20

Cuando giró en la esquina, en dirección a la calle de Oliver, envuelta en un abrigo verde oliva que llegaba hasta los tobillos, Joey parecía un peatón más en Red Hook: la cabeza gacha, sin tiempo para hablar, otros lugares donde estar. No obstante, mientras sus ojos permanecían fijos en el deteriorado edificio donde vivía Oliver, sus dedos estaban mucho más ocupados: sobaban lentamente las bolsas negras de basura vacías que llevaba en el bolsillo izquierdo y la correa para perros de nailon rojo que llevaba en el derecho.

Segura de que se encontraba lo bastante cerca de su objetivo, levantó la cabeza y sacó la correa, dejando que colgase hacia sus rodillas. Ahora no era solamente una investigadora, paseando por la calle y examinando las ventanas en busca de vecinos curiosos. Con la correa colgando junto a ella, era un miembro más de la comunidad que buscaba a su perro perdido. Sí, era una excusa muy pobre, pero en todos los años que llevaba utilizándola, jamás le había fallado. Las correas vacías te llevaban a cualquier parte: caminos particulares… patios traseros… incluso al estrecho callejón que discurre junto al edificio de piedra rojiza desteñida y donde se encuentran los tres contenedores de plástico llenos con la basura de Oliver y sus vecinos.

Joey se deslizó en el callejón; contó once ventanas que daban a la zona de recolección de los residuos: cuatro en el edificio de Oliver, cuatro en el edificio contiguo y tres en el que se alzaba al otro lado de la calle. Sin duda era mejor hacerlo de noche pero, para entonces, el Servicio ya habría examinado la basura. Es lo que siempre sucede con las Zambullidas en los Basureros. Se sirve el primero que llega.

Sin perder un segundo, se quitó el abrigo y lo lanzó a un lado. Llevaba un pequeño micrófono prendido al primer botón de la camisa y dos finos cables llegaban hasta un móvil sujeto al cinturón. Se colocó un audífono en la oreja derecha, pulsó «Enviar» y, mientras sonaba, abrió rápidamente las tres tapas de los contenedores de basura.

– Aquí Noreen -contestó una mujer joven.

– Soy yo -dijo Joey, poniéndose un par de guantes quirúrgicos de látex. Era una lección que había aprendido en su primera Zambullida en el Basurero, donde el sospechoso tenía a un recién nacido… y Joey encontró un puñado de pañales sucios.

– ¿Qué tal el barrio? -preguntó Noreen.

– Ha visto tiempos mejores -dijo Joey mientras observaba las paredes de ladrillo gastadas y los cristales rotos en las ventanas del sótano-. Supuse que era un vecindario de jóvenes banqueros ambiciosos. Pero se trata de un barrio de gente obrera que no puede permitirse el lujo de un primer apartamento en la ciudad.

– Tal vez por eso mismo robó el dinero, porque está harto de ser de segunda clase.

– Sí… tal vez -dijo Joey, feliz de comprobar que Noreen participaba.

Recién graduada en el programa nocturno de la Facultad de Derecho de Georgetown, Noreen pasó el primer mes posterior a su graduación siendo rechazada por los principales bufetes de Washington, D. C. Los dos meses siguientes supusieron también el rechazo de las firmas medianas y pequeñas. Al cuarto mes, su viejo profesor de la asignatura de Prueba hizo una llamada a su buen amigo en Sheafe International. Excelente estudiante del programa nocturno… poca cosa a primera vista, pero ambiciosa… igual que Joey el día eri que su padre la dejó. Aquéllas fueron las palabras mágicas. Un currículo enviado por fax más tarde, Noreen tenía un trabajo y Joey tenía su flamante ayudante.

– ¿Preparada para bailar? -preguntó Joey.

– Dispara…

Joey metió la mano dentro del primer contenedor, abrió la primera bolsa Hefty y el olor a café molido le dio de lleno en el rostro. Inclinó la bolsa para ver mejor, buscando algo con un… Allí estaba. Una factura de teléfono. Manchada y húmeda por los posos de café, pero arriba del todo. Apartó los restos de café y comprobó el nombre en la primera página. Frank Tusa. La misma dirección. Apartamento 1.

Siguiente.

La bolsa que estaba debajo era un saco oscuro que, una vez abierto, apestaba a naranjas podridas. Había un sobre de correos dirigido a Vivian Leone. Apartamento 2.

Siguiente.

