24

Los primeros quince minutos estaban destinados a que se calmara. Nadie a quien gritarle… nadie con quien hablar; estaba sola en una habitación sin nada donde posar la vista salvo una mesa de madera y cuatro sillas de oficina diferentes. Las cuatro paredes que la rodeaban eran completamente blancas -ningún cuadro, nada que pudiera distraerla- excepto por el enorme espejo que se encontraba en la pared derecha. Obviamente, el espejo fue lo primero que llamó la atención de Maggie Caruso. Se suponía que así debía ser. Como el servicio secreto sabía muy bien, con la tecnología de vídeo actual, no existía ninguna razón práctica para seguir utilizando los espejos de dos caras. Pero eso no significaba que, aun cuando no hubiese nadie detrás de ellos, no tuviesen su propio efecto psicológico. De hecho, la sola visión del espejo hacía que Maggie se moviese nerviosamente en la silla. Y así transcurrieron los quince minutos siguientes.

Tratando de eliminarlo de su campo de visión, Maggie utilizó la mano derecha para cubrirse los ojos. Se recordó mentalmente que todo estaba bien. Sus hijos estaban bien. Eso fue lo que Gallo le dijo. Se lo dijo mirándola a los ojos. Pero si efectivamente era así, ¿qué hacia ella en el centro de la ciudad, en el cuartel general del servicio secreto en Nueva York? La respuesta llegó con un ruido de pasos y el movimiento del pomo de la puerta. Se volvió hacia la izquierda y la puerta se abrió de par en par.

– ¿Maggie Caruso? -preguntó DeSanctis cuando entró en la habitación. Una carpeta se balanceaba a un costado del cuerpo, estaba vestido con un traje azul pero no llevaba chaqueta. Las mangas remangadas hasta los codos. Serio pero no amenazador. Detrás de él estaba Gallo, quien la saludó con un breve movimiento de cabeza. Maggie, por deformación profesional, vio que el traje le sentaba fatal, un signo evidente de mal gusto, una enorme impaciencia o un ego exagerado (los hombres siempre pensaban que eran más grandes de lo que eran en realidad). A pesar del viaje de cuarenta minutos en coche desde Brooklyn, aún no sabía por qué estaba allí. Pero sí sabía lo que ella quería. Su voz salió entrecortadamente al pronunciar las palabras.

– Por favor… ¿cuándo puedo ver a mis hijos?

– De hecho, esperábamos que usted pudiese ayudarnos precisamente en esa cuestión -dijo DeSanctis. Se sentó en la silla de la izquierda; Gallo ocupó la que estaba a la derecha de Maggie. Ninguno de los dos se sentó frente a ella, advirtió. Tenía a uno a cada lado.

– No lo entiendo… -comenzó a decir.

Gallo miró a DeSanctis, quien deslizó lentamente la carpeta sobre la mesa.

– Señora Caruso, anoche, en algún momento, alguien robó… bueno… una importante cantidad de dinero del Banco Privado Greene. Esta mañana, cuando los ladrones fueron sorprendidos, se produjo un intercambio de disparos y…

– ¿Disparos? -le interrumpió ella-. ¿Acaso alguien…

– Oliver y Charlie están bien -le aseguró él, cubriendo con las suyas las manos de Maggie-. Pero durante el tiroteo un hombre llamado Shep Graves resultó muerto por los disparos efectuados por los dos sospechosos, quienes consiguieron darse a la fuga.

Maggie se volvió hacia Gallo, quien se estaba mordiendo un corte que tenía en el labio inferior.

– ¿Qué tiene que ver todo esto con mis hijos? -preguntó con voz temblorosa.

DeSanctis se inclinó hacia ella sin soltarle las manos.

– Señora Caruso, ¿ha tenido noticias de Charlie u Oliver en las últimas horas?

– ¿Cómo dice?

– Si sus hijos estuviesen escondidos en alguna parte, ¿sabría usted dónde podría ser?

Maggie apartó las manos y se puso de pie de un brinco.

– ¿De qué está hablando?

Gallo se puso de pie con la misma celeridad.

– Señora, ¿quiere sentarse, por favor?

– ¡No hasta que me diga qué es lo que pasa! ¿Acaso les está acusando de algo?

– ¡Señora, siéntese!

– ¡Oh, Dios mío! Habla en serio, ¿verdad?

– ¡Señora…!

DeSanctis cogió a Gallo de la muñeca y le obligó a sentarse. Mirando a Maggie, le dijo:

– Por favor, señora Caruso, no hay necesidad de que…

– ¡Ellos jamás harían algo así! ¡Jamás! -insistió Maggie.

– No estoy diciendo que lo hicieran -dijo DeSanctis, con un tono de voz suave y tranquilo-. Sólo trato de protegerles…

– Pues es curioso… pero suena como alguien que se muere por atraparles.

