde…?

– Espera aquí -digo, señalando a Gillian una tumbona.

Junto a la piscina, un vestido con camisa blanca, pantalón corto del mismo color y calcetines negros subidos hasta la rodilla estudia la página de las apuestas del hipódromo.

– Lamento molestarle, señor, pero, ¿podría dejarme su llave del club? -le pregunto-. Mi abuela se ha llevado la nuestra al apartamento.

El abuelo levanta la vista de su página de apuestas y me mira con sus pequeños ojos negros.

– ¿Quién es su abuela?

– Dotty Miller.

Después de echarme un vistazo, saca la llave del bolsillo.

– Luego tráigala -me advierte.

– Por supuesto… enseguida.

Le hago una seña a Gillian y ella me sigue más allá de la pista de tejo y por el sendero flanqueado de árboles que ocultan el club de una sola planta. Una vez que Gillian ha entrado, le devuelvo la llave al señor Calcetines Negros y regreso con Gillian.

Una vez dentro, el «club» está exactamente igual a como lo dejamos hace un montón de años: dos cuartos de baño mugrientos, una sauna que no funciona y un juego de pesas anterior a Jack La Lane. El lugar fue diseñado para ser un punto de encuentro social, para que personas mayores se conocieran e hicieran nuevas amistades. Nunca se utilizó. Podríamos quedarnos durante días y nadie nos interrumpiría.

Gillian se sienta sobre el tapizado de vinilo rojo del banco de pesas. Miro las paredes cubiertas de espejos y me siento en el suelo.

– Oliver, ¿estás seguro de que Charlie conoce este lugar?

– Hablamos de este lugar miles de veces. Cuando éramos pequeños solíamos escondernos en la sauna. Yo saltaba dentro y simulaba que era Han Solo congelado en carbonita. Entonces Charlie acudía en mi rescate y… y… -Mi voz tiembla y me miro nuevamente al espejo. Me falta una mitad.

– Por favor, no te hagas esto a ti mismo -me mega Gillian-. Nos llevó cuarenta minutos llegar hasta aquí y tenemos un coche. Si Charlie está de camino en taxi o en autobús tardará un poco más en llegar, eso no significa nada. Estoy segura de que no le ha pasado nada.

Ni siquiera me molesto en contestar.

– Tienes que ser positivo -añade-. Si piensas lo peor; consigues lo peor. Pero si piensas lo mejor…

– ¡Entonces todo te estallará en la cara de todos modos! ¿Aún no entiendes la frase clave, la que remata el chiste? Es la gran broma pesada cósmica. Toc, toc. ¿Quién es? Una gran patada en el culo. Eso es todo… final del chiste. ¿No es muy divertido?

– Oliver…

– Es como correr el maratón de Boston: entrenas como un loco… pones tu vida en ello y entonces, justo cuando estás a punto de cruzar la línea de llegada, algún imbécil estira la pierna y llegas cojeando a la meta con ambos tobillos rotos y preguntándote adonde ha ido a parar todo ese duro trabajo. Antes de que te puedas dar cuenta, todo ha desaparecido: tu vida, tu trabajo… y tu hermano…

Gillian levanta la cabeza y me observa atentamente. Como si viese algo que nunca hubiera visto antes.

– Tal vez deberíamos ir a la policía -me interrumpe-. Quiero decir, encontrar algo acerca de mi padre es una cosa, pero cuando comienzan a dispararnos… no lo sé… tal vez ha llegado el momento de sacar la bandera blanca.

– No puedo hacerlo.

– ¿De qué estás hablando? Sólo tenemos que marcar el 911. Si les dices la verdad, no pueden entregarte al servicio secreto.

– No puedo hacerlo -insisto.

– Por supuesto que puedes hacerlo -replica Gillian-. Todo lo que hiciste fue ver una cuenta bancaria en la pantalla de tu ordenador, no es como si hubieras hecho algo malo…

Giro la cabeza mientras el silencio marca la cadencia del aire.