El contenedor del medio estaba vacío. Eso dejaba sólo el contenedor de la derecha, que tenía una bolsa blanca y barata, casi transparente, atada con una fina cuerda roja. No era Hefty… tampoco GLAD… era alguien que trataba de ahorrarse unos dólares.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó Noreen.

Joey no contestó. Abrió la bolsa blanca, echó un vistazo al interior y contuvo la respiración ante la peste a plátanos de dos días.

– ¡Uf! Qué asco.

– ¿Qué?

– El tío es un reciclador.

– ¿Qué quieres decir con el tío? -preguntó Noreen-. ¿Cómo sabes que se trata de la basura de Oliver?

– Hay sólo tres apartamentos y él ocupa el más barato en el sótano. Confía en mí, es su basura.

Joey volvió a comprobar las ventanas antes de sacar una de las bolsas de basura negras del bolsillo, forrar el interior del contenedor vacío y verter en él las pieles de plátano marrones de la bolsa de Oliver. Como abogada, sabía que lo que estaba haciendo era totalmente legal -una vez que dejas tu basura en el bordillo, cualquiera puede jugar con ella- pero eso no significaba que tuvieses que anunciar todos tus movimientos.

Joey buscó la inmundicia, cogía y transfería puñados de espaguetis viejos, restos de raviolis y queso.

– Un montón de pasta… poco dinero en metálico -le susurró a Noreen, cuyo trabajo era catalogar-. Hay cebollas y ajo… un envase de setas ya cortadas, su paso infantil hacia la alta sociedad; por lo demás, nada caro en cuanto a vegetales, ni espárragos o lechuga exótica.

– De acuerdo…

– Hay un par de calzoncillos viejos, bóxers, de hecho, que parecen impresionantes, aunque en realidad…

– Haré una nota…

– Algunos envoltorios de queso… una bolsa de plástico de Delicatessen Shop-Rite… -Acercó la etiqueta para leerla-: Medio kilo de pavo, el producto más barato de la tienda… bolsas vacías de patatas fritas y galletas saladas… Parece que compra el almuerzo y se lo lleva a casa todos los días.

– ¿Qué aspecto tienen los envases?

– Nada de Stvrofoam… ningún recipiente de entrega de comida china a domicilio… ni siquiera un pedazo de pizza -dijo Joey, mientras continuaba su excavación a través de los restos húmedos-. No se gasta un dólar pidiendo la comida. Excepto por las setas, ahorra cada centavo.

– ¿Envases o cajas de algún producto?

– Nada. Nada de material electrónico… nada de baterías o pilas… sólo un envoltorio de plástico de una cinta de vídeo. Todo dentro de sus recursos. El mayor lujo son unas cuchillas de afeitar Gillete de alta tecnología y papel higiénico de doble capa. Vaya… también hay un envoltorio de un tampón super absorbente. Parece que nuestro chico tiene novia.

– ¿Cuántos envoltorios?

– Sólo uno -contestó Joey-. Ella no viene todas las noches, tal vez es una relación reciente… o bien le gusta que él duerma en la casa de ella. -En el fondo de la bolsa, Joey volcó el contenido de cuatro filtros de café y utilizó los dedos para rastrillar la pequeña duna de restos oscuros-. Ya está. Una semana en la vida -anunció Joey-. Naturalmente, sin el material para reciclar, sólo es la mitad del cuadro.

– Si tú lo dices…

– ¿Qué se supone que significa eso?

– No lo sé… es sólo que… ¿crees realmente que revolver la basura nos ayudará a encontrarles? -preguntó Noreen tímidamente.

Joey sacudió la cabeza. Demasiado joven.

– Noreen, la única manera de averiguar dónde va alguien es saber dónde ha estado.

En el otro extremo de la línea hubo una larga pausa.

– ¿Crees que podremos conseguir ese material para reciclar? -preguntó Noreen.

– Dímelo tú. ¿Qué día…?

– La recogida no es hasta mañana -interrumpió Noreen-. Tengo la página web delante de mí.

Joey asintió. Hasta el ratón tiene que rugir a veces.

– Apuesto a que aún lo tiene en su apartamento -añadió Noreen.

– La única forma de averiguarlo… -Colocó nuevamente las bolsas de basura en su lugar, sacó nuevamente la correa roja de paseo y bajó por los inestables escalones de ladrillo que llevaban al apartamento de Oliver en el sótano. Junto a la puerta pintada de rojo había una pequeña ventana de cuatro cristales con una pegatina azul y blanca: «¡Atención! ¡Protegido por Alarmas Ameritech!»

