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A medianoche, Maggie Caruso está sentada a la mesa del comedor con el periódico extendido delante de ella y una taza de té caliente a su lado. Durante quince minutos no toca ninguno de los dos. «Debes darle tiempo», se dice a sí misma mientras contempla el cuadro que ha pintado Charlie del puente de Brooklyn. «Es mejor esperar las dos horas.» Así es como tocaron las nueve y así es como lo hicieron las once. Ansiosa por levantarse, pero reacia a mostrar la expresión de su rostro, Maggie gira sutilmente la muñeca y comprueba cómo pasan los segundos en el reloj de plástico modelo Bruja Malvada de El Mago de Oz que Charlie le regaló para el Día de la Madre. Sólo se necesitaba un poco de paciencia.


– Odio cuando hace eso -dijo DeSanctis, mirando fijamente la pantalla débilmente iluminada-. Es lo mismo que anoche, se queda mirando el crucigrama pero nunca escribe una respuesta.

– No es el crucigrama -dijo Gallo-. Lo he visto antes, cuando la gente sabe que está en peligro, se quedan inmóviles. Tienen tanto miedo de hacer el movimiento equivocado que se paralizan completamente.

– Vete a la cama -le gritó DeSanctis a Maggie a través de la pantalla-. ¡Tómatelo con calma!

– Todos tenemos nuestros hábitos -dijo Gallo-. No hay duda de que éste es el suyo.

Cincuenta minutos más tarde, los ojos de Maggie continuaban saltando del reloj al periódico. Cualquier otra noche, sólo la espera la hubiese hecho dormir. Pero esa noche, sus pies golpeaban ligeramente el suelo para mantenerse despierta. «Dos minutos más», contó en silencio.


DeSanctis, molesto y terriblemente ansioso, encendió el detector térmico y apuntó hacia el edificio. A través del visor, el mundo tenía un color verde oscuro. Las farolas y las luces de las casas brillaban con un blanco intenso. Igual que el capó del coche de Joey, que ahora no podía pasar inadvertido a pesar de que estaba oculto en un callejón. Si ella quería disponer de calor para trabajar, el motor debía estar en marcha.

– Adivina quién continúa vigilándonos -dijo DeSanctis.

– No quiero oírlo -gruñó Gallo. Señalando la pantalla, añadió-: Mientras tanto, fíjate quién está dispuesta finalmente a meterse en la cama…

Luchando contra el agotamiento, Maggie se dirigió lentamente a la cocina y fingió que bebía una última taza de té. Pero cuando inclinó la cabeza hacia atrás, metió la mano en el bolsillo del delantal y buscó su última nota. Era hora de ponerse en movimiento. Con un giro de la muñeca, vació la taza de té en el fregadero. Pero en lugar de ir al dormitorio, se volvió hacia la ventana de la cocina.


– ¿Qué está haciendo ahora? -preguntó Gallo.

– Lo mismo que ha estado haciendo todo el día, preocuparse por el secado de la ropa.


Inclinada sobre la cuerda de la ropa, Maggie tiró con ambas manos para enviar la última carga de la noche. A mitad de camino se detuvo para estirar los dedos, invadidos súbitamente por un dolor lacerante. No era la artritis, o las largas horas inclinada sobre la máquina de coser… Simplemente el estrés le estaba pasando factura.


– Está a punto de derrumbarse -dijo Gallo, estudiando la pequeña pantalla y leyendo el lenguaje corporal de MaggieCaruso desde detrás-. No podrá soportar otra noche como ésta.

– Compruébalo, puedes ver sus brazos -dijo DeSanctis con perversa satisfacción sin dejar de mirar a través del visor térmico. Abrió la pantalla LCD en un lado de la cámara para que Gallo pudiese echar un vistazo. No había duda, resaltando en el edificio teñido de verde se veían dos brazos blancos que brillaban como serpientes incandescentes en medio de la oscuridad.

– ¿Qué es eso que se ve allí? -preguntó Gallo mientras señalaba unas manchas diminutas que se veían en la cuerda de la ropa.

– Son los residuos de su tacto -explicó DeSanctis-. La cuerda está tan fría que cada vez que la toca con los dedos, conserva el calor y nos da un resplandor térmico.

Gallo entrecerró los ojos mientras estudiaba detenidamente los puntos blancos en la brillante correa transportadora. A medida que se alejaban de Maggie, cada punto iba perdiendo brillo hasta desaparecer por completo.


Una a una, Maggie examinó cada pieza de ropa de la cuerda. Las secas, dentro; las húmedas se quedaban fuera. Para cuando hubo terminado, sólo permanecía extendida en la cuerda la gran sábana blanca húmeda. Sin levantar la cabeza, Maggie miró hacia la ventana oscura al otro lado del callejón. En las sombras, como antes, Saundra Finkelstein asintió levemente.