– ¿Qué? -pregunta Gillian-. ¿Qué es lo que no me estás diciendo?

Nuevamente permanezco en silencio.

– Oliver…

Sólo silencio.

– Oliver, puedes decirme…

– Lo robamos -digo de golpe.

– ¿Perdón?

– No pensamos que ese dinero perteneciera a nadie; buscamos los datos de tu padre, pero había muerto… y el estado no había podido encontrar a ningún familiar, de modo que pensamos que nadie saldría perjudicado.

– ¿Lo robasteis?

– Sabía que no debía hacerlo, se lo dije a Charlie, pero cuando descubrí que Lapidus me estaba jodiendo… y Shep dijo que podíamos sacarlo del banco… Todo parecía tener sentido. Pero lo siguiente que supimos fue que nos habíamos quedado con trescientos millones de dólares del dinero del servicio secreto.

Gillian tose como si estuviera a punto de ahogarse.

– ¿Cuántos millones?

La miro fijamente a los ojos. Si estuviese trabajando contra nosotros es imposible que hubiese atacado a Gallo y DeSanctis de la forma que lo hizo. En cambio, lo hizo. Nos salvó la vida. Del mismo modo en que me salvó anoche cuando estábamos debajo del agua. Es hora de que le devuelva el favor.

– Trescientos trece.

– ¿Trescientos trece millones?

Asiento.

– ¿Robaste trescientos trece millones de dólares?

– No deliberadamente… no esa suma. -Espero que comience a gritar, o me abofetee, o me corte el cuello, pero no hace nada de eso. Simplemente se queda sentada. En una perfecta postura india. En absoluto silencio-. Gillian, sé lo que estás pensando, sé que es tu dinero…

– ¡No es mi dinero!

– Pero tu padre…

– ¡Ese dinero hizo que le mataran, Oliver! Para lo único que sirve ahora es para forrar su ataúd. -Alza la vista y sus ojos están llenos de lágrimas-. ¿Cómo pudiste no decírmelo?

– ¿Qué se suponía que debía decir? Hola, soy Oliver, acabo de robar trescientos trece millones de dólares del dinero de tu padre, ¿quieres venir y quedarte con un buen pedazo? Charlie y yo sólo queríamos saber si estaba vivo. Pero después de conocerte… y pasar un tiempo contigo… yo nunca quise hacerte daño, Gillian, especialmente después de todo esto.

– Pudiste contármelo anoche…

– Quería hacerlo… lo juro.

– ¿Por qué no lo hiciste entonces?

– Yo sólo… sabía que te haría daño.

– ¿Y piensas que esto no me hace daño?

– Gillian, no tenía intención de mentirte…

– Pero lo hiciste. Lo hiciste -insiste con voz temblorosa.

Aparto la vista, incapaz de mirarla a los ojos.

– Si pudiera volver a hacerlo todo otra vez, no lo haría -susurro.

Gillian solloza ante mi comentario, pero eso no contribuye a mejorar la situación para mí.

– Gillian, te juro que…

– No se trata siquiera de que me mintieses -me interrumpe-. Y ciertamente no tiene nada que ver con un montón de dinero sucio -añade, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano. Aún está conmocionada, pero percibo las primeras señales de ira-. ¿Aún no lo entiendes, Oliver? ¡Sólo quiero saber por qué mataron a mi padre!

Mientras pronuncia esas palabras, el temblor que se percibe en la parte posterior de su garganta hace que sienta un estremecimiento en los hombros y nuevamente me recuerda qué hemos venido a hacer aquí. Alzo la barbilla y me contemplo en el espejo. Bolsas oscuras debajo de los ojos. Pelo negro en mi cabeza. Y mi hermano que sigue desaparecido.

Por favor, Charlie -dondequiera que te encuentres- regresa a casa.

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