– Y una mierda -murmuró Joey. «Si este chico ni siquiera pide que le traigan una pizza a casa, mucho menos va a instalar una alarma.»-¿Qué estás haciendo? -preguntó Noreen.

– Nada -dijo Joey mientras apretaba la nariz entre los barrotes que protegían la ventana. Mirando a uno y otro lado, recorrió con la vista el pequeño apartamento. Entonces los vio -en el suelo en un rincón de la cocina-: el recipiente de plástico de reciclado azul lleno de latas… y el recipiente verde brillante lleno de papeles.

– Por favor, dime que no estás forzando la puerta -dijo Noreen, ya presa del pánico.

– No estoy forzando la puerta -contestó Joey secamente. Metió la mano en el bolso y sacó un estuche negro con cremallera. Lo abrió, extrajo un instrumento muy fino con un alambre en el extremo y lo introdujo en la cerradura superior de la puerta de Oliver.

– ¡Sabes lo que dijo el señor Sheafe acerca de eso! ¡Si vuelven a cogerte…!

Con un rápido movimiento de la muñeca, la cerradura cedió y la puerta se abrió suavemente. Sacó la última bolsa de basura vacía del bolsillo, examinó rápidamente el diminuto apartamento y sonrió.

– Ven con mamá…


– ¿Por qué te preocupas tanto? -preguntó Joey, mientras se arrodillaba delante del archivador de dos cajones que hacía las veces de mesilla de noche de Oliver y revisaba su contenido. Para mantenerlo fuera de la vista y mantener sus papeles en lugar seguro, Oliver había cubierto el mueble con un trozo de tela color vino. Joey fue directamente a por él.

– No me preocupo -contestó Noreen-. Sólo creo que es extraño. Quiero decir, se supone que Oliver es el cerebro que hay detrás de un golpe de trescientos millones de dólares, pero según lo que tú acabas de leerme, rellena cheques todos los meses para pagar las facturas del hospital de su madre y casi la mitad de su hipoteca.

– Noreen, sólo porque alguien te sonría no significa que no te clavará un cuchillo en la espalda. Lo he visto cincuenta veces… tenía un móvil. Nuestro chico Oliver se pasa cuatro años en el banco creyendo que llegará a ser un pez gordo, entonces un día se despierta y comprende que lo único que tiene para exhibir es una pila de facturas y un bronceado de rayos UVA. Y, para empeorar aún más las cosas, llega su hermano y descubre que está metido en la misma trampa. Los dos tienen un día especialmente malo… se presenta una oportunidad… y voilà… la ocasión hace al ladrón.

– Sí… no… supongo -dijo Noreen, ansiosa por acabar con aquello cuanto antes-. ¿Qué me dices de la novia? ¿Ves alguna cosa que lleve un número de teléfono?

– Olvídate de los números, ¿estás preparada para la dirección completa? -Joey revolvió el recipiente de reciclado y sacó rápidamente todas las revistas. Business Week… Forbes… Smart Money…-. Allá vamos -dijo, cogiendo un ejemplar de People y buscando la etiqueta de suscripción-. Beth Manning. 201 calle 87 Este, apartamento 23H. Cuando las novias vienen de visita siempre se traen material de lectura.

– Eso es fantástico… eres un genio -dijo Noreen con un punto de sarcasmo-. ¿Ahora puedes hacerme el favor de largarte de allí antes de que lleguen los tíos del Servicio y te zurren el culo?

– De hecho, ahora que lo dices… -Lanzó la revista nuevamente dentro del recipiente, entró en el cuarto de baño y abrió el botiquín. Pasta de dientes… cuchilla de afeitar… espuma de afeitar… desodorante… nada especial. En la basura había una bolsa de plástico arrugada con las palabras «Farmacia Barney» en letras negras-. Noreen, el lugar se llama Farmacia Barney; queremos una lista de recetas importantes a nombre de Oliver y su novia.

– De acuerdo. ¿Podemos irnos ya?

Al regresar a la habitación principal, Joey vio una fotografía con un marco negro laminado sobre la mesa de la cocina. En la foto, dos niños pequeños -vestidos exactamente igual con ceñidos suéters rojos de cuello vuelto- estaban sentados en un gran sofá con los pies colgando sobre los cojines. Oliver parecía tener unos seis años; Charlie, dos. Ambos leían libros… pero cuando Joey se acercó para mirar la fotografía más atentamente se dio cuenta de que el libro de Charlie estaba al revés.