En la pantalla LCD, Gallo y DeSanctis observaron cómo Maggie quitaba las pinzas, cogía la sábana por el borde inferior y le daba la vuelta. Gracias a la baja temperatura de la tela húmeda, sus brazos brillaban débilmente debajo de la sábana. Fijando nuevamente las pinzas en su sitio, dio un tirón a la cuerda y la sábana se alejó hacia el edificio de al lado. Una vez más, la colección de diminutos puntos blancos de la cuerda se desvaneció en una mancha horizontal, pero esta vez, quedó algo más: justo debajo de la cuerda, donde la pinza sujetaba la sábana, un cometa blanco del tamaño de una pelota de golf atravesó velozmente el estrecho pasadizo entre ambos edificios. Y desapareció.

– ¿Qué coño era eso? -preguntó Gallo.

– ¿A qué te refieres?

– ¡En la sábana! ¡Rebobina la cinta!

– Espera un segundo…

– ¡Ahora! -rugió Gallo.

Apretando frenéticamente los botones de la sofisticada cámara, DeSanctis congeló la imagen y pulsó «Rewind». En la pantalla, la película pasó velozmente en sentido inverso y la sábana de Maggie regresó a su ventana.

– ¡Justo allí! -gritó Gallo-. ¡Pulsa «Play»!

La cinta recuperó la velocidad normal. Con la cámara en el tablero de instrumentos, Gallo y DeSanctis se inclinaron hacia la pequeña pantalla. Por segunda vez, contemplaron cómo Maggie volvía a colgar la sábana. Su mano izquierda colocaba la pinza de la ropa. La derecha estaba debajo de la sábana, sosteniéndola en su sitio. Con un rápido movimiento, Maggie tiró de la cuerda y envió la sábana a través del callejón. Entonces, igual que había sucedido unos segundos antes, apareció un punto blanco justo debajo de la pinza que sujetaba la sábana.

– ¡Allí! -dijo Gallo, congelando la imagen. Señaló el punto blanco-. ¿Qué demonios es eso?

– No tengo la menor idea -dijo DeSanctis-. Tal vez su brazo tocó la sábana…

– ¡Por supuesto que su brazo tocó la sábana -lo mantuvo debajo de la tela durante un minuto, imbécil-, pero ese punto es la única cosa que sigue brillando!

DeSanctis se acercó aún más a la pantalla.

– ¿Crees que tenía alguna cosa debajo de la sábana?

– Dímelo tú, eres el experto en estos chismes, ¿qué podría conservar el calor durante tanto tiempo?

Con los ojos fijos en la pantalla, DeSanctis sacudió la cabeza.

– Si lo tenía escondido en la mano… si tenía las palmas sudadas… podría tratarse de cualquier cosa, plástico, un trozo de tela… incluso un pequeño papel doblado podría…

DeSanctis se interrumpió.

Gallo miró al cielo. Cuatro pisos más arriba, la sábana blanca de Maggie Caruso se agitaba en el aire de la noche. Al otro lado del callejón, la ventana que enfrentaba a la de Maggie estaba a oscuras. Sin decir nada, DeSanctis detuvo la cinta y levantó el detector térmico. Y cuando el cuadro verde oscuro quedó bien enfocado, había algo nuevo en el interior de la ventana, la figura de un color blanco lechoso de una mujer mayor que miraba la cuerda de la ropa. Vigilando. Y esperando pacientemente.

– ¡Hija de puta! -gritó Gallo, golpeando con ambos puños el techo del coche. La luz cenital parpadeó por el impacto-. ¿Cómo coño se nos ha pasado eso?

– ¿Debería…?

– ¡Encuentra a esa vecina! -continuó gritando-. ¡Quiero saber quién es, cuánto tiempo hace que se conocen, y lo que es más importante, quiero una lista de todas las llamadas que han entrado y salido de ese edificio en las últimas cuarenta y ocho horas!


«Si lo tenía escondido en la mano… si tenía las palmas sudadas… podría tratarse de cualquier cosa, plástico, un trozo de tela… incluso un pequeño papel doblado podría…»Hubo una larga pausa mientras la voz de DeSanctis se desvanecía. Joey miró calle arriba, donde ambos agentes estaban mirando hacia…

«¡Hija de puta!», gritó Gallo al tiempo que un chirrido agudo llegaba a oídos de Joey a través del receptor. Encogiéndose ante el estridente sonido, Joey bajó el volumen. Cuando volvió a aumentarlo sólo quedaba una intermitente descarga eléctrica.

– Venga, vamos -se lamentó, golpeando el lateral del receptor. Pero las descargas continuaban. Pulsó el botón de «Encendido» para reiniciar el sistema. Sólo descargas eléctricas-. No, no, no… -imploró, haciendo girar frenéticamente los mandos para volver a sintonizar la frecuencia-. Por favor… ahora no… -Al llegar al extremo del dial, alzó la vista hacia el coche de los agentes. Gallo golpeaba el volante con el puño mientras le gritaba algo a DeSanctis. De pronto, las luces rojas de los frenos se encendieron y Gallo puso el coche en marcha.

– Debéis de estar de broma -musitó Joey.

Los neumáticos chirriaron al deslizarse brevemente sobre un trozo de nieve sucia. Una vez encontrada la tracción, el coche efectuó unos bruscos virajes en la calle desierta y estuvo a punto de chocar contra un Plymouth marrón aparcado a mitad de la manzana. Joey observó las luces rojas que giraban en la esquina y desaparecían. Entonces supo que sólo era el comienzo de una noche aún más larga.

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