– Llámelo como quiera -intervino nuevamente Gallo-. Pero cuanto más tiempo pasen sus hijos ahí fuera, mayor es el peligro que corren.

Al oír esas palabras, Maggie se quedó paralizada.

– ¿Qué?

Gallo se frotó la cabeza y respiró profundamente. Maggie le estudió detenidamente, sin poder decidir si se trataba de un gesto de frustración o de auténtica preocupación.

– Sólo intentamos ayudarla, señora Caruso. Sólo eso, ya sabe cómo son estas cosas… usted mira las noticias en la tele. ¿Cuándo fue la última vez que un fugitivo se salió con la suya? ¿O vivió feliz para siempre? -preguntó Gallo-. Esas cosas no suceden, Maggie. Y cuanto más tiempo siga con la boca cerrada, más probabilidades hay de que algún poli con el gatillo fácil le meta una bala en la cabeza a uno de sus chicos.

Incapaz de mover un músculo, Maggie permaneció sentada, dejando que la lógica de ese razonamiento hiciera efecto.

– Sé que trata de protegerles y comprendo sus dudas -añadió Gallo-. Pero pregúntese esto: ¿Realmente quiere enterrar a sus propios hijos? Porque desde este momento, Maggie, la elección depende de usted.

Inmóvil, Maggie Caruso vio a través de un mar de lágrimas cómo el mundo se nublaba.


Fuera del edificio de apartamentos de Maggie Caruso, la furgoneta Verizon aparcó en un lugar libre justo detrás de un coche negro abollado. No hubo carreras, o confusión, o frenos chirriando sobre el pavimento. Simplemente, la puerta lateral de la furgoneta se abrió y tres hombres vestidos con uniformes Verizon saltaron del vehículo. Los tres llevaban documentos de identificación de la compañía de teléfonos en el bolsillo derecho y placas del servicio secreto en el izquierdo. Sus movimientos eran tranquilos al descargar las cajas de herramientas. Parte del entrenamiento. Los tíos encargados de las reparaciones de teléfonos jamás se daban prisa.

Como especialistas en seguridad personal de la División de Seguridad Técnica, sólo necesitaban veinte minutos para convertir cualquier casa en un perfecto estudio de sonido. Gallo les había dicho que disponían de dos horas. Aun así, acabarían su trabajo en veinte minutos. Los tres hombres se dirigieron a la entrada del edificio y el más alto de ellos introdujo unos diminutos alicates de tres puntas en la cerradura. Cuatro segundos más tarde la puerta estaba abierta.

– La caja de teléfonos en el sótano -dijo el hombre de pelo negro.

– Yo me encargo -dijo el tercer hombre, alejándose hacia el hueco de la escalera que se abría en una esquina del vestíbulo. Sólo los novatos colocan micrófonos en el aparato que quieren controlar. Gracias a Hollywood, es el primer lugar que todo el mundo examina.

En el ascensor, sus dos compañeros repararon en las puertas metálicas atacadas por el óxido y en los viejos botones. Los edificios viejos siempre daban más trabajo. Paredes más gruesas; perforaciones más profundas. Finalmente, el ascensor se detuvo bruscamente en el cuarto piso. La puerta se deslizó lentamente; Joey estaba esperando en el rellano. Echó un breve vistazo a los hombres con uniformes Verizon y bajó la cabeza.

– Que tenga una buena noche -dijo el más alto al salir.

– Usted también -contestó Joey, pasando a su lado para entrar en el ascensor. El pecho de Joey rozó el brazo del hombre. Él sonrió. Ella le devolvió la sonrisa. Un momento después Joey había desaparecido.


– Lo juro, no he sabido absolutamente nada de ellos -tartamudeó Maggie, enjugándose las lágrimas con el borde de la manga-. Estuve en casa todo el día… todas mis dientas… pero ellos nunca…

– La creemos -dijo Gallo-. Pero cuanto más tiempo pasen Charlie y Oliver ahí fuera, más probabilidades hay de que se pongan en contacto con usted. Y cuando lo hagan, quiero que me prometa que les mantendrá al teléfono el mayor tiempo posible. ¿Me está escuchando, Maggie? Eso es todo lo que debe hacer. Nosotros nos encargaremos del resto.

Mientras recobraba el aliento, Maggie intentó imaginarse ese momento en su cabeza. Había muchas cosas que aún no tenían sentido paia ella.

– No sé…

– Comprendo que es difícil para usted -añadió DeSanctis-. Créame, yo tengo dos niñas pequeñas y ningún padre debería encontrarse jamás en esta situación. Pero si quiere salvarles, esto es lo mejor para ellos… para todos.

– ¿Qué me dice? -preguntó Gallo-. ¿Podemos contar con usted?

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