– Joey, esto ya no es nada divertido -vociferó Noreen a través del audífono-. Si te cogen en un allanamiento…

Joey no pudo evitar asentir ante el desafío. Se dirigió directamente al televisor, se colocó detrás del aparato y siguió el cable hasta el enchufe en la pared. Si la casa era tan antigua como ella pensaba…

– ¿Qué estás haciendo? -imploró Noreen.

– Sólo un pequeño trabajo de electricista -bromeó Joey.

Al final del cable vio el pequeño adaptador anaranjado que, una vez unido a la toma triple del televisor, quedaba conectado al enchufe de la pared. «Adoro las casas antiguas», pensó mientras se agachaba junto a la toma del enchufe. Acercó el bolso y volvió a sacar el pequeño estuche negro. En su interior había un adaptador anaranjado prácticamente idéntico.

A diferencia del transmisor a pilas que había dejado en el despacho de Lapidus, éste estaba diseñado especialmente para un uso prolongado. Parece un enchufe y funciona como un enchufe, pero es capaz de transmitir a una distancia de casi siete kilómetros en los barrios residenciales. Nadie se fija en él, nadie hace preguntas y, lo mejor de todo, mientras permanece enchufado dispone de una inagotable fuente de energía.

– ¿Has terminado ya? -rogó Noreen.

– ¿Terminado? -preguntó Joey, arrancando el enchufe de la pared-. Acabo de empezar.


– ¿Puedes hacerlo o no? -preguntó Gallo, de pie junto al escritorio de Andrew Nguyen.

– Tranquilo -respondió Nguyen. Andrew Nguyen, un asiático delgado pero musculoso, prematuramente encanecido en las sienes, cumplía su quinto año en la Oficina del Fiscal General. En ese tiempo había aprendido que, si bien era importante mostrarse duro con los criminales, en ocasiones resultaba igualmente vital mostrarse duro con los defensores de la ley-. ¿Quieres perder otro en una apel…?

– Ahórrame la Constitución. Esos dos tíos son peligrosos.

– Sí -dijo Nguyen con una sonrisa-. Ya he oído que os tuvieron a ti y a DeSanctis persiguiendo autobuses toda la tarde…

Gallo ignoró la broma.

– ¿Nos ayudas o no?

Nguyen sacudió la cabeza.

– No me vengas con toda esa mierda, Gallo. Lo que me pides no es moco de pavo.

– Tampoco lo es robar trescientos millones de dólares y matar a un ex agente -replicó Gallo.

– Sí… lamento lo ocurrido -dijo Nguyen; no tenía ganas de seguir discutiendo. Apartó su bloc de notas, consciente de que no era prudente apuntar nada de lo que hablasen. Lo último que necesitaba era un juez que le obligase a entregar las notas al abogado de la parte contraria-. Volviendo a tu solicitud -añadió-, ¿ya has agotado todas las otras posibilidades?

– Venga, Nguyen…

– Sabes que debo preguntarlo, Jimmy. Cuando se trata de pinchar teléfonos y filmar sospechosos, no puedo sacar la artillería hasta que me asegures que has agotado todos los demás métodos de investigación, incluidos todos los datos telefónicos y de tarjetas de crédito que te conseguí esta mañana.

Gallo hizo un esfuerzo para mostrar su mejor sonrisa.

– Yo no te mentiría, socio, mantendremos este caso de forma estrictamente legal.

Nguyen asintió. Era todo lo que necesitaba.

– ¿Realmente vas a por esos dos, verdad?

– Ni te lo imaginas -dijo Gallo-. Ni te lo imaginas.


– Omnibank, Departamento de Fraudes, soy Elena Ratner. ¿En qué puedo ayudarle?

– Hola, señorita Ratner -dijo Gallo desde su móvil mientras su Ford azul marino se colocaba en el carril derecho del puente de Brooklyn-. Soy el agente Gallo del servicio secreto de Estados Un…

– Por supuesto, agente Gallo, lamento haberle hecho esperar tanto tiempo. Acabamos de recibir su documentación…

– ¿O sea que está todo bajo control? -la interrumpió.

– Completamente, señor. Hemos localizado y apuntado ambas cuentas: una tarjeta MasterCard de Omnibank para Oliver J. Caruso y una tarjeta Visa para Charles Caruso -dijo ella, leyendo los números de ambas cuentas-. ¿Está seguro de que no quiere que las cancelemos?

– Señorita Ratner -la sermoneó Gallo con los dientes apretados-, si se cancelan las tarjetas, ¿cómo se supone que averiguaré lo que compran y hacia dónde se dirigen?

En el otro extremo de la línea hubo una pausa. Esta era la razón por la que ella detestaba tener que tratar con los agentes de la ley.

– Lo siento, señor -respondió secamente-. A partir de ahora le notificaremos tan pronto como alguno de los dos titulares de las cuentas haga una compra.

– ¿Y cuánto tiempo tardará esa notificación?

– Cuando las tarjetas reciban el código de aprobación, nuestro ordenador ya habrá marcado el número de su teléfono -añadió-. Es instantáneo.


– Hola, soy Fudge -respondió el contestador-. En este momento no estoy en casa, a menos naturalmente que usted sea un vendedor, en cuyo caso estoy aquí y le estoy investigando porque, sinceramente, su amistad me importa un pimiento. No tengo tiempo para los gorrones. Deje su mensaje cuando suene la señal.

– Fudge, sé que estás allí -gritó Joey al contestador automático-. ¡Cógelo, cógelo, cóge…!

– Vaya, lady Ginebra, tú sí que entonas la canción de la hechicera -canturreó Fudge, cuidando no pronunciar el nombre de Joey.

Joey puso los ojos en blanco, negándose a entrar en el juego. Cuando se trataba de estas cosas era mejor no implicarse. Y cuando se trataba de Fudge, bueno… su política siempre había sido no acercarse demasiado a los hombres que siguen haciéndose llamar por el nombre de su personaje favorito de Judy Blume [7].

– ¿Y qué puedo hacer por ti esta noche? ¿Negocios o placer?

– ¿Aún conoces a ese tío en el Omnibank? -preguntó Joey.

Fudge esperó un momento antes de contestar.

– Tal vez.

Joey asintió ante su respuesta en clave. Eso significaba que sí. Siempre era sí. De hecho, de eso iba el negocio: de conocer gente. Y no a cualquier clase de gente. Gente furiosa. Gente amargada. Gente a-la-que-le-han-negado-un-ascenso. En todas las oficinas siempre hay alguien que está amargado con su trabajo. Y ésas eran las personas ansiosas por vender lo que sabían. Y eran las personas a las que Fudge podía encontrar.

– ¿Si pudiese ayudarte, qué estarías buscando? -preguntó Fudge-. ¿Datos de clientes?

– Sí… pero también necesito controles sobre dos cuentas.

– Oh, oh, aquí estamos hablando de un montón de pasta…

– Si no puedes con ello -advirtió Joey.

– Puedo con ello perfectamente. Conozco a una secretaria en el Departamento de Fraudes que sigue resentida por un comentario ofensivo que escuchó durante una fiesta de la oficina con…

– ¡Fudge! -le interrumpió Joey; no quería saber nada sobre la fuente. De acuerdo, rebajaba a la abogada que había en ella, pero no tenía otra alternativa. Otra persona hace el trabajo sucio; ella consigue el producto final. Siempre que ella ignore de dónde procede la información, puede eliminar cualquier responsabilidad. Por otra parte, aunque se trate de una trampa legal, a la CIA le ha dado resultado durante años.

– Cien por los datos. Uno de los grandes por los oídos -dijo Fudge-. ¿Alguna otra cosa?

– Compañía de teléfonos. Números que no figuran en el listín y tal vez pinchar algunas líneas.

– ¿En qué estado?

Joey sacudió la cabeza.

– ¿Dónde encuentras a esa gente?

– Cariño, entra en cualquier chat del mundo y teclea las palabras: «¿Quién odia su trabajo?» Cuando veas que te llega un correo electrónico con el remitente AT &T.com, ya sabes a quién debes escribirle -dijo Fudge-. Piensa en ello la próxima vez que te comportes como una imbécil con un mensajero.


– ¿Qué es esto? -preguntó DeSanctis. Examinaba un documento de dos páginas inclinado sobre el capó de su Chevy.

– Es un sobre de correos -dijo Gallo, ahuecando las manos y soplando dentro de ellas para calentarlas-. Lo llevas a las estafetas y ellos…

– … cogerán la correspondencia de Oliver y Charlie y foto- copiarán las señas de todos los remitentes -le interrumpió DeSanctis-. Sé cómo funciona.

– Bien… entonces también sabrás a quién entregárselo en la estafeta. Cuando hayas terminado, busca la orden de registro para el apartamento de Oliver. Todavía tengo que hacer otra parada.


– ¿Qué es esto? -preguntó la mujer hispana que llevaba el suéter azul oscuro de los empleados de correos.

– Es un regalo de agradecimiento -dijo Joey mientras extendía un billete de cien dólares.

La mujer, instalada entre dos tambaleantes estanterías metálicas llenas de pilas de cartas sujetas con gomas, se inclinó fuera de su cubículo provisional y examinó la amplia sala trasera. Como cualquier zona de distribución de la mayoría de las estafetas, era un hormiguero humano de actividad: en todas direcciones se dejaban caer bolsas con envíos postales que eran separados y clasificados. Convencida de que nadie estaba mirando, la mujer examinó el billete de cien dólares en la mano de Joey.

– ¿Es policía?

– Detective privada -dijo Joey, aplicando la dosis justa de calma de abogada para que la mujer no se pusiera nerviosa. Odiaba tener que hacer estas cosas, pero como había dicho Fudge, cuando se trataba del correo, la escala era demasiado grande. Si querías dibujar un auténtico perfil, y necesitabas todos los remitentes, tenías que ir personalmente y encontrar al cartero local-. Privada y deseosa de pagar -le aclaró.

– Déjelo caer al suelo -dijo la mujer.

Joey dudó, miró a su alrededor buscando cámaras en los rincones de la sala.

– Sólo déjelo caer -repitió la mujer-. No le hará daño a nadie.

Joey bajó el brazo y dejó caer el billete, que aterrizó suavemente en el suelo. Entonces la mujer dio un paso adelante y lo cubrió con el pie.

– ¿En qué puedo ayudarla?

Joey sacó una hoja de papel de su bolso.

– Sólo un pequeño trabajo de fotocopias de unos amigos de Brooklyn.


– ¿Qué quieres decir con que se ha ido? -gruñó Gallo en su móvil mientras pulsaba el botón del cuarto piso en el ascensor. Se produjo una fuerte sacudida y el viejo ascensor se puso lentamente en movimiento.

– Ido… como en «ya no está aquí» -contestó DeSanctis-. Alguien ha estado revolviendo la basura y los contenedores de reciclado están en el bordillo, completamente limpios.

– Tal vez ya lo han recogido. ¿Qué día recogen el material para reciclar?

– Mañana -dijo DeSanctis secamente-. Te digo que ella ha estado aquí. Y si deduce cómo pensamos…

– No seas imbécil. Sólo porque haya robado la basura de Oliver no significa que sepa lo que está pasando. -Las puertas del ascensor se abrieron y Gallo siguió el alfabeto hasta el apartamento 4D-. Además, en el gran esquema de las cosas, estamos a punto de conseguir algo mucho mejor que periódicos viejos y correspondencia inservible…

– ¿De qué estás hablando?

Gallo llamó al timbre y no contestó.

– ¿Quién es? -preguntó una suave voz femenina.

– Servicio secreto de Estados Unidos -dijo Gallo, levantando su placa para que pudiesen verla a través de la mirilla.

Hubo un momento de silencio… luego se oyó el ruido de cerraduras que se abrían. La puerta se abrió lentamente con un chirrido y apareció una mujer corpulenta que llevaba una chaqueta de lana amarilla. Se quitó dos alfileres de la boca y los clavó en un alfiletero que llevaba sujeto a la muñeca izquierda.

– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó Maggie Caruso.

– En realidad, señora Caruso, se trata de sus hijos…

Ella abrió la boca y sus hombros se hundieron.

– ¿Qué ha pasado? ¿Se encuentran bien?

– Por supuesto que se encuentran bien -prometió Gallo, poniendo una mano sobre su hombro-. Es sólo que se han metido en un pequeño problema en el trabajo, y bueno… esperábamos que usted pudiese venir al centro y contestar algunas preguntas.

Maggie dudó instintivamente. En ese momento comenzó a sonar el teléfono én la cocina, pero no contestó.

– Le prometo que no se trata de nada grave, señora Caruso. Sólo pensamos que usted quizá pudiera ayudarnos a aclarar todo este asunto. Ya sabe… por los chicos.

– Por-por su-supuesto… -tartamudeó-. Iré a buscar el bolso.

Mientras observaba cómo se alejaba hacia el interior del apartamento, Gallo entró y cerró la puerta. Como siempre le habían enseñado, si quieres que las ratas salgan corriendo, tienes que empezar por meterte en su ratonera